—Lo escucho.
—Quiero que reduzcas tus visitas al mundo gernardo y el tiempo que te quedas ahí.
—¿Disculpe?
—Estamos en el pleno auge de la persecución contra la herejía y la brujería. Los gernardos basan sus castigos en contra de todo aquello que se proclame a favor del demonio, y según ellos, nosotros formamos parte de eso.
—¿Eso qué tiene que ver conmigo?
—Eres una vampira, y por lo tanto, ellos te colocarían como un ser demoniaco. Si descubren lo que eres, no dudarán ni un solo segundo en asesinarte. Has visto cosas horribles, Anetta, tan horribles como las que yo he visto, y no me gustaría que te convirtieras en un número más.
—Es una injusticia lo que estás haciendo. Me quieres tener presa.
—No te confundas —su tono era de autoridad—. Nunca te prohibí salir, lo único que te estoy ordenando es reducir tu tiempo y tus visitas. Te he llamado mi espíritu libre todo este tiempo porque me encanta esa energía de salir y ver el mundo. Esa energía que no te permite echar raíces en un solo lugar, pero también me aterra pensar que esa misma energía podría llevarte a tu destrucción.
—Si me sucediera algo, ¿pondría en riesgo al palacio?
—Si no revelas nuestra ubicación, entonces no lo creo.
—Entonces ¿qué te preocupa?
—¿Estás molesta?
La mujer relajó su expresión.
—No.
—¿Por qué estás diciendo tanta barbaridad? Soy el Mandato de Mortum y mi obligación es cuidar de todos sus habitantes, y en ellos vas incluida tú. ¿Sabes cuál sería la única forma para que dejara de cuidarte? Que te vayas definitivamente del reino.
Explotó. Märah le lanzó una mirada de expresión bestial.
—Ahora sí puedes retirarte.
—Si de verdad te interesara mi bienestar entonces no permitirías que tus amantes me tratasen así —cuando se dio cuenta de lo que había dicho, era tarde para arrepentirse. Hécate había volcado sobre ella su atención una vez más, y sus ojos no reflejaban nada bueno—. Olvídate de lo que te he dicho. Aceptaré tu orden.
—No des un paso más y siéntate.
—Magnus, de verdad no era mi intención decirte nada.
—¿A qué te referiste con eso?
—Nada.
—Märah —y ahí estaba el nombre que él casi nunca utilizaba para hablarle—. El que te quieras marchar del palacio, ¿tiene algo qué ver conmigo?
—No —mintió.
—No lo parece.
—Magnus…
—Es mejor que me lo digas porque tarde o temprano me voy a enterar.
La muchacha suspiró, apretó sus manos a la canasta y la observó durante algunos segundos. Los narcisos, los había traído por él, para él, pues ella sabía que era su flor favorita y en su última nota le había anunciado que a su regreso le traería un presente.
Hécate amaba los narcisos y Anetta lo amaba a él.
—Hoy, cuando llegué en plena madrugada me encontré con una… —cerró los ojos para contenerse— una mujer que se refirió a mí de la manera más grosera que pudiera existir.
—¿Una mujer? ¿Una criada?
—No… Venía de tu habitación.
Magnus tragó grueso. Entendió a quién se estaba refiriendo.
—¿Qué cosas te dijo? Anetta, por favor responde. ¿Qué te dijo?
—Que mi presencia era tan solo un adorno en este castillo ya que no podía servir ni de consorte ni de amante para mi señor.
—¿De verdad te dijo eso?
—¿Dudas de mi palabra?
—¡No, no! ¡Por supuesto que no! Yo no… No sé... no sé qué decirte.
—¿Me puedo ir antes de que mi vergüenza me impida seguir hablando?
Magnus estaba detrás de ella, miró su espalda y deseó con todas sus fuerzas tocarle los hombros y asegurarle que todo estaría bien. Pero no lo hizo.
—Vete. Yo te prometo que no volverá a ocurrir algo semejante.
Märah se dio la vuelta, y mirándolo de frente, le ofreció su canasta.
—Son para ti —Hécate observó los narcisos—. Antes de irme te dije que a mi regreso te traería un presente… y como sé que a ti te gustan los narcisos, te corté algunos.
El rey aceptó su regalo.
—Gracias.
Y entonces ella se fue.
***
AÑO DE 1640
Hécate tenía más cosas de las qué preocuparse. Envió a uno de sus soldados a la primera tierra con la respuesta a la petición de su rey. El Mandato había aceptado y la visita estaba programada para dentro de seis meses y medio. Pues si es verdad que Vallarte estaba planeando una emboscada traicionera contra él, Magnus no pensaría permitírselo. Él también estaría dispuesto a responder de la misma forma.
Durante todo ese tiempo el Monarca se dedicó a entrenar y formalizar a sus tropas, pidió que algunos soldados se encargasen de adiestrar a los caballos y dejó a Bruce al mando de estos. También hizo lo que hasta ese momento se conoce como su obra más grande, pues él personalmente fue quien dirigió y diseñó la extensión de la cueva, convirtiéndola así en un masivo bunker de guerra, en caso de que la hubiera. En él se almacenaron un impresionante arsenal de armas de todos los tamaños; desde espadas, hasta cañones y catapultas de alto alcance.
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Editado: 07.05.2024