—¿Me acompañarás, Fátima?
Dejó por un momento lo que hacía y giró el rostro hacia él. Serge le observaba con los ojos bien abiertos y los labios apretados; sostenía un trapo con el que limpiaba el largo mesón de la cocina apenas unos segundos antes y jugueteaba con él entre los dedos.
Pestañeó un par de veces y Serge aclaró la voz:
—No sé qué hacer. Nunca he hecho esto. —Dejó el trapo a un lado y estiró los brazos para tomar las manos de Fátima—. Por favor, te lo pido. Acompáñame.
Fátima ladeó la cabeza y sonrió con lentitud mientras se liberaba.
—Bueno, pero no me hagas perder el tiempo —dijo después de poco—, tengo cosas por hacer.
Serge resopló aliviado y los ojos le brillaron
—¿Qué cosas?
—Ah…, es un trabajo. Debo pagar el alquiler y comprar comida, ¿sabes?
—Claro, disculpa. Es que hace una semana…
—Luego hablaremos de eso, Serge —dijo con voz dura mientras le sostenía la mirada más tiempo del que normalmente lo hacía.
Esta vez, fue Serge quien la retiró primero.
—Está bien.
Y luego añadió en silencio: «pero no es la primera vez que haces esto».
—No te preocupes. —Se levantó del asiento y cuando Serge estuvo a su lado, le revolvió el cabello y le besó en la mejilla—. Ahora ve a dormir, ya es tarde.
Serge asintió, todavía con la sonrisa en el rostro.
—Descansa, Fátima.
Descansa. Se rio de sus propias palabras cuando después de tres horas, en el silencio de la noche al interior de su habitación, descubrió que le era imposible cerrar los ojos o quedarse quieto.
Se había puesto en pie al menos una decena de veces, ido a la sala otras tantas y pasado por el pasillo aun más.
Para el último de sus despertares, el hambre se sumaba a las causas de su insomnio y al darse cuenta, se encontraba rebuscando al interior de la alacena por algo qué llevarse a la boca. Los primeros cajones solo contenían especias y cubiertos, y al abrir el más bajo y tantear dentro de él, tomó un pequeño frasco lleno hasta la mitad de lo que parecían ser golosinas de color azul.
«Bromadiolona», leyó.
Justo antes de que retirara la tapa, se encontró con una lata de atún y un par de galletas sin pensarlo dos veces, cambió los llamativos dulces que de igual forma no le llenarían el estómago y devoró lo demás antes de regresar a su habitación, y aunque creyó que estaría de nuevo con la mirada puesta en el techo, se sorprendió cuando Fátima le sacudió el hombro mientras lo llamaba varias veces.
—…te dije que no me hicieras llegar tarde. —Se escuchaba más irritada que de costumbre—. Vamos, rápido.
Arrastró los pies en dirección al baño y divagó en sus pensamientos hasta que estuvo listo. Según lo que Fátima le comentó, le habían dado la oportunidad de unirse a una escuela decente a pesar de que era agosto y sin duda, llevaba meses de estudio atrasados después de que Luciana interrumpiera la educación que recibía por parte de Rosario.
Fátima puso un plato frente a él, pero esta vez, el aroma del pan recién hecho casi le hizo vomitar.
—Lo siento, no tengo hambre.
—No estés nervioso. —Ella ya había terminado su desayuno y en vista de que Serge ni siquiera comenzó el de él, retiró los platos—. Te voy a decir algo, ¿bien?
Serge levantó la cabeza y volvió la atención hacia ella.
—¿Qué cosa?
—De niño eras muy, muy inteligente. Casi como un genio. Recuerdo que te encontraba en el estudio del Señor Cavalli mientras él trabajaba. La Señora Renata siempre me buscaba asustada porque te perdías por largas horas, pero estabas con un libro cada vez más grande. ¡No sé si entendías lo que decías! —rio—, era muy gracioso verte así. Los textos de tu padre eran de la mitad de tu tamaño y parecía que te ibas a hundir en el sillón del Señor.
Serge sonrió, con la mirada perdida.
—¿De verdad?
Fátima asintió.
—Una vez te pregunté por qué hacías todo eso, ¿recuerdas? Estabas muy joven. Tan pequeño… Y me dijiste que era porque querías ser como tu padre cuando fueras grande.
Cuando buscó de nuevo los ojos de Serge, vio que estaban brillantes por las lágrimas.
—Gracias, Fátima.
Fátima respiró con fuerza y por un momento pareció que salía de una extraña ensoñación.
—Vamos, se nos hace tarde. Trae tus cosas.
*
Serge se negó al principio a usar el casco mientras Fátima manejaba, pero había cedido después de varios intentos y por ello, en cuanto puso un pie en el suelo del liceo que aceptó su ingreso, sintió que el aire entraba por fin a sus pulmones.
El cielo apenas se teñía con los primeros colores de la mañana, pero Serge temía que hacía demasiado calor y la sensación de dos parches húmedos bajo sus axilas parecía confirmárselo; sin embargo, el tacto de las manos de Fátima sobre las suyas era cálido, para nada pegajoso. Acababa de guardar un folio amarillo dentro de la Vespa y ahora se encontraba a su lado.
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Editado: 13.06.2024