La madre de Keila era una mujer entregada a los remedios caseros. Antes de que los lureices irrumpieran en su casa y destruyeran a su familia, la mujer se dedicaba a ser partera, y cómo no, esta sobresaliente dedicación se convirtió en el interés directo de Anastasia Le Dua. Una noche de 1912, la esposa del emperador acudió con el sacerdote Lorenzo Di Nava, un tirano bíblico que se disfrazaba de héroe sometiendo a las mujeres en las estacas y regocijándose a carcajadas mientras sus cuerpo se incineraban hasta volverse cenizas y polvo.
La gente se aglomeró en una de las pequeñas colinas cercanas a la iglesia, contentos de ver arder el alma de quien se le acusaba de brujería, asesinato y otras prácticas oscuras. Keila gritaba, se aferraba a los cuerpos de los guardias en un intento desesperado por llegar a su madre. Sus hermanos, quienes robaron cuchillos y espadas del arsenal del emperador fueron abatidos con seis disparos en el pecho.
Keila sabía que Dimitrio iba a venir, pero para su mala suerte, eso sucedería a las doce de la noche. El vampiro había acordado llevarla a ella y a su familia a Balefia para comenzar una nueva vida, y ya nada de eso sucedería, o al menos, no como él se lo había imaginado.
—¡Mamáááááá!
—¡Muere por tus pecados, hija del demonio! —gritó Di Nava justo antes de soltar la antorcha que prendería toda la hoguera.
Cuando Dimitrio llegó, ya la mayor parte de la gente comenzaba a marcharse, la hoguera se había apagado y ahora solo quedaban escasos restos quemados de lo que antes había sido una inocente mujer.
—¿Qué…? —soltó la canasta con panes de canela que le había robado a un despistado panadero—. No puede ser. ¡Keila! ¡Keila!
Gritó y caminó alrededor del palacio. Anastasia había dado la orden a sus guardias para que sacaran todas las pertenencias de sus antiguos empleados al jardín y les prendieran fuego, según ella, para exterminar los residuos del mal que aquella mujer había acarreado a su casa.
Dimitrio no pudo acercarse, pero sí pudo leer el pensamiento de uno de los guardias. Afortunado sea por el increíble don sobrenatural de su telepatía.
—«Qué horror el saber que hemos estado conviviendo con una bruja» —se decía a sí mismo el gendarme—. «Y qué bueno que sus tres hijos varones fueron abatidos antes de que causaran más daño. Espero que su hija, esa insípida muchacha regordeta sea también quemada y no solo la vayan a encarcelar».
—¿Encarcelar? —el vampiro dio marcha atrás. Se caló la capucha de su túnica y regresó vuelto una furia al palacio.
Una parte de Mortum fue testigo del incontrolable coraje de un vampiro herido y atormentado. Dimitrio se sentía culpable, pues de haber llegado un poco más temprano, podría haber evitado esa desgracia. Ahora, sin saber a dónde habían enviado a su amada, debía permanecer de brazos cruzados, o, arriesgarse a salir, buscarla y posiblemente traerle problemas a su reino y a su Mandato.
—¡Maldita sea!
—No deberías perder energía oscura de esa manera —ella estaba de pie, recargada en un gran árbol mientras sus afilados dientes remolían un jugoso hongo azul que solo a ella le gustaba comer—. Pensé que serías más inteligente, pero veo que me he equivocado.
—¿Qué quieres decir con eso, bruja?
—Que si sigues causando más alboroto, el Mandato vendrá a ver lo que sucede y no creo que le agrade tanto la idea de que te hayas enamorado de una gernarda.
—Poliska, tienes que ayudarme. No sé a dónde se la han llevado.
—Seguramente la ejecutarán.
—¿Por qué? Ella no hizo nada.
—La caza de brujas se ha vuelto a levantar, y por lo que sé, a su madre la acusaron de ser una de ellas.
—¿Una bruja? Keila no es una bruja. En sus pensamientos nunca mencionó nada de eso.
—¿Leíste sus pensamientos? ¿Quién te ha otorgado el derecho de hacer semejante violación?
—Entiendo que estuvo mal, pero solo quería saber si me estaba correspondiendo de la misma forma que yo la amaba, o solo era amable por los regalos que le daba.
—¿Y?
—Me amaba con la misma intensidad que yo.
—Felicidades… permíteme vomitar.
—Poliska, tú puedes saberlo todo. Encuéntrala. Está sola, y seguramente ha de estar aterrada.
La bruja le sonrió, una sonrisa que le helaría la piel a cualquiera.
—Todo tiene un precio, querido.
—No puedo venderte mi alma. No tengo.
—No, pero me puedes vender un favor.
—¿Un favor? Eso sí que no. No tengo ese tipo de tratos con brujas.
—Entonces puedes irte olvidando de tu amada.
—Poliska…
—¡Ve, búscala tú, qué muy feliz me pondré al ver que has fallado!
—¡Está bien, está bien! Acepto el trato. Un favor a cambio de saber en dónde está Keila.
Poliska cumplió su palabra.
Nadie hubiera imaginado que los calabozos de Hatgress más tarde serían demolidos y remplazados por unas gigantescas cámaras de gas. Pero por el momento, y durante este año, eso serían: calabozos inmundos en los que eran encerrados los prisioneros para más tardes ser ahorcados o ejecutados a quemarropa por un disparo en la cabeza.
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Editado: 07.05.2024