Morfeo (desterrados Libro 2)

Capítulo 8

Esta vez, Ash no despertó con suavidad, sino todo de golpe.

Abrir los ojos no supuso cambio alguno, pues el lugar en      el que se encontraba estaba tan oscuro como el interior de sus párpados. Sus pulsaciones se aceleraron en cuanto recordó que estaba en la Tierra y que los habían atacado.

¿Dónde estaba? ¿Cuánto llevaba allí? ¿Dónde estaban Sooz  y Nayakan? Las preguntas comenzaron a bailarle por la cabeza hasta hacerle rechinar los dientes. Sus ojos se humedecieron con la desesperación. Si tan solo hubiera una mínima iluminación en la sala, se sentiría mejor.

De lo que no había duda era de que estaba en una especie de cama individual, bastante estrecha.

Aquello extraño que había notado en su brazo era un vendaje, que comprimía firmemente su muñeca y su mano sin permitirle movimiento alguno. El simple hecho de poner su consciencia en su mano le trajo dolor.

Que se hubieran tomado las molestias de curarla, aunque fue- ra con un rudimentario vendaje, debía significar que no pensa- ban hacerle daño; o bien, que la querían en buenas condiciones para usarla contra Noé.

Fuera lo que fuera, Ash había jurado morir antes de revelar las coordenadas de la estación espacial, y para eso le habían dado la pequeña píldora que guardaba en un colgante pegado a su cuello, por debajo de su uniforme.

 

 

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No pensaba tomarla aún. No antes de saber qué había ocurri- do exactamente y dónde estaba Sooz. A Noé, y a su familia, les debía al menos el intentar escapar de los progresistas.

¿Escapar?

Se dio cuenta de que no estaba maniatada.

Alzó las manos delante de sí como un sonámbulo, para prote- ger su rostro de posibles obstáculos. Irónicamente, el inmaduro juego de los chicos en el gimnasio, la había preparado para mo- verse por la oscuridad, sin entrar en pánico.

Quizá todas las cosas que pasan, incluso las que parecen inúti- les o negativas, lo hacen por una razón. Para prepararnos para el futuro. Para llevarnos exactamente al punto donde se supone que debemos estar con las suficientes armas para sobrevivir.

O puede que aquella filosofía no tuviera sentido, y el mundo no fuera más que un cúmulo de casualidades inútiles; pero la idea de que pasar por eso era parte de su destino, le dio fuerzas para seguir.

Tras apenas dar dos pasos, sus manos se toparon con una tela pesada que parecía estar colgada de la nada frente a su rostro. Se desplazó lateralmente siguiendo a tientas el camino de esta, hasta que encontró una abertura, que no era más que una separación entre una tela y la siguiente, cual tienda de campaña primitiva. El lugar donde dormiría un guerrero vikingo en su camino hacia la guerra.

Cuando se asomó por el hueco entre las dos telas, vio una sala circular iluminada tenuemente por una lámpara en el techo. En conjunto, todo parecía una especie de bungaló de madera, pero la precaria iluminación no le permitía discernir el material o los colores. El espacio central, sujeto por vigas de madera, contaba con mesas, taburetes y cojines repartidos por el espacio comunal. Este estaba rodeado de varias zonas separadas por telas colgantes como el cubículo en el que se encontraba Ash.

 

 

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Volvió a la oscuridad de su tienda y palpó a tientas en busca de algún objeto con el que defenderse. Pero la sala era un dor- mitorio de lo más básico. Aparte de su camastro con un pesado edredón y una almohada, había una alfombra rugosa en el suelo. Quizá al cruzar el escudo habían viajado en el tiempo, porque jamás había visto una alfombra. Eran famosas por acumular áca- ros y polvo. Podría lanzársela a su enemigo y amenazarlo con intoxicarlo con su suciedad, pero esa idea era tan estúpida como la de atacar con almohadazos.




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