Muerte en el quirófano

PACIENTE 24

Serge levantó la cabeza, alarmado de nuevo por la brusca tos de Haines que le interrumpía por quinta vez en los escasos diez minutos que llevaba junto a la cama de una niña, que le observaba con el mismo gesto preocupado que él.

—Tranquila, Cathy, estoy bien. Solo es un poco de tos.

Haines le pasó la mano por entre los casi inexistentes mechones de cabello que todavía decoraban la cabeza de ella. Serge miró el expediente clínico, pero Haines se le adelantó.

—Catherina Lombardo. Once años. —Le pidió a Serge con un gesto que le siguiera, a unos metros de distancia de la pequeña camilla—. Su hermano la ingresó para mantenerla a salvo de su padre. Creo que le hizo cosas terribles, porque lloraba cada vez que uno de los hombres se le acercaba.

—¿Once años?

Serge le miró de soslayo. Así, tan menuda, con el cuerpo apenas capaz de soportar el peso de su cabeza, le parecía imposible que pasara de los seis.

»¿Dónde estuvo el hermano hasta entonces?

—Tal vez no lo sabía. Su familia es del sur, pero el hermano vino por motivos de estudio. Es un buen muchacho… Hablé un par de veces con él, pero será la primera vez que nos veamos. No creo que… —su atención se resbaló hacia Cathy por un instante, justo donde los moretones alrededor de los brazos y los tobillos ya tenían un aspecto amarillento—. En fin. ¿Qué exámenes le hacen falta?

Serge permaneció un par de segundos en silencio antes de reaccionar y rebuscar entre la carpeta repleta de folios, el expediente de Catherina.

—Solo unos exámenes de sangre. Y que le ajusten las comidas…

—Bien. —Haines suspiró. Los primeros días, a pesar de tantos años de experiencia, tuvo miedo de que la pequeña Cathy se rompiera con solo moverla de la camilla al suelo. La piel le colgaba en los huesos y esos ojos… como muertos en vida, que le siguieron en silencio por una semana antes de que la muerte finalmente cediera.

No quería volver a ver esa clase de mirada.

Serge le sacó de sus pensamientos.

—Solo queda Mattia.

Haines carraspeó y revisó la lista de pacientes para confirmar. De los veintitrés que tenía a su cargo en ese momento, solo un nombre faltaba por marcar.

—Enzo lo cambió de habitación.

—¿Volvió a agitarse?

Haines lo guio por un enorme corredor, similar a los que ya conocía bien por experiencia propia. Sabía que a la derecha estaría el único ascensor, que solo podía abrirse con la llave que le colgaba siempre al Dr. Hoffmann del cuello. Al interior encontró dos botones: uno para la planta más baja y la que lo llevaría de regreso a la superficie.

¿Era tan necesario, en verdad?

Sin embargo, era incapaz de refutarle cualquier cosa. A este punto, incluso había bajado una vez, aunque custodiado, para recoger de uno de los pacientes un plato a medio comer.

—Está peor que nunca. Me recuerda…

Haines calló de golpe; no obstante, Serge sabía bien cómo iba a terminar la frase y en cambio, fregó la espalda encorvada de su tutor hasta que la mano se le puso caliente.

—Eres un buen médico, Haines.

Y él rodeó con los manchados dedos el brazo de Serge y palmeó suave, con una sonrisa cansada.

—Siempre que obtenemos un avance, se vuelve peor que antes. Temo estar sin muchas más opciones.

Serge tomó aire cuando las puertas del elevador se abrieron y empujó la silla de ruedas al interior. Marcó el botón y esperó a quedar de nuevo a solas, ajeno de las miradas recelosas de algunos cuantos enfermeros.

—¿Qué pasaría si alguien… no lo logra?

Haines volvió a toser.

—¿Cómo?

—Quiero decir… Si no progresa…

La mirada de Haines se ensombreció por un segundo, pero disimuló aquello que le hubiera atormentado en secreto, al revisar la hora en su reloj.

—No lo sé, no ha ocurrido hasta el momento.

—Ah, ¿en serio? —El ruidito del ascensor al abrirse le interrumpió—. Sabía que eras bueno. Entonces él también mejorará —añadió mientras Haines introducía el código que abría la puerta metálica—, solo es cuestión de tiempo.

Un rápido vistazo, y memorizó los dígitos de la pequeña pantalla.

«6234».

—Eso espero.

Como si anunciara lo que estaban por presenciar, Serge dio un respingo por el chirrido de la puerta y pudo verse en los zapatos del Dr. Hoffmann cada que baja a verlo, cuando estuvo confinado.

El panorama rozaba lo criminal. Varias huellas de sangre seca decoraban los muros y más gotas oscuras se esparcían por el suelo y sobre las blancas sábanas, hechas un ovillo junto a la esquina más alejada de la entrada.

—¿Qué pasó…? —Serge dio un paso al interior de la habitación. Dos de los enfermeros mejor entrenados cuidaban el lugar; aguzó la vista, pero no pudo reconocerlos.

Al principio no encontró ninguna señal de que estuviera dentro, pero distinguió después de un rato el suave movimiento de las sábanas, al compás de la respiración de Mattia.




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