Modere sus Palabras, ¡exorcista!

Anno dominae nostrae

     NOTAS DE EDICIÓN: Texto original por Bly Snt K

     Era un receptáculo de piedras el que se afanó dando forma a una circunferencia irregular, rebosante de líquido rojizo maloliente. Después de varias horas ya no daba la vida; se había coagulado: la quitaba.

     Estaba en cada una de estas piezas de duro mineral tallado un símbolo que no se sabía a ciencia cierta qué significado poseía, habiendo sido manufacturadas por unos dedos sabios, carentes de uñas. Tras acabar con su labor su orgullo no pudo ser menor al contemplar cómo aquella estrella de cinco puntas calamitosas apuntaba a donde debían. Este chamán tenía una misión qué cumplir. De sus palabras saldría la orden mandada hacia los otros círculos; aquellos gobernados por miles de ejércitos deshumanizados, bestias inmundas con altas cornamentas.


***


     En una época convulsa...

     Aquel que levantaba su espada al viento era Dragkar «Demoníaco», un vigoroso guerrero que, por sus maneras de actuar, el terror comandaba sobre él. Su apodo se debía, en parte, a que tenía en su haber más de 20 cabezas colgantes en su cintura, podridas y sangrantes por sus arterias carótidas y las vertebrales, seccionadas ambas ―y en un goteo continuado―, de aquellos a los que había cortado el pescuezo de un tajo, blandiendo su hoja con sádicas y hermosas palabras: «A todos aquellos, mis fieles enemigos, que me deseáis ver bajo tierra, entre larvas hambrientas de carne fresca y gusanos larguiruchos que mis labios rozarán. Mi alma jamás perecerá, lo juro». Tenía por costumbre mostrarlas en público a su batallón para que supieran, y no se les olvidara, que, quien lo rivalizara, acabaría de igual modo.

       Era temido, pero también envidiado.... y hasta odiado. Su padre le puso por nombre Edakoris D'mniako para proseguir con una demacrada tradición familiar; él renegó de ella. Era dado a su mujer, no obstante, también se dejaba seducir por esa flagrante amante que supiese ver en él al fornido cabrío gran conocedor de lo que esta flor negra tuviera para bien ofrecerle. Estuviesen casadas, solteras o viudas, no importaba, bastaba con una demostración de cierto afecto a él. Aunque no era solo por su parte, Assudem, también gozaba de mucha libertad y sus amantes se contaban por decenas.

       No cabía juicio en que era un matrimonio inusual. Sus actos no eran tampoco aceptados por su pueblo, los mallekianos, ni por sus dioses, quienes ya se la tenían jurada a Dragkar. Era este último quien los ignoraba de una forma descarada. Llegados hasta aquí había un serio problema para Dragkar; su esposa era estéril y no le había podido engendrar un heredero que llevara su honor hasta lo más alto de la jerarquía mallekiana. Tal suplicio, como gran y temido hombre sanguinario que era, había sido un duro revés para llevar a sus combates; se le veía desmoralizado y descorazonado. Lo cual, para sus rivales, era una vulnerabilidad deliciosa de descubrir.

       Tras meses de fornicación con cual falo estuviese a la altura, y sin ser encintada, Dragkar tomó la necesaria y tortuosa decisión de encomendarse a los dioses por medio de su chamán, aquel a quien nadie quería recurrir y por el que este valeroso luchador no daba ni cuatro piezas de oro: Acfelus «Ojo negro».

       Este misterioso mago de origen incierto tenía un tipo de acuerdo abierto con uno de los dioses de su pueblo ―diosa, para ser exactos―, Ottamantis, una entidad con un temperamento salvaje e implacable. A ella imploraba, por norma general, para la obtención de buenas cosechas, su piedad y una serie de advenimientos a evitar. Esta última petición no solía ser admitida y lo castigaba con un diluvio anual que solía matar a la mitad de la población de Mallek.

       Lo que resultaba gracioso era que esta deidad no cesaba en observar a los mallekianos. Su forma de vida; sus vicios y pocas virtudes y, en un largo etcétera, todo aquello que no veía correcto para su dictadura espiritual, siempre estaba en tela de innumerables juicios. En muchos de ellos acostumbraba a dar cierto beneplácito, honrando a aquellas personas que lo mereciesen de verdad. Esto no pasó con las hijas del líder mallekiano, Cornécalus «El Batallante»: virtuosas en su adulterio y falsas esposas. Cuando supo que la desvergüenza de ese pueblo ―en un principio controlado― se había desbocado, tuvo que hacer lo propio lanzándoles una saga de lamentables sucesos, entre los que podíamos encontrar uno de los más importantes; ninguna mujer del poblado y aliados podría, de por vida, engendrar más retoños, no bajo su existencia. ¿Esto significaba que, si dejaban de rezarla, era posible que aquellos malos augurios desapareciesen? En efecto. Lo cual no gustó entre el populacho. Era descabellado no encumbrarla: era inmoral.

      Comenzaron pues las desdichas. Decenas de mujeres agonizaron en sus lechos, sin poder ser visitadas por miedo al contagio, moribundas en sus delirios y muertas tras horas de intensas fiebres. Assudem, por supuesto, sufrió también las consecuencias que se adueñaron del pueblo de Mallek y alrededores. Hemorragias repentinas e inexplicables, vómitos en medio de la noche y un sinfín de visiones en las que creía ser consciente de ser visitada durante algunas de esas madrugadas por un ser negro, muy alto y corpulento. Aquel que la veía aprovechaba dolorida para tentarla con una muerte rápida, sin suplicas. Pero, antes de ello, quiso jugar con ella advirtiéndola de algo: «tu valiente esposo caerá en plena guerra, y no por culpa de los que lo quieren aniquilar, sino, por Acfelus; está planeando una traición debido a que suspira por tu corazón».

     Assudem tuvo que preguntarle, como pudo, debido a su falta de fuerzas en su ser:

    ―No os creo, seáis quien seáis ―tosía al decirlo.

    ―¡Necia mujer!, ¿insinúas que miento?

    ―Sólo os digo que no os creo ―reiteró convencida―, ¿cómo sabéis eso?



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En el texto hay: luchas sobrenaturales

Editado: 18.02.2021

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