La tragedia volvió a golpear a la familia poco más de medio año después de la partida de Renata, cuando don Carlos Cavalli respiró por última vez, víctima de un agresivo cáncer de pulmón que había sido descubierto demasiado tarde. Fátima fue la única que no se sorprendió al recibir la funesta noticia: el pobre hombre desde que se volvió viudo dejó de atender pacientes. «Mis manos están manchadas, niña», solía responder ante sus vagos ánimos de que volviera a vestir la impoluta bata que colgaba en el armario; dejó de jugar con Serge e incluso con cada semana que transcurría, pasaba menos tiempo con el pequeño Martín. El luto se transformó en una severa depresión, y la criada supo entonces que si no hubiera sido la enfermedad, habría sido la pena.
Aun así, eso no le quitaba lo extraño que se sentía ver la casa sin sus Señores, y derramó varias lágrimas al ver al buen Carlo partir, a sabiendas de que ahora era ella quien estaba a cargo de los dos herederos del apellido Cavalli, el mayor que apenas rozaba los diez años y el menor, todavía un bebé de brazos.
—Necesito que te comportes, Serge —le dijo la primera noche, con mil cosas en la cabeza como para que consolarlo fuera prioridad—. Iré a alimentar a Martín y luego prepararé algo de comer para los dos.
Serge levantó la mirada de un viejo libro al sentir la temblorosa mano de Fátima acariciando los rubios mechones de cabello. En otro momento, quizá habría pensado que era divertido verlo con aquella enciclopedia que casi era tan grande como él. Llevó los dedos hasta sus ojos y secó las lágrimas, procurando que su congoja no fuera tan notable.
—¿Te gustaría algo en especial? —preguntó a la salida, con el silencio como respuesta. Esperó un segundo más y en vista de que yacía clavado en las diminutas letras de las hojas, dejó de insistir y se marchó.
Apenas escuchó los pasos alejarse, Serge volteó el cuello con fuerza hacia la puerta, con el corazón bombeándole con fuerza y los ojos enrojecidos. Muy dentro de él, sabía que su padre no volvería a casa: lo había recogido la misma cuna de madera que se llevó a su madre, y hasta el momento no tenía ninguna señal de que ella volvería, por más que la esperara envuelto entre las cobijas a la hora de dormir.
La hora de la cena se convirtió en una eternidad. Martín no hizo más que llorar y Fátima Costa, el aparente reemplazo de sus padres, solo tuvo la atención puesta en él, dándole suaves palmaditas mientras lo cargaba a través de toda la sala. Ni siquiera cuando simuló llorar volteó a verle, sino que se limitó a regañarlo: «Deja de ser tan consentido, Serge, ya estás grande para eso».
Otra vez con los ojos ardiéndole, llegó a la conclusión de que era como si no existiera. Mas no dejaría que esa criada que se aprovechaba de la comida y cómodas camas de su casa lo aislara de tal manera; leyendo brevemente uno de los textos de su padre, había aprendido un nuevo concepto: muerte.
Se le hacía fascinante. Si muerte les ocurrió a ambos, ¿por qué no vio en él aquel líquido hipnótico que tuvo su madre?; la curiosidad, propia de la edad, hizo imposible mantener sus pensamientos en privado.
—Fátima, ¡mírame! —insistió por tercera vez. Al final, la joven criada volteó con ambas cejas levantadas. Había envejecido mucho en los últimos meses.
—¿Sí, Serge? —respondió, descubriendo en sí misma un leve sentimiento de culpa.
—¿Mamá y papá tuvieron muerte? —soltó.
La repentina pregunta casi logra que Martín se le resbalara de los brazos y se vio forzada a dejarlo en la silla para niños. Pestañeó varias veces buscando asiento, en un intento de salir del asombro.
—¿Cómo dices?
—Que si mamá y papá tuvieron muerte —repitió luego de tragar el último bocado. La voz le salió impaciente—, y cuándo volverán. Me aburro.
Fátima Costa pasó saliva con fuerza. En definitiva, todo esto era demasiado para alguien de su edad, siendo apenas poco más de cinco años mayor que el primero de los Cavalli; no tenía corazón suficiente para exponer las palabras que sellarían el asunto. La despedida de la Señora Renata había sido demasiado difícil, le era inhumano decirle adiós a Carlo también.
—Ah, Serge —murmuró, acercando su silla a la de él. Lucía complacido de obtener la atención de nuevo, y supuso que para alguien que solía ser el centro del mundo hacía unos meses, la situación era de lo más complicada—. Tus padres han ido a algo así como un… viaje. Y me temo…, que pasará un tiempo hasta que vuelvan a encontrarse. Lo siento, mi pequeño.
Luego de eso, se levantó como si hubiera recibido el llamado de su Señor y se marchó.
En cama, no pudo hacer otra cosa que no fuera pensar en las palabras de Fátima, y estaba bien así, hasta que el horroroso llanto de Martín le taladrara la cabeza. ¡Y cómo no iba a lamentarse así, luego de haberla escuchado! Casi, casi, sintió lástima por su pequeño hermano. Al menos él había conocido a su madre, tan amorosa como ninguna otra persona.
—Se lo merece —susurró a la soledad de su habitación, con las manos apretadas en una porción de cobija enrollada—. Si Martín no hubiera salido de mamá, ella no tendría muerte.
Muerte. Qué fascinante concepto.
»Debe extrañar a mamá.
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Editado: 13.06.2024