Muerte en el quirófano

CUARTA PARTE: DR. CAVALLI. PACIENTE 30

Tuvo la fortuna de que la universidad le brindara cobijo, aunque no necesitaba del dinero; tan pronto como terminó los trámites y estuvo establecido, recibió una carta que lo citaba para la entrega de la totalidad de la herencia del buen Carlo Cavalli y unas cuantas joyas que se habían salvado de las garras de Luciana, pertenecientes a su madre.

Decidió guardar su recuerdo y actuar como si jamás hubiera visto el dinero. Solo así no viviría presa de él, como había hecho Luciana.

El primer año fue el más solitario. Nuevo, pálido y extraño para el resto, tuvo problemas con un par de compañeros y terminó aislado la mayor parte del tiempo, evitando las peleas y las discusiones innecesarias. Todavía no estaba en confianza y temía que Mauro o algún policía apareciera un día cualquiera y aprovechara el altercado para indagar de más; sin embargo, sus miedos solo permanecieron en su mente y con la llegada del segundo ciclo, aunque los cuchicheos a su alrededor continuaron, tenían un matiz diferente.

El sol y el esfuerzo habían hecho su trabajo y el tiempo bajo el cuidado de Haines, debía admitir, lo tenía por encima del promedio de su clase. Tanto así, que aquellos que una vez le habían apartado, ahora bajaban la mirada cuando pedían ayuda y Serge, el perfecto estudiante, solo los veía desde el asiento, erguido por completo, saboreando el momento.

Sentía que había logrado la cúspide, y mientras otros alzaban las manos por sus migajas, apretaba los puños y trataba de mantener el control.

¿Lo detenían las palabras de Haines o su propio temor de convertirse en un monstruo y volver a desconocerse cuando se encontraba con su imagen en el espejo?

Ya no recordaba el temor de ser presa y con cada día que pasaba la idea de que fuera acusado se hacía más y más borrosa hasta que dejó de pensar en ella.

Pero ahora tenía un nuevo problema: se aburría demasiado. ¿Era su culpa? No, cómo podría serlo. Más bien, de aquellos que ahora comenzaban a perderle el ritmo y se quedaban atrás a pesar de siempre estar con las narices dentro de interminables libros de texto por horas, desde el primer rayo hasta bien entrada la noche.

¿Qué ganaban con ello?; en varias ocasiones quiso prevenirlos de lo mucho que desperdiciaban su tiempo, que el considerable periodo de prueba que les otorgó había caducado hacía mucho. Que el resultado volvería a ser el mismo.

Se extrañó cuando comenzaron a apartarlo de nuevo.

«Tratan de igualarme», reía para sus adentros, «o debo de intimidarlos demasiado».

¿Cómo no? Los maestros lo adoraban; incluso, de vez en cuando le llamaban a la hora del almuerzo cuando lograban encontrarlo a solas. Últimamente prefería su compañía, en vez de la de uno de sus compañeros.  

Les tenía lástima.

—Apártate, Cavalli, si no vas a avanzar.

La voz de una mujer bajita que de vez en cuando veía en sus cursos le sacó de sus pensamientos.

Correspondió a su petición, extrañado de que la regordeta muchacha se le hubiera acercado, si a duras penas formaba una frase; no obstante, sus palabras tuvieron la dureza suficiente para captar su atención.

—¿Quién te crees para hablarme así?

La extraña se presentó como Lorena, y Serge advirtió que a pesar del choque inicial, se veía incluso relajada.

»Hazte en tu lugar y no fastidies.  

Y a diferencia de la hostilidad con la que le hubiera respondido otro de sus compañeros, Lorena soltó una pequeña risa y obedeció sin protestar. Después de eso, en los breves minutos que tardaba la fila en llegar hasta la barra de la cafetería, intercambió unas cuantas anécdotas con ella.

Práctica, nada más.

Había pagado la larga estancia con Haines con la frustrante dificultad que veía a la hora de interactuar con alguien de su edad. Tuvo la corazonada de que lo hacía decente, hasta que Lorena lanzó un chiste de doble sentido que Serge no logró captar.

—¿Cómo?

Las mejillas de Lorena ardieron y se enredó al formular una respuesta; sin embargo, alguien fuera de la fila le llamó y pronto la vio alejarse mientras daba codazos a los estudiantes distraídos para abrirse paso.

La siguió con la mirada un poco más hasta que la perdió por completo de vista y no supo el qué, pero algo en ella le evocó un fugaz recuerdo de su madre, más que suficiente como para que durante semanas enteras permaneciera su imagen presente.

«Es más sencillo si los dos somos raros», había dicho como si fuera de lo más normal cuando se le escapó la pregunta cargada de malicia de si ya había descubierto cómo hablar.

¿Cómo podía compararlo con ella?

A veces, durante la noche, se llenaba de una rabia sin origen. ¿Por qué? Habían pasado muchos años y casi todo ya estaba extinto.

Desde entonces, las escasas veces en las que la vio cruzar por una esquina, irrumpir en una conversación ajena…, estaba su madre ahí. Lorena, con el cabello y los ojos oscuros, no se parecía en nada a su madre. ¿Era algún gesto cuyo residuo permanecía dentro?, ¿o era la manera en que reía cuando escuchaba incluso la peor de las bromas?




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