Morado y verde.
Dos colores que siempre fueron mis favoritos, amaba combinarlos y formar diferentes paisajes y formas con ellos. Era extraño, según mi madre. Era bello según yo. Y según mi padre, éramos bellas las dos.
Me gustaba colorear el cielo de morado, aunque siempre lo aclaraba un poco y verde la vegetación. Celeste las flores y naranja los rayos del sol. Pinturas coloridas pero que llenaban mi alma al verlas. Solía pintar mis uñas de un tono morado y siempre llevaba la pulsera trenzada de ambos colores en mi mano izquierda. Era una especie de amuleto personal.
Y apoyo moral.
Siempre sentí paz y una gran tranquilidad al verlos. Me calmaban y me ayudaban a levantarme cuando sabía que caería.
Pero ahora, al verlos en contraste con mi piel. No me gustaban.
No había paz.
No había belleza.
Solo era un retrato repleto de tristeza.
Repleto de dolor.
Porque dolían. Y dolían mucho.
Mis manos acariciaban las pequeñas elevaciones que hacían de estos maravillosos colores, algo horrendo y penoso de ver. En cada caricia de mis dedos sobre mi abdomen, mis brazos y piernas, mi rostro se contraía de dolor.
La pomada que mi madre usaba para los golpes, se encontraba medio vacía. Causa de mis constantes usos. No los borraba, pero me aliviaba. Mi dedo índice untaba con delicadeza la pomada sobre las heridas y mis ojos lagrimeaban en el silencio de la habitación.
Lloré porque esta era ya la quinta vez en donde terminaba así.
Lloré por tener miedo de hablar con mamá y papá.
Lloré por tener miedo de pedir ayuda.
—¡Desayuno, listo! — Oí llamar a mamá. Rápidamente, devolví su crema a la repisa del baño y con suma lentitud, bajé mi remera negra, cubriendo los colores. Nada había pasado, si no podía verlos, no estaban allí.
¿Remera negra?
¿Y el morado y verde?
¿Por qué?
Porque al ser belleza para mí, era un motivo para ellos.
—¡Voy! —Contestó papá, sonando alegre. Sonreí, el desayuno era su momento preferido. Yogurt, cereales, frutas, huevo duro, tostadas y aguacate.
Amábamos el aguacate. Mi padre por su sabor y yo eso y su color.
—¡Tessi, mamá tiene listo el desayuno! —Agregó papá—¡Date prisa, muero de hambre!
Reí levemente.
Me observé en el espejo. Mis ojos volvían a brillar y sabía que era por mis padres. Ellos lograban hacerme sentir alegre cuando mi alma lloraba en pena.
—Otra vez ese color—Comentó mamá en cuanto llegué a la cocina. Tomé asiento junto a papá, quien observaba maravillado el desayuno. —¿Qué ha pasado con tus otras remeras?
Me encogí de hombros, tomando una tostada—Me apetecía el negro.
Sus ojos me observaron inquisitivos, llenos de intriga y temí. Mamá me conocía muy bien, era su hija después de todo.
—¿Está todo bien, tessi? —Murmuró papá, atento a nuestra charla—Ya no te veo usando las remeras que tu madre compró e incluso tus uñas ya no se ven alegres.
—Está todo bien, de verdad. Son solo colores, no porque dejé de usarlos, significa que algo malo ocurre—Respondí, bebiendo yogurt. Pero a pesar de ello, mamá no dejaba de observarme—Lo prometo.
Mentirosa.
—De acuerdo—Murmuró sin dejar la duda—¿Te llevo al colegio?
—No.
Asintió.
—¿Segura?
—Sí.
Suspiró y tomó asiento junto a papá, quien la observaba con el ceño fruncido. Sabía que ellos sospechaban.
Algo no andaba bien.
Pero no sabían qué.
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Editado: 17.07.2024