Mon petit amour

Le regard dans tes yeux

Nathalie estaba allí, firme y solemne, fulminando al jóven con la mirada.

Lorraine se acercó, sintiendo como una ola de timidez se apoderaba de su cuerpo.

-Te dije que era un chico inestable. Te lo dejé en claro. -dijo ella, dirigiendose a su hija-

Y sus oscuros ojos se posaron sobre los de Antoine. Lo detalló de pies a cabeza, observó su cabello oscuro y mojado, aquellos ojos grises iguales a las nubes londinenses, y aquella expresión en el rostro.

-¿Sabes algo, Anthony?

Y se acercó a él, con un aire más autoritario que el de la Reina Isabel.

-Una mirada dice más que mil palabras, y ahora la tuya me está diciendo que estás nervioso. ¿Por qué será?

Con estas palabras Nathalie le dió unos golpecitos a la nota que ahora tenía en sus manos para que él la viera.

-¡Le juro que yo no tengo nada que ver con eso! ¡Es Eric Curie! ¡Está loco!

-Mira quien lo dice. -empezó a decir ella- Me lo dice el chico que tiene la cabeza llena de fantasías que suele llamar "historias". Pero ambos sabemos que son sólo eso, cosas, sueños que jamás se realizarán.

El peso de aquellas palabras retumbó en el alma del chico de ojos tan grises como el cielo, mientras recordaba las palabras de Francis aquel día en el edificio editorial.

Era como si Nathalie fuera una bruja que escondía su verdadera apariencia bajo el rostro de una humana común. Porque sólo aquellos seres se atreverían a decirle ese tipo de cosas.

Nathalie Bellerose y Francis Dupont, dos de las primeras personas que habían aplastado los sueños y esperanzas de un jóven de 17 años.

Las manos del jóven empezaron a temblar, mientras las únicas palabras que salieron de su boca fueron:

-Tengo que irme.

Salió corriendo, anhelando estar en Francia en ese preciso momento, anhelando pisar el suelo del cementerio donde descansaba el cuerpo de aquella mujer que había luchado por él hasta el último momento, que dió su propia vida para conservar su bienestar.

La lluvia torrencial había cesado por unos momentos, como si el cielo se apiadara de él, dandole un poco de sol a su pobre y afligido corazón.

No sabía lo que sucedía en ese momento en su corazón, pero sabía que era algo amargo, dañino y lúgubre.

Porque las palabras tienen poder. Las palabras pueden ser tan dulces como la miel, como también se pueden convertir en el más potente veneno.

Tenía un frío potente recorriendo todo su cuerpo, incluso cuando el sol estaba chocando contra el cristal de sus ojos.

Dejó su cuerpo caer sobre un banco en medio de una plaza.

Vió las cabinas telefonicas rojas.

Entró en una y marcó el número de Lou.

Contestó Adrián.

-¿Antoine? ¿Qué necesitas?

-Necesito hablar con Lou. Necesito apoyo moral.

En quince minutos divisó los distintivos cabellos dorados de su hermana, acercandose a él.

-¿Recuerdas que me dijiste que cuando cumpliera 17 me darías algo que dejó mamá para mí?

Los ojos de Lou, que eran tan transparentes como su alma, se cristalizaron un poco.

-Ya es hora de que te lo dé.

Pero aquello estaba en el apartamento.

-Han llegado más notas, con mensajes cada vez más destructivos y la madre de Lorraine cree que el culpable soy yo. -dijo él, mientras usaba las llaves para abrir la puerta del lugar-

Hablaban en voz baja, casi imperceptible.

-¿Qué fue lo que dijo exactamente? -inquirió ella-

-Dijo que no era alguien estable, y que mis historias eran sólo fantasías. Ya está igual que el viejo señor Francis. Creo que si se conocieran serían la pareja perfecta.

Entraron y encontraron a Lorraine bebiendo un vaso de jugo de fresa.

Él depositó un beso sobre su frente y ella murmuró que Nathalie estaba dormida.

Lou lo llevó hasta el lugar que actualmente era su habitación. Sólo había un colchón y unos cajones cerrados con llave. Todo blanco.

Al parecer Amelié era fan de ese color.

Lou sacó una llave dorada de su bolso y abrió un cajón.

Le entregó un sobre que tenía escritas las siguientes palabras:

Para un jóven extraordinario.

Antoine se dirigió a la sala, Lorraine se sentó a su lado.

Tomó el sobre y lo abrió, con la sensación del papel entre sus dedos.

Lamento dejarte tan pronto, lamento el hecho de que no podré ver como tus historias triunfan en el mundo, pero te diré que sin importar donde este, mi alma se quedará contigo para siempre. Y te ruego, con todas mis fuerzas hijo mío, que cuando me recuerdes sólo seas capaz de revivir los recuerdos felices que compartimos juntos.

Y ten muy en claro, que te amo más de lo que mi corazón me lo permite.

Recuerda, pequeño Bonheur, mis besos te acompañarán cada noche, como cuando ya era la hora de dormir y te contaba cuentos clásicos hasta que tus ojitos se cerraban.




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