LUNES
Muy harto estaba de ese ruido infernal cuando el despertador sonó. Cansado, aburrido, derrotado y con el corazón mal herido, Alejandro se levantó, dobló cuidadosamente las sábanas de su cama y se arrastró hasta el baño para darse una ducha rápida y cepillarse los dientes. Vaya que la extrañaba a ella.
En todos los años que llevaba viviendo solo, nunca había sentido el vacío tan profundo como aquella mañana, y eso que los rayos del, ¿sol?, estaban entrando por la ventana. Al menos un poco de vitamina le daría un poco de felicidad.
Caminó hasta su enorme ventanal, llevaba envuelta su cintura con una toalla blanca y algunas gotas frescas seguían escurriendo por su pecho desnudo. Allá afuera, sobre una pequeña mesa de madera, pudo ver algunos lápices y borradores que jamás recogió después de que Stephanie se fuese a su casa. Quizá porque su presencia le brindaba un bonito recuerdo.
Apoyó su frente húmeda contra el vidrio, suspiró y el vapor de su boca empañó el cristal. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué en lugar de verse como un loco desesperado y necesitado de amor, no simplemente pedía su amistad? ¿Lo intentó? No, pues la última oportunidad que tuvo para hablar con ella no se cansó de señalarle lo mucho que le gustaba.
Muchas veces de la amistad nace el amor.
—Hoy la recuperaré —sentenció.
Fue directo a la parte trasera de la casa, cogió el auto y lo echó a andar con la intensión de llegar temprano. Deseaba verla entrar por la puerta, con su cabello castaño revuelto y sus ojos extrañamente oscuros.
Desgraciadamente ella nunca llegó.
El muchacho tomó su asiento en el salón, aquella mañana ambos tenían clase juntos, y solo esperaba que Steve no lo volviese a amedrentar como lo hizo la última vez. Él se quedó sentado, esperando y volteando cada jodido segundo a la espera de verla llegar, pero por más que los minutos, y después las horas pasaron, ella y ninguno de ellos aparecieron. No había nadie.
—¿Alguien sabe a dónde se fueron? —escuchó la plática ajena de dos muchachas rubias que se preguntaban entre sí, pues igual que él esperaba a Stephanie, muy seguramente ellas esperaban a Steve.
—No tengo ni idea. Se fueron los siete.
—Es como si la tierra se los hubiese tragado.
—Tal vez decidieron evadir la responsabilidad del instituto y contraban-dearon su salida. Qué deprimente, me hubiese gustado verlo. Bueno, no se le quitará lo desaparecido. ¿Gustas tomar un poco de sol?
—Sí, sí. Muero por quitarme este color fantasma de la piel.
Él las miró alejarse, y sabiendo que ya no podría conseguir nada más allá de una charla banal, recogió sus cosas y también se fue. Pobre, todavía mantenía en pie la esperanza de que si iba a la cafetería y ocupaba la misma mesa en la que ellos solían sentarse, tal vez, y solo tal vez los pudiera ver llegar. Una vez más, aquello solo se convirtió en una falsa esperanza.
El día ya casi se terminaba, y a él solo le quedaba esperar.
MARTES
—¡Ya no aguanto! ¡Siento que me muero! ¡Aire, necesito aire! ¡Ayudaaaa!
—Niar, guarda silencio, o ¿quieres que todo el bosque nos escuche?
Por fin, y después de un corto esfuerzo por parte de Stephanie, Steve y Danisha, los cinco habían llegado a las Ascuas de Quitakram. Por su parte, Derek y Edwin se habían quedado a donde el bosque comenzaba a nacer. Ambos muchachos eran unos cobardes ciertamente inteligentes y decidieron que no querían nada que tuviera que ver con vampiros o alguna otra criatura letal que pudiera arrancarles la cabeza.
—Vean, ahí está la cascada —Alexa extendió las manos y fue como si el agua la reconociese.
Los cinco comenzaron a caminar por el largo y estrecho tronco caído que más tarde se transformó por sí solo en un majestuoso puente de madera bien labrada y construida seguramente por vampiros mortuanios.
La Mandata, en su gloria y personificación los vio desde el vitral de su reino. Una sonrisa se formó en sus labios y tomando las puntas de su perfecto vestido azul salió a su encuentro. La nueva soberana estaba volviendo a su castillo.
—Qué gusto tenerlos por aquí —una musiquita de triunfo parecía sonar alrededor de ella.
—Mandata, le he traído de regreso los libros que me prestó, incluido el que habla sobre la vida de los Mandatos y de Zacarías.
—Quedo agradecida contigo, Alexa, pero creo que preferirías ser tú quien entrase a la biblioteca para guardarlos. ¿O me equivoco?
—¿De verdad puedo hacerlo? —la sonrisa de la pelirroja era una que ni en sus mejores momentos se le había visto.
Había tantas cosas por hacer, mucho qué conocer y seis Pulcros qué ignorar, porque aunque Alabaster y Bram tenían siempre una retorcida sonrisa en sus rostros de alabastro, el carácter avinagrado de Selem era lo que empeoraba todo. Qué mujer tan espantosa; pensaban todos.
Märah le cumplió el deseo a la pequeña bruja de llavero, la llevó alrededor de casi todos los pasillos y le habló sobre las pinturas de la pared. Fue ahí cuando Alexa conoció más sobre los seis reinos. Yako, la soberana de los Farkas; Samira, la gobernante de las Altas Mareas; Anara, la gobernante de Las Miras Negras; Anono, la gobernante del Reino de los Cielos; y Doguer, la emperatriz de los Ikarontes. Cada una de ellas estaba pintada sobre una enorme pared de piedra; representadas como imponentes guerreras muy aparte de su puesto como soberanas en sus tierras. Debajo, en el epígrafe bordado en oro macizo y puro se hallaba el símbolo del elemento al que pertenecían.
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Editado: 07.05.2024