Miró girar todo a su alrededor. Esferas gigantes rodaban por todos lados, eran de color plata, redondas y muy brillantes, incluso se puede decir que había serpentinas escarlatas y estrellas de colores. Sin embargo, eso no era lo único que ella veía. Vio eso, cada uno de sus gestos que le indicaban perfectamente lo que aquella mujer sentía por ella. Una sonrisa amarga de bebé estaría luchando para retener sus lágrimas, pero no lo consiguió. Aquella criatura la vio, la vio a ella, y más claro no pudo entenderlo. Eran expresiones de odio y arrepentimiento. Quizá un posible cambio de planes en su vida. Ojalá pudieran haber sido sonrisas como las de él; carcajadas destellantes y llenas de ilusión que eran de él, de Frederick, el hombre que siempre la amaría sin importar lo que sucediera o en qué momento hubiese nacido.
Los gritos y llantos mezclados unos con otros se escuchaban incluso hasta el otro lado de la calle. Los vecinos salieron preguntándose qué es lo que pasaba, pero lamentablemente nadie les pudo dar una respuesta.
—Basta, Stephanie, no sigas. Ella no volverá —un susurro que apenas y la dejó escucharlo.
Ahí, parado detrás de ella viendo cómo su frágil cuerpo de seis años se derrumbaba al ver la partida de esa mujer, en la que no buscó otra cosa más que cariño y protección. Esther. Ella llevaba sus maletas en la mano, un paso firme y un rostro rebosante de felicidad, pues al final había cumplido su deseo. Abandonarlos. Nunca la quiso, y no porque lo intuyera Stephanie, pues en realidad... ella se lo dijo.
—Quiéreme mamá. Es lo único que le pediría.
Ocho o nueve años después, después de que esas marcas aparentemente se borraran de su atormentada mente, llegó el peor momento para afrontar su mayor miedo. Vio perecer a su padre. El cuerpo gélido y sin vida de Freddy se postraba ahora dentro de aquel féretro de madera.
Una nueva vida por delante, un hogar nuevo en Balefia, vivienda estable y una cantidad fascinante de ahorros para satisfacer sus estudios y necesidades principales. Un hombre mayor que ella. Y ojalá pudieras ver su rostro, te aseguro que te burlarías de su estúpida sonrisa, porque a decir verdad, él tenía mucha más edad de la que podrías estar pensando.
Un cuerpo joven, pensamientos de ciento seis años, contra la memoria fresca de otro hombre, un muchacho realmente joven. Ambos aparentaban la misma edad, pero que a diferencia del primero, el segundo sí los representaba y los vivía.
Cuando Scott la mordió, ella corrió, intentó huir de él, pero no lo logró. Sus ojos se abrieron como dos destellantes esferas rojas, de las mismas que se colocan sobre los árboles de navidad en diciembre; una vista perfecta y sumamente sedienta. Pérdida total de todas y cada una de sus debilidades, excepto del amor. Convertida en un demonio, un monstruo, una bestia que es del temor de la gente y de los animales.
Frases que le recomendaron algunos viejos compañeros que más tarde se volverían su familia, ayuda de los mismos que en algún momento quisieron hacerle daño, y un poder sobrehumano que circunvalaría sus ojos para transformarla en una reina. Corrió atravesando el enorme bosque con la rapidez que ni el leopardo era afortunado de tener, olvidándose del aroma del lobo, su manjar preferido. Corriendo con la esperanza de una sola cosa: defender al hombre que ama y a todo su pueblo de la tiranía de un ser perverso, un ser que ahora la había hecho partícipe en esta historia. Porque déjame decirte un secreto: los fantasmas también se desvanecen.
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Editado: 07.05.2024