Muerte en el quirófano

PACIENTE 25

El ruido era insoportable, tanto como nunca había escuchado Serge. Ni siquiera recordaba que en el hogar de Rosario gritaran alguna vez de esa forma; sin embargo, no eran chillidos horror, ni luego les seguía el llanto. A pesar de encontrarse una planta más abajo, donde solía instruirse a diario con los textos que le encomendaba Haines, concentrarse ese día le costaba más de lo normal. Por eso, no se sorprendió cuando se vio agradecer en silencio a Enzo cuando interrumpió su lectura.

—¿Haines me llama? —preguntó antes de que el fiel gorila del doctor dijera algo.

Enzo entró por completo al estudio y asintió. Los párpados eran dos parches oscuros y bostezó un par de veces mientras Serge recogía sus cosas y las guardaba en la maleta que le había prestado Haines: el par de libros de medicina, su agenda… y el expediente de su madre.

De pie, levantó el cuello para ver a Enzo directo a los ojos.

—¿Dónde está?

—Segundo piso. En el corredor para eventos.  

Serge miró la hora en el viejo reloj de la pared.

—No son las siete. Creí que estaría en su oficina.

Enzo cerró la puerta detrás de él, una vez ambos estuvieron fuera del saloncito que Haines había adecuado para él.

—Subió hace media hora. Necesita tu ayuda con los preparativos del evento de hoy. —Dio media vuelta para marcharse, pero al tercer paso volvió el rostro hacia Serge y le dedicó una dura sonrisa—. Debo admitir que ha sido una buena idea.

Serge frunció el ceño.

—¿Qué cosa?

—Incluso los grandes ayudan. Creo que es la primera vez que los veo comprometidos con algo —añadió Enzo antes de desaparecer al dar vuelta en una esquina.

Solo de nuevo, afianzó el agarre de la maleta de mano y la llevó al pecho. Rebuscó al interior la carpeta que perteneció a su madre y la observó un momento. La única fotografía que poseía era la de su padre y hasta entonces el rostro de su madre solo permanecía en su memoria, que distorsionaba los detalles de sus facciones. Pero ahí, junto al nombre escrito a máquina, volvía a contemplar el rostro de su madre, joven, poco antes de su muerte.

—No te preocupes. No creo una palabra de las mentiras de las que me quiso convencer.

Guardó el expediente de nuevo y bajó hasta la segunda planta. Apenas puso un pie en el corredor, el sonido de un violín acompañado por el piano del salón de eventos llegó a sus oídos. Las puertas estaban decoradas con pancartas y una cadena de luces alumbraba sus pasos desde el techo. Y los gritos… Aquella era la fuente del ruido que había escuchado dos pisos más arriba.

Haines estaba de rodillas y un montón de niños saltaban a su alrededor, al son de la melodía. Se acercó a él y casi cayó cuando varios de los pequeños se colgaron de sus piernas.

—¿Me llamaste?

El doctor alzó la vista, cansada como la de Enzo, pero sus ojos parecían brillar y las lucecitas que colgaban por todo el salón centelleaban sobre sus pupilas.

—Se ven tan felices, Serge. Gracias.

Sonrió, con el rostro enrojecido.

—Creí que los animaría un poco. Debe ser duro estar fuera de casa, encerrados en esas habitaciones.

—Claro que sí —dijo Haines—. Ahora traerán más cosas para el árbol; por favor, ayúdame a cuidar de que ninguno se caiga por dárselas de ingenioso.

Serge asintió y se dirigió al fondo del salón donde se encontraba un árbol de poco más de dos metros. No pudo evitar verse a sí mismo, hace años, tan emocionado como los niños que corrían de un lado a otro con las decoraciones. Extrañó la calidez que desprendía la chimenea de su casa, el tranquilo murmullo del fuego y la voz de su madre, animándolo a destapar los regalos apilados bajo el follaje, y la risa de su padre de fondo.

Ya nada de eso existía. No valía la pena escarbar más en el pasado.

Buscó entre los rostros conocidos. Cathy estaba junto a Haines, colgada de su espalda; según la ronda de esa mañana, había subido un poco de peso y se le veía mejor. En cada esquina se encontraba con los pacientes cuya historia se sabía casi a la perfección.

Estaban todos, menos Mattia.

Se planteó preguntarle el porqué a Haines, pero no valía la pena, a sabiendas de la respuesta que le daría. Sin embargo, ¿Mattia querría participar? Toda esa soledad, ¿era en verdad buena? ¿Siquiera necesaria?

«6-2-3-4».

Dio un vistazo a Haines. Le daba la espalda y lucía ensimismado en el plato de galletitas que habían traído de cafetería.

Se obligó a respirar hondo y tratar de distraerse. Para su fortuna, en ese momento apareció un joven médico con un par de cajas repletas en ambas manos, que apenas podía ver por dónde caminaba. Corrió hacia él y le ayudó a descargar.

El doctor sonrió agradecido, y cuando Serge abrió la boca para preguntarle si necesitaba algo más, sus ojos se fijaron en el bordado de su bata.

—¡Pol! —Dijo apenas con voz.

Dr. Pol Barbieri. ¡Qué bueno era encontrarse con alguien amigable como él! Por fin podría tener a alguien con quien más hablar, que no fuera el viejo Haines o Enzo, que más que acompañarlo, en ocasiones parecía que todavía tenía órdenes de vigilarlo.




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