―Entiendo si quieres irte. ―Le dijo Tom Peterson a su amigo, mientras ambos tomaban un par de cervezas que él había traído, sentados bajo la sombra del pórtico de la casa. Sus rostros sudorosos y sucios denotaban el cansancio.
― No tengo a donde ir Tom. Volver no es una opción. Esto debe funcionar, por mí y por Abby.
―Lo entiendo. Te prometo que haré todo lo posible por averiguar que está sucediendo. De ninguna manera quiero que corran algún tipo de peligro. Y hablando de ello...
Tom se levanta y se dirige hasta su camioneta, al regresar trae consigo una pistola.
―Ten. Quiero que la tengas por si acaso. ―Le dice a Liam quien queda perplejo.
Mira con detenimiento aquel arma que su amigo le ofrece. Había pasado años desde la última vez que tuvo una pistola entre sus manos. Aquel instrumento de muerte no hizo más que agitar los tortuosos recuerdos en su mente.
―No puedo aceptarla. ―Respondió fríamente. ―No puedo volver a sostener un arma.
Tom hizo una pausa. En su mente intentó imaginar la clase de sufrimiento por el que había pasado su amigo. ―Está bien Liam. Solo prométeme que se cuidarán.
Tom volvió hacia la camioneta. ―Esta noche pasaré a buscarlos. Quiero que cenemos con mi familia. ―Invitó a su amigo quien solo asintió con la cabeza.
Aquella noche, el Comisario volvió a la lejana casa junto al cementerio. Mientras conducía por aquel camino pedregoso, observó la inmensa luna llena que brillaba en lo alto, recortada por la copa de los arboles más altos. Era una visión hermosa, sin embargo, al pasar frente al cementerio, no pudo evitar sentir escalofríos. La blanquecina luz del astro se reflejaba en las cruces plateadas de las tumbas más nuevas y las sombras parecían intensificarse en los rincones de las tétricas construcciones. Por un momento pensó que clase de demente se le ocurriría acudir por las noches a profanar la tumba de un inocente niño.
Tom Peterson era muy respetado en el pueblo, su dedicación constante al trabajo lo habían colocado entre las personas más queridas del pueblo. Su única obsesión era mantener la paz en San Antonio, de ninguna manera podría permitir que el pánico se expandiera entre los pobladores. En ese momento, lo único en lo que pensaba era en descubrir quiénes eran los responsables de aquel acto tan sádico y macabro.
Cuando las luces de la camioneta iluminaron el pórtico, allí estaba Liam fumando un cigarro. Una gran cantidad de colillas se acumulaban en una lata junto a la silla mecedora. Dando una última bocanada profunda a aquel espeso humo del tranquilizante tabaco, arrojó la colilla y llamó a su hija.
La noche era tranquila, las sombras de los arboles contrastaban con el azul profundo del cielo estrellado. Abby miraba por la ventanilla como las luciérnagas revoloteaban entre la negrura del bosque encendiendo y apagando sus brillantes e hipnóticas luces. A la pequeña le hicieron recordar las luces de su pequeño árbol de navidad, aquel árbol que adornaba la triste habitación de hospital donde habían pasado las últimas fiestas. Se llenó de tristeza al recordar a su madre tendida en aquella cama. Su rostro pálido y delgado, su cabeza cubierta por un gorro celeste que ocultaba la ausencia de su cabello castaño. Recordó aquella bata hospitalaria que dejaban ver su esquelético cuerpo. Y a pesar de ello, recuerda la mirada de su madre, aquella mirada tierna que parecía decirle que todo estaría bien. Aquella sonrisa que se esforzaba por mantener en su rostro lleno de intensos dolores. Cuando el reloj indicó la medianoche de aquel ultimo 25 de diciembre, recuerda a su madre aferrando su mano con ternura y diciéndole te quiero. Esa fue la última vez que vio a su madre sonreirle, aquella noche sería su última noche.
― ¿Te encuentras bien Abby? ―Le pregunta su padre al ver la mirada perdida de la pequeña-.
―Si papá. Estoy bien. Solo miro hacia el bosque. Es algo mágico. Es tan distinto de la ciudad.
―Lo es verdad? ―Le contesta Tom. ―No hay nada mejor que la tranquilidad y el aire puro que se respira en San Antonio. Pronto te acostumbrarás y hasta harás nuevos amigos aquí.
Abby solo sonrió y volvió a mirar por la ventanilla. Pronto salieron del camino boscoso. A los costados ya no había árboles, solo grandes extensiones de sembradíos que se mecían suavemente, como si estuvieran danzando al lento ritmo de la briza de primavera.
Entre los cultivos, las luces de una casa iluminaron un gran tronco caído. Allí Abby vio a un muchacho sentado, solo. Con sus manos se tapaba su rostro. A ella le pareció que se encontraba llorando, pero no estaba segura, la camioneta pasó velozmente y pronto las luces de aquella casa se desvanecieron en el espejo retrovisor.
Pronto la camioneta llegó hasta el centro del pequeño pueblo. Sobre la única avenida asfaltada había un pequeño mercado al que habían puesto un cartel denominándolo "Supermercado", aunque era insignificante en comparación de los grandes Shopping y Supermercados que habían conocido allá en la ciudad. También pasaron frente a un gran Colegio, parecía antiguo, con sus grandes paredes hecha de ladrillos y altas ventanas decoradas con rejas negras. Grandes letras en forma de arco formaban la frase "COLEGIO CATÓLICO DE SAN ANTONIO".
―Míralo bien pequeña. Aquí deberás asistir a clases el próximo año. ―Le dijo el comisario a la pequeña. ―A pesar de estar en este pueblo insignificante, es uno de los mejores colegios de la región. Está dirigido por monjas. Yo me gradué aquí y déjame decirte que esas monjas son más estrictas que el peor de los Sargentos que he tenido en el ejército.