La puerta se abrió varios días después, mientras Serge estaba en casa la noche del domingo. Había salido de su habitación con un montón de ropa sucia revuelta enredada entre los brazos cuando volvió a ver el rostro de Fátima, envejecido desde la última vez.
—Serge. —Fue su saludo, casi sorprendida de que todavía viviera ahí. Sus ojos parecían cubiertos por una densa capa que evitaba observar en ellos cualquier pizca de emoción.
Se dio cuenta de que tenía la boca abierta y había perdido el aliento. Por un instante solo recordó las palabras y la angustia de Anna Conti al considerar la posibilidad de que Fátima estuviera muerte y logró sentir alivio; sin embargo, un pensamiento mucho más pesado, más fuerte, terminó por llenar su mente justo antes de que Fátima terminara de hablar.
¿Por qué?
¿Por qué había regresado?
Él lo había sopesado todo este tiempo. Leyó cada una de las cartas más de una docena de veces y levantó cada pertenencia de Fátima, para luego dejarlas donde antes se encontraban. «Solo por si acaso volvía y él estaba por fuera».
Estaba más que seguro que no podía permitirse que ella supiera lo que él había descubierto y hasta entonces debía evitar aquello que en primer lugar, causó su partida. Y por eso, mientras Fátima hizo el amago de buscar el pomo de la puerta, Serge soltó el bulto de ropa y corrió hacia ella.
—Fátima, estás bien. —Escuchó el aire salir de sus pulmones cuando le rodeó con los brazos.
Le apoyó la cabeza sobre los hombros y la acercó hacia él. Sentía el corazón de Fátima latir fuerte contra su pecho.
—Suéltame —dijo después de un rato, apenas audible—, no puedo respirar.
—Lo siento. —Aflojó el agarre y se alejó de Fátima—. ¿Dónde estabas?
Fátima puso los ojos en blanco y resopló con pesadez.
—Ahora no, Serge. Por favor.
Serge asintió en silencio. «¿Por qué no?», no complicaría la situación tan pronto, y cuando Fátima pasó a su lado, con la espalda contra la pared y la mirada sobre la suya, sonrió tal como había practicado los últimos días frente al espejo.
—Estaba por lavar. —Señaló el montón de ropa en el suelo—. ¿Tienes hambre?, puedo preparar algo.
Fátima apretó los labios un par de segundos antes de ceder.
—Gracias. Me cambiaré mientras tanto.
—Claro —dijo—, ponte cómoda. Ya estás en casa.
Fátima hizo un ademán con la cabeza, volvió los pocos pasos que había avanzado de vuelta a su habitación y cerró la puerta tras de sí.
Serge esperó unos segundos hasta que escuchara el ruido del movimiento al interior y se acercó, apenas con las puntas de los pies sobre las baldosas. Aguzó el oído y aguantó la respiración; sentía tenso cada músculo de su cuerpo y el vaivén de la sangre en ambas sienes.
Esperó varios minutos en vano a que Fátima se delatara, pero solo podía escuchar el sonido de las hojas moverse y los cajones abrir y cerrarse, y ahora que sabía qué se ocultaba al otro lado, podía imaginarse a Fátima moverse de un lado a otro de la habitación, en búsqueda de algo fuera de lugar.
Reprimió la risa que comenzaba a formarse al fondo de su garganta: no encontraría nada.
En ese momento, escuchó un leve murmullo bañado en preocupación.
«Parece que todo está en orden».
Silencio.
Se preguntó si al igual que él, ella estaría esperando junto a la puerta. Corrió a la cocina y prendió un par de fogones y abrió la llave del lavaplatos antes de volver a su posición.
«…parece que no. Me recibió mejor de lo que esperaba, si te soy sincera, Mauro».
La voz entrecortada por la mala señal respondió algo y Fátima suspiró para ahogar un sollozo.
«¡No sé qué hacer! No puedo simplemente irme».
Y luego añadió:
«Ya te dije que no puedo olvidarlo. ¡Sabes cuánto sufrí allí! Es un psicópata. ¡Es malvado!»
Las palabras eran más claras.
Serge miró la luz que se colaba en la rendija entre la puerta y el suelo: la sombra de Fátima se resbalaba de una esquina a otra.
«¡Sí, la traje! No me estreses, Mauro. Solo la usaré si es necesario».
La voz al otro lado de la línea se escuchó dura, como si le riñera.
«Sabes lo que le hizo a su hermano. ¡Las pruebas son y seguirán siendo contundentes! ¿Quién más tendría las manos tan pequeñas?, ¡estaban pintadas en el cuello de Martín! No, espera. No, escúchame tú, ¡esta fue tu idea en primer lugar! Entiende, Mauro, si se entera de que…»
No pudo escuchar el resto: la madera chirrió y después de aquello hubo un largo silencio.
Serge descubrió entonces que estaba temblando y que los ojos le ardían a pesar de las lágrimas que le bajaban por la cara. Secó fuerte los párpados y cuando supo que era el fin de la conversación regresó a la cocina y abrió un par de embutidos. Para cuando Fátima se asomó por encima del mesón que los separaba, volvió a ofrecerle la réplica de una sonrisa prefabricada mientras preparaba un par de platos para servir la cena.
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Editado: 13.06.2024