Muerte en el quirófano

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—¡Siguiente!, ¡Milena, haz que pase!

La joven secretaria se sobresaltó con la voz rasgada del doctor Serge Cavalli ordenándole llamar al siguiente paciente. Sus dedos se movieron con la rapidez que le proveía la práctica a través de los gordos folios color crema ordenados en orden alfabético en los gabinetes que fácil, podrían tener los cincuenta años que llevaba el hospital. No tardó mucho hasta encontrar la carpeta de la persona que seguía: un hombre, pasados los cuarenta, que poco reconocía. «Ha de ser nuevo», pensó Milena mientras sus dedos tecleaban en el antiguo computador los datos del señor.

—¡Héctor Ramírez! —llamó, fuerte para que el doctor Serge estuviera atento. Repitió—. ¡Héctor Ramírez!, consultorio tres.

El hombre se levantó con lentitud, desperezándose de una aparente siesta. «Y con razón, si el doc se ha demorado más de lo normal». Con una gentil mueca le indicó cuál puerta debía atravesar; el paciente, correspondiendo la amabilidad de la señorita, inclinó la cabeza a modo de agradecimiento y absorta en la cojera al andar y el deteriorado aspecto, se le quedó viendo con atención hasta que desapareció por el pasillo, donde sus ojos no alcanzaban el panorama.

Por un instante algún extraño sentimiento parecido a la congoja le golpeó el pecho, y el mismo frío que sentía cada vez que se despertaba unos minutos más de la cuenta para ir a trabajar le recorrió de arriba abajo cuando escuchó el fuerte golpe de la puerta al cerrar.

Carraspeó un par de veces, obligándose a concentrarse en los papeles que tenía en frente: el doctor Serge Cavalli tardaría al menos una hora con el hombre.

—Ventajas de tener un hospital privado, supongo.

Aunque claro, todavía no se acostumbraba a que a pesar del prestigio del que humildemente gozaba Serge, no hubiera suficientes médicos… o personal, para completar las vacantes que permanecían abiertas desde hacía diez años; las enfermeras podían contarse con los dedos de la mano, y nunca coincidían con el horario del doctor Cavalli. Haciendo caso omiso a los entrometidos pensamientos, hundió la cabeza en las hojas y tecleó un par de notas más. «Solo por si acaso, para no molestar al doc».

 

—Doctor Serge Cavalli, el placer es mío. —No atendió a la mano que Héctor le ofreció y en cambio, le indicó con un mudo gesto que tomara asiento.

Cara a cara, clavó los ojos en la azulada cara rechoncha del paciente. «De seguro ha traído sus cigarrillos». Molesto por tal falta de respeto en su propio consultorio, forzó una larga sonrisa que apretó hasta que los labios se le pusieron blancos.

Una fina capa de sudor hacía brillar la frente de Cavalli y lucía incómodo con aquella visita, más de lo normal.

—¿Qué le trae?

Héctor torció la boca en señal de inconformidad. Había solicitado asistir con aquel doctor por la buena propaganda que tenía y más aún, por el amable proyecto que había iniciado hacía un tiempo.

Sin embargo, ¡bien podría tomarse la molestia de verle a los ojos!, ¿no?

Tosió.

—Doctor, vine por el programa suyo. A que me revise, últimamente me he sentido decaído, casi sin aliento.

Serge le detalló tanto como el escritorio entre ellos se lo permitió.

Héctor volvió a toser.

Había algo extraño. Desde hacía mucho que siempre permanecía aquella sensación de que le acompañaba a todos lados el aroma de algo desagradable, descompuesto. Pese a ello, por primera vez en años algo lograba atravesar el hedor: el fuerte olor a límpido y los productos de limpieza que solía usar su mujer en vida y creyó haber olvidado luego de tanto.

—Cómo no, don —soltó, como si fuera una broma.

El hombre entornó los ojos, confundido.

Serge captó el desconcierto en el gesto del viejo y se inclinó más hacia él, para evitar que quedara información sin retener.

Las ojeras del médico se pronunciaron más cuando Héctor le vio de cerca, y calló la queja que venía formándose desde que pisó el consultorio.

«Bueno, debe haber trabajado durante horas».

Aun así se preguntó, extrañado, el por qué provenían de él los mismos fuertes aromas del resto del cubículo.

—Don, le queda poco tiempo de vida —señaló con frialdad la cruel sentencia, trayéndolo a la tierra de inmediato, como si le hubieran volcado una tonelada de agua helada por encima.

Héctor palideció y la boca se le abrió con torpeza como si se esforzara en que el aire le entrara a los cerrados pulmones. «No puede decirme tal cosa, doctor Cavalli», gimoteó como un chiquillo; sin embargo, Serge volvió a sonreír, esta vez tan genuino como lograba en pocas ocasiones, pensando en que a ese paso, se desplomaría antes de que pudiera poner sus manos en el inflado cuerpo. La idea se le hizo divertida, pero estaba demasiado ocupado con otros asuntos como para cargar con más obligaciones a la vez si no era del todo necesario.  

—Respire, señor, respire —ocultó la carcajada detrás de ambas manos, simulando seriedad—. ¿Sabe?, déjeme contarle una historia. Se trata de cuando era un niño.




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