El olor del desayuno caliente lo despertó por la mañana. Fátima lo llamaba desde el comedor donde la comida lo esperaba de nuevo. Era extraño verse de nuevo bajo el techo de una casa de verdad, como si Rosario no existiera, ni su tía, ni Haines, ni nadie. Solo él y Fátima, igual que tiempo atrás.
—Gracias —dijo luego de saludar.
Fátima le acarició el cabello. Una sonrisa iluminaba su rostro a pesar de las notorias ojeras que llevaba bajo los ojos; y aunque Serge decidió no preguntar al respecto, se vio impulsado a hacerlo.
—No te preocupes —respondió Fátima—. Un mal hábito mío, dormir tarde y despertar demasiado temprano. Hice algunas llamadas. A la policía.
Serge levantó ambas cejas, intrigado.
—¿Por Rosario?
Luego de un largo suspiro, Fátima asintió. Serge sabía que tarde o temprano deberían retirar el cuerpo de su madre y hermanos de la vieja iglesia, limpiar el desastre y ocultar el terror que habían visto sus paredes. Y aquel era el momento, cuando desprendían lo único que quedaba de ella.
—¿Cuándo? —añadió.
Fátima toqueteó con gesto nervioso el reloj en su muñeca. Al mirarla mejor, Serge advirtió que no solo se trataba de los oscuros párpados: había algo más dentro de ella que parecía ocultar incluso de sí misma.
Y él podía darse una idea de qué se trataba.
—Esta tarde se hará una pequeña ceremonia. No más de veinte personas, creo —dijo, con las manos apretadas contra la taza caliente.
—¿Vamos a ir?
Fátima suspiró y dio un sorbo a su bebida.
—Si quieres. Viste algo que a tu edad no deberías. Si es demasiado para ti, no tienes por qué ir…
—Quiero ir —interrumpió Serge.
—Está bien. —Se levantó de la mesa sin decir ni una palabra más y solo hasta que creó entre los dos una distancia prudente, añadió—. Sé que tienes muchas preguntas, Serge. Te prometo que hablaremos al llegar.
—Bien. —Apretó la incómoda sonrisa y se puso en pie—. Iré a ver el resto de la casa.
Sin darle tiempo a que respondiera, Serge se alejó del pequeño espacio destinado al comedor.
Todo al interior de aquellas paredes era diminuto a comparación de la casa de sus padres y del orfanato, pero desprendía la misma calidez que había encontrado en las otras dos. El sol se filtraba por cada rendija y proyectaba la luz de las telas que colgaban en el blanco tapiz, volviéndolo de colores. Caminó distraído hasta que la silueta de otra persona le sobresaltó un segundo antes de percatarse de que se trataba de su reflejo en el espejo largo al interior de la habitación principal, la única que no alcanzaba el sol.
Había evitado contemplar el deterioro de su propia imagen después del daño que Luciana le provocó. Si antes fue difícil, ahora era imposible encontrar en él el recuerdo que tenía de mejores años.
Deseó nunca encontrarla. Alejarse de ella, ¡solo esta vez!, no volver a escuchar su nombre y olvidar que corría la misma sangre por sus venas.
Las rodillas le flaquearon y se vio obligado a ponerse de cuclillas. Las piernas le temblaban y oía el sonido de sus dientes, más fuertes que la voz de Fátima llamarlo desde el otro extremo de la casa.
Se sorbió los mocos y limpió fuerte las lágrimas que habían logrado escapar hasta que la piel del rostro quedó enrojecida.
Dio un respingo cuando sintió el peso de una mano sobre sus hombros
—¿Serge? ¿Qué haces aquí? —Le hizo girar hacia ella y entonces observó los ojos enrojecidos en medio de las sombras. Le alisó el cabello con fuerza y lo atrajo hacia ella—. ¿Estás bien? ¿Pasó algo? ¿Qué ocurrió?
Meció el cuerpo de Serge hasta que las sacudidas cesaran y su respiración se tornara tranquila de nuevo.
—Todo es su culpa, su culpa, es su culpa —susurró.
—¿De qué hablas? —Pero no recibió respuesta y los espasmos cobraron fuerza.
Sostuvo a Serge como si volviera a ser el pequeño niño que acababa de perder a sus padres y ella, de nuevo, era lo único que tenía para consolarlo. Y esta vez lo haría.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que Serge se retiró de su abrazo. Se le habían acalambrado las piernas y el frío cosquilleo en la planta de los pies le molestaba desde hacía un rato, pero no se había atrevido a moverse de su posición hasta que él no lo hiciera primero.
Cuando tuvo frente a sí el rostro de Serge, secó con cuidado la humedad de sus mejillas y retiró los mechones que se habían pegado a su piel.
—¿Está todo bien?, Serge, ¿qué sucede?
Serge evitó su mirada.
Volvió los ojos hacia las baldosas y de ahí a las cajas amontonadas junto a la puerta. Retiró las manos de Fátima de encima suyo y a pesar de la expresión preocupada de su antigua niñera, se puso de pie y le ayudó a hacer lo mismo.
—Solo recordé a Rosario, es todo.
—Entiendo —dijo después de un rato—. No me imagino lo duro que debe ser para ti…, de nuevo pasar por esta situación.
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Editado: 13.06.2024