Muerte en el quirófano

PACIENTE 26

A la mañana siguiente, Haines despertó a Serge apenas salió el sol. Era de esos días en los que se podía olvidar de su edad y los dolores que rara vez le permitían descansar. La verdad se veía varios años más joven. Como cuando lo conoció, de la mano de su tía Luciana.

Sin embargo, sabía que era un espejismo. Detrás de la ilusión permanecía el viejo hombre frágil que lo había torturado hacía tiempo y ahora pretendía convertirse en su padre.

—Estuve pensando —dijo.

—¿Qué? —Serge se frotó los ojos, molesto por la luz de la bombilla. Tanteó el reloj de mesita a su lado y miró la hora. No eran ni las siete de la mañana.

¿Cuánto había dormido?

—Tenías razón ayer. —Y al ver el gesto confundido de Serge, continuó—. Ese muchacho. No está bien hacerlo a un lado de la forma en que… Bueno. Creo que sería de ayuda que conviviera con el resto. En especial en estas fechas.

Hubo un silencio apenas interrumpido por el apenas perceptible sonido del tic tac.

»Sus tutores no responden. Nos lo dejaron.

Serge respiró hondo. La sensación de una gruesa espina clavada en su pecho lo había terminado de despertar y no pudo evitar sentir de nuevo la autocompasión que lo acompañó en su propia soledad, allá en el sótano donde vivía Mattia en su lugar.

Pero en vez de alegrarse por el muchacho, notó la urgencia en sus palabras cuando habló:

—¿Ya bajaste a verlo?

Y luego, el alivio al ver a Haines negar con la cabeza.

—Pensé que querrías ir conmigo. Después de todo fue tu idea. Y te agrada el chico.

—Claro.

Pasó las manos por el pantalón para secarse el sudor y cuando miró a Haines, descubrió que este también le observaba con demasiada atención.

Se preguntó si acaso había esperado una reacción diferente y si en cambio la suya hizo que la vieja máquina comenzara a encenderse.

Pensando.

Debía hacer que dejara de pensar sobre él.

Porque entendía lo peligroso que era aquello, si tantas vueltas lo llevaban a la verdad.

Sabía que jamás le perdonaría lo que había hecho. Ni lo que tenía en mente hacer cuando llegara el momento.

Por el contrario, volvió a crear distancia entre ambos y echó la silla de ruedas hacia atrás.

¿Sabía lo de la llave?

¿Existían esas cámaras?

¿Qué tanto sabía?

—Ponte presentable, Serge. Vamos a pasar la ronda y…

—Espera, Haines —le cortó—. Me habías prometido que iría solo esta vez. Es tu día libre, recuérdalo.

Haines torció el gesto, al parecer no muy contento con la respuesta… De nuevo. Sin embargo, después de un rato de quedársele viendo a la puerta en silencio, metió la mano debajo de su camisa y sacó la llave. Una punzada de culpa le atravesó justo en el mismo lugar cuando Haines se la colgó en el cuello y le hizo prometer que cuidaría de ella.

Antes de que el inesperado remordimiento le hiciera hablar de más, empujó la silla de Haines fuera del estudio que le servía también como habitación y cerró la puerta con seguro.

Fue cuando se dio cuenta de que la presión en su pecho se debía a que llevaba un rato sin respirar.

—Estaré en mi oficina —dijo Haines al otro lado. Lo escuchó toser y de repente, la imagen de un rejuvenecido Haines se desmoronó y trajo de vuelta al quebradizo anciano.

No respondió.

Enrolló la cadena de la que pendía la llave entre los dedos. Se preguntó si Mattia había aprovechado la oportunidad para escapar y si era así, en dónde se encontraba. Estaba claro que al menos por ahora, no había dado con Haines ni ninguno de los gorilas y no sabía si aquello le aliviaba o le preocupaba más.

«Cálmate, Serge», se dijo. «No hay manera de que lo relacionen contigo».

Oh, pero claro que podían.

Echó una rápida mirada por encima del hombro. El folio de su madre le regresó el silencioso saludo.

Sí.

Claro que lo harían.

Sería el fin de todo, a menos de que hiciera algo al respecto. ¿En serio fue tan estúpido de arriesgarlo todo? El viejo doctor había depositado su confianza en él y fuera recíproca o no, eso significaba que tenía un futuro en otra parte donde no supieran nada de Luciana, ni Fátima, ni del desafortunado hombre que le llevó al hospital.

No sabrían nada de él, tampoco.

Empezaría de cero… Y lo haría bien.

Apretó la llave hasta que le dolió la presión del metal contra la carne.

¡¿Qué mierda había hecho?!

 

*

 

Veinte minutos más tarde, Pol le esperaba, carpeta en mano, para comenzar la ronda médica de la mañana. Serge le saludó cauteloso, a sabiendas de que podía haber por los pasillos un muchacho sin uso de la razón, que conocía al hombre que lo había liberado como «el doctor Pol»; no obstante, el joven médico le recibió de buen grado, como si el incómodo encuentro del día anterior no tuviera importancia y todo comenzara de nuevo.




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