Muerte en el quirófano

PARTE 2: FÁTIMA. PACIENTE 11

—¿Hola? —La voz de una mujer se escuchó después del cuarto timbre.

Pasaron días hasta que decidió llamar al número escrito en la agenda, luego de recorrer una a una las páginas de la libreta de Rosario; aunque en su interior había demasiadas donaciones en nombre de los huérfanos del hogar, solo las de aquella extraña iban dirigidas a él.

«Para Serge».

Alguien lo conocía fuera de los muros de la iglesia, más allá de Luciana; más que sentirse agradecido, no podía evitar el pensamiento de que lo mantenían vigilado.

¿Qué tanta información intercambió Rosario con la desconocida? Ahora no tenía manera de saberlo, con el cadáver de su segunda madre en el piso de arriba, pudriéndose con cada hora que pasaba.

Sin embargo, en su lugar la tenía a ella. La persona al otro lado del teléfono.

—¿Hola? —repitió.

Serge parpadeó, por fin libre del trance de sus pensamientos. ¿Qué podía decirle a alguien que lo conocía y de quien él no tenía idea?

»Si esto es una broma…

—¡No!, espera —dijo—. Por favor, espera. Encontré este número…

Los labios le temblaban y las palabras se le entrecortaron al hablar. La mujer calló un rato, y Serge temió haber actuado demasiado tarde; no obstante, intentó una vez más y antes de rendirse y terminar la llamada, escuchó que la extraña carraspeaba.

—No…, no puede ser.

Escuchó cuando tomaba aire y un grito se ahogó junto a su oreja.

»¿Serge?

Solo un punzante dolor le hizo darse cuenta de que había aguantado el aire: siempre le había dado gracia la manera en que pronunciaba su nombre, porque revelaba el acento extranjero que tanto se esforzaba por ocultar, para no sentirse una extraña en el seno de la familia Cavalli.

Supuso que ella se había percatado de lo mismo, pues añadió con premura en sus palabras:

»¿Estás con Rosario?, dame unos minutos y estaré allá.

Serge apretó la agenda sobre el pecho, pegajosa por el sudor de la mano con que la agarraba. Dentro, para separar la página que necesitaba, había guardado el cuchillo entre las páginas.

—Sí —susurró.

Y colgó.

Media hora más tarde, escuchó que llamaban a la puerta y fue hasta entonces que volvió la mirada perdida de la pared, manchada con minúsculas gotitas de sangre oscura.

Notó el cuerpo pesado cuando caminó hacia la puerta. Una sombra se alargó bajo el sol que moría hasta que se cruzó con la suya.

—Serge —lo saludó.

Ya no tenía que levantar la cabeza tanto que le doliera el cuello para poder verla a los ojos y los años habían terminado de moldearle la figura a una muy parecida a la que tuvo su madre en los años previos de su muerte.

—Fátima —dijo apenas audible.

La antigua criada de los Cavalli le sonrió en respuesta.

Tuvo el impulso de alejarse, pero Fátima fue más rápida que él y lo rodeó en un abrazo que lo desarmó al instante: la libreta se le resbaló de las manos y el cuchillo repiqueteó en el suelo al caer.

Se estremeció bajo el agarre de Fátima y los hombros se le sacudieron entre sollozos cuando sus brazos se aferraron a la espalda de la única persona que le quedaba de su pasado.

Fátima se separó de él luego de unos segundos y lo observó de arriba abajo, le secó las lágrimas que corrían sobre sus mejillas y acomodó los mechones que se habían pegado a la piel por la humedad.

De repente volvió a tener diez años y buscaba en ella la compañía que Renata se había llevado consigo.

—Está todo bien —dijo mientras le acariciaba el cabello—. No sé qué ha pasado…, pero ya estás a salvo.  

Había advertido la sorpresa de Fátima al percatarse del desorden y estaba seguro de que la pestilencia era demasiado evidente.

Le hundió el rostro en el hueco de su cuello y lo acunó hasta que dejó de temblar.

—Vámonos, Serge —dijo—. No es bueno seguir aquí.

Y él asintió, demasiado cansado para pensar.

 

*

 

La casa de Fátima era sencilla. La luz blanquecina se filtraba poco por las escasas ventanas y el aire parecía asentarse, cálido al respirar. Daba la impresión de haberse mudado hacía poco, porque las cajas aún sin abrir llegaban hasta el techo y montones de ropa permanecían regadas por el suelo.

—Bienvenido —dijo Fátima mientras apartaba una cortina que hacía la función de puerta en una de las habitaciones—. Puedes quedarte el tiempo que quieras, después de todo, no tengo muchas visitas y la casa suele estar muy silenciosa.

—Mhm-hmm.

—¿Tienes hambre? —preguntó al rato, después de que descargara la bolsa que le servía de maleta. Al no escuchar respuesta, se acercó a él y le tocó el hombro con cuidado—. ¿Serge?

Serge volteó hacia ella, con los ojos abiertos por completo y la mandíbula caída. Parecía que acababa de llegar de algún sitio muy lejano, igual de desconocido para él como para Fátima, que lo observaba preocupada. Había evitado hablar al respecto de lo que sucedió en el viejo hogar, pero tal vez era momento de traerlo a la conversación antes de que fuera más difícil.




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