Muerte en el quirófano

PACIENTE 16

—¡Qué alivio que haya vuelto, Serge! —Anna Conti soltó las manos de Serge, húmedas por el sudor, luego de varios minutos. Había soltado un largo suspiro en cuanto escuchó las buenas noticias, como si gracias a aquello se liberara de una culpa que no tenía cabida, pero cargaba junto a su propia preocupación—. ¡Siento que ya puedo respirar, después de tantos días!

Serge observó cómo Anna se deslizaba alrededor de los escritorios, con los pies apenas sobre el suelo. Se trataba de una danza torpe, pero que de todas formas le mantenía con los ojos sobre ella.

Estiró las piernas, que colgaban desde el alféizar de la ventana. Aquel descanso previo a que la clase de Antonio Greco diera inicio era la mejor parte del día.

—Sí —concordó mientras su atención se volvía hacia la calle al otro lado del cristal—. Volvió a salvo. Ya todo está bien en casa.

—¡Oh, Serge!, ¡debo ir a verla! —dijo en cuanto regresó a su lado—. Por favor, estuve tan angustiada.

 Serge torció el gesto, no muy convencido de la propuesta de Anna; sin embargo, ¿cómo podía negarse a una petición como la que hacía? Había estado tan involucrada en la larga espera como él, sin abandonarle ni un solo segundo de los que su padre le permitiera estar fuera de casa.

—¿Tienes permiso?

—¡No necesito permiso para ir a ver a un buen amigo! —respondió, con la voz teñida de indignación. Entonces, Anna soltó primero la carcajada y luego Serge se le unió—. Estoy segura de que dirán que sí. Mi madre incluso encendió una veladora la noche pasada. Todos estábamos al tanto de lo que sucedía.

Y al percatarse de la tensión en sus mejillas, Serge se sorprendió de la sonrisa que apenas y había logrado ocultar, pero antes de que pudiera contestarle, la puerta pareció estallar en el instante en que Antonio Greco entró al salón.

 —Buenos días, mil disculpas por la tardanza.

Anna disimuló una risita cuando Serge le dijo entre dientes:

«Es el único que tiene permitido».

Antonio fijó su atención en Serge. Por un momento, todos aguardaron a que uno de los dos rompiera el silencio. Serge sabía que su maestro tenía el mismo deseo que él de verle por el par de horas que durara la clase. A lo largo de los días, en vez de que la primera impresión se diluyera, había florecido en ambos una extraña urgencia de que el otro quedara en ridículo. A veces, incluso esperaba aquel instante de la mañana para descargar el estrés producto de los eventos relacionados con Fátima o del recuerdo de Luciana.

Escuchó a alguien toser en la otra esquina del salón y el trance se acabó.

—Serge Cavalli, no puede sentarse en ese lugar, castigo. Dania Villa, prohibido comer, castigo. Otis Berger… —Antonio le recorrió de arriba a abajo en silencio y suspiró—. Castigo.

Otis se encogió de hombros.

»¿Podría decirme alguno de ustedes en dónde quedamos ayer?

Sergio notó que una mano se elevaba por encima de las cabezas y luego, Antonio empezó a vomitar información como si de repente ya no le fuera necesario respirar. Anna buscaba su mirada cuando el maestro les daba la espalda y él le correspondía con una apretada sonrisa pálida por la presión que ponía sobre los labios.

Un papelito arrugado le golpeó el zapato. Al abrirlo, se encontró con el estilizado trazo de Anna.

«¿Quieres comer en mi casa?»

De inmediato envió de vuelta el mensajito.

Sabía que estaba a punto de entrar al fuego, pero prefería ver qué expresión haría Anna en cuanto leyera su respuesta.  

—Serge. Doble.

El traje planchado a la perfección de Antonio se interpuso entre él y Anna, justo cuando ella desenvolvía el papel.

—¿Cómo?

Antonio frunció el ceño, molesto mas no sorprendido de la respuesta de Serge, y pasó ambas manos por la fina tela para alisarla aún más.

—Veo que no me presta atención, joven Cavalli, ¿puede decirme de qué hablábamos hace un momento?

Serge dio un vistazo a la pizarra solo para encontrarla vacía.

—No, señor —dijo, y un destello de malicia iluminó los ojos de Antonio.

—En ese caso tendrá que quedarse una hora de más. Felicitaciones, Cavalli. Tal vez ahora entienda que no puede hacer lo que se le plazca durante mi clase.

Soportó la cruda mirada de Antonio unos segundos y luego respondió:

—Sí, señor.

 

*

 

Cuando faltaba el último minuto de su castigo, Serge se levantó y caminó hasta el escritorio donde Antonio Greco aguardaba junto a él mientras revisaba los informes de una entrega pasada. Al percatarse de su presencia, bajó las gafas que usaba para leer hasta la punta de la nariz y las fosas nasales se le abrieron como las de un animal que parecía estar a punto de saltarle encima.

—Ya puedo irme.

Greco pestañeó un par de veces, aturdido, y revisó el delgado reloj de su muñeca. Los ojos se le abrieron hasta ser dos círculos casi perfectos un instante y retomó de inmediato su frío gesto usual después de carraspear la garganta.




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