Tal como Fátima le había dicho, la casa estaba vacía al volver del liceo. Llamó un par de veces para asegurarse de que solo él se encontraba en casa, y el silencio le otorgó la respuesta. La Vespa de Fátima no estaba aparcada junto al andén y el aire le supo a rancio, como si nadie estuviera desde la mañana.
Miró la mano que apretaba al costado. El sudor había derretido gran parte del cubito de bromediolona y después de que Anna Conti le dijera de qué se trataba, le inquietaba saber por qué Fátima lo guardaba consigo, más que su exagerada reacción.
Se dejó caer en el viejo sofá y cerró los ojos para permitirse descansar. Desde hacía mucho tiempo notaba un extraño cansancio consigo, como si le pesaran los músculos y la cabeza se le embotara de tantas cosas que residían en su memoria.
El sonido de la puerta principal le despertó dos horas después, bien entrada la noche, y escuchó a Fátima llamarlo; dos parches enormes le teñían la piel debajo de los ojos y el maquillaje estaba agrietado. Pasó a su lado sin saludarlo y solo hasta que él le gritó que volvió a la realidad y lo detalló de pies a cabeza.
—Acá estás.
Serge asintió con los labios apretados.
—Son casi las nueve. ¿Volviste de pagar el alquiler? Es tarde.
—Lo sé —dijo mientras se acomodaba unos mechones de cabello—. ¿Qué tal el liceo?, ¿te comportaste?
—Claro. Creo que no le agrado al maestro.
Fátima esbozó una rápida sonrisa y estuvo a punto de responder, pero Serge le interrumpió.
—¿Por qué hiciste lo de hoy? Todos hablaban de eso.
—Eso… ya no importa, pero te debo una disculpa.
Serge se retiró cuando Fátima se le acercó con los brazos alargados hacia él y la observó con el gesto torcido en una mueca de desagrado.
—¿Qué es lo que guardas en el frasco?
Por un instante, Fátima palideció; sin embargo, recobró la compostura rápido y soltó una delicada risa que hizo a Serge fruncir el ceño. Le indicó que la siguiera hasta las gavetas y le permitió rebuscar en su interior, pero no había rastro del veneno.
—No sé de dónde lo conseguiste, Serge, pero te has confundido. ¿Por qué necesitaríamos esa porquería? —Limpió sus manos en el delantal que acababa de colocarse y le dio la espalda para encender el fuego.
Serge compartía la misma pregunta.
«Mi padre trabaja en una farmacia», había dicho Anna Conti mientras caminaban juntos a casa. Fueron las primeras palabras que le escuchó desde que salieron del liceo, luego de media hora de caminata. Todavía tenía los ojos llorosos y avanzaba con los pies arrastrados y la mirada sobre las grietas del suelo.
«¿Qué fue lo que se tragó?», se atrevió a preguntar.
La manera en que le vio, como si se tratara del asunto más obvio, le encendió las mejillas y le revolvió el estómago. Entonces le contó qué era aquello que él había confundido con un puñado de golosinas y de repente, se sintió un tonto y prefirió haberse quedado callado.
«¿Nunca han invadido las ratas tu casa?»
Encogió los hombros sin verle y después de eso se mantuvieron en silencio, salvo las pocas veces que Anna volvía a sollozar mientras recordaba en voz alta unas cuantas anécdotas de Romeo.
«Te habría gustado, era muy lindo. Incluso le íbamos a hacer una toga para cuando nos graduáramos», suspiró. «Había llegado al liceo desde el primer año y de seguro sabía mucho más que varios de nosotros».
Y Serge, sin saber cómo responder a aquello, le brindó de nuevo la intimidad que necesitaba para derramar algunas lágrimas mientras él trataba en vano de encontrar entre las telarañas de sus recuerdos alguna vez que su madre o Rosario se quejaran de la presencia de roedores.
—Pensé que podríamos necesitarla.
Se sumó al mismo silencio de Fátima y apenas pestañeó cuando ella le dirigió una pesada mirada de la que jamás la habría pensado capaz.
No comprendía a la persona que tenía en frente suyo, y menos el porqué de su extraño comportamiento, tan maternal en ocasiones y de repente tan ajeno, como si dejara de reconocerlo.
—Fátima —la llamó de nuevo, después de un rato de haberse dado la vuelta para continuar con sus labores—. No sé qué es lo que me tratas de ocultar. Nunca hablas de ti y si te pregunto pareciera que lo ignoraras a propósito.
Rodeó el mesón que los separaba y cuando la tuvo a un brazo de distancia, la sujetó de ambos hombros y le obligó a mirarla.
—Prometiste que lo harías. Dijiste que sabías también lo de mi hermano, ¡deja que evitar el tema! ¿Qué tratas de hacer? ¿Qué sabes y no quieres decirme?
Fátima se zafó de él con un movimiento brusco. El pecho le subía y bajaba con fuerza, y Serge escuchaba el sonido de una acelerada respiración. Bajo su tacto se había percatado del temblor de Fátima y por un instante creyó que era injusto para ella su insistencia respecto al pasado.
Se separó de ella a una distancia prudente, pero por más que tratara de aclarar sus ideas, su mente volvía a la noche anterior y al pobre gato muerto del liceo.
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Editado: 13.06.2024