—...estoy hablando, Cavalli. ¿Doctor? —Una mano se sacudía frente a sus ojos, despabilándolo.
Reaccionó al tercer intento y le miró. El rostro de su recién contratada secretaria estaba a poca distancia del suyo y la sorpresa la hizo echarse hacia atrás.
»Qué susto, doctor Cavalli. —Se alisó el cabello con la mano que tenía libre. En la otra cargaba los folios de los próximos pacientes.
Serge alzó una ceja. ¿Por qué tenía el presentimiento de que su asistente le temía?
—Milena. —Escuchó su voz ronca, como si hubiera dormido largas horas. Se acomodó en el asiento y se apoyó sobre los brazos—. ¿Ocurrió algo? Solo estaba pensando.
Había quedado absorto con la mirada en una de las esquinas del pequeño consultorio. La verdad no había dejado de repasar los fragmentos de memoria que tenía, cada uno más borroso que el anterior, de su encuentro con Lorena.
—No, señor, pero lleva una hora sin iniciar la siguiente consulta y los pacientes están esperándolo. ¿Sí lo recuerda? Los de su programa, antes de que lo implemente al resto del pueblo… y si tiene suerte, alguna ciudad —añadió, con una diminuta sonrisa—. Le irá bien, por ahí escuché que usted era muy bueno.
Cierto.
Serge suspiró y las comisuras de sus labios se alargaron con lentitud. Todavía tenía agazapado los restos de sus recuerdos bailando frente a él.
—¿Cuántos son? —Miró el reloj. Faltaba poco menos de veinte minutos para las ocho de la noche. ¿Todavía quedaba gente por fuera?—. Creí que podría ir a casa pronto. Debió llamarme antes.
La secretaria agachó la cabeza y la hundió entre los hombros. Serge trató de relajar el semblante: debía ser comprensivo. Después de todo, apenas era su… ¿quinto?, ¿sexto día? Había llegado al final de su primera semana de trabajo, luego de que las anteriores dos personas que habían tomado el trabajo decidieran marcharse.
Repasó la silueta de Milena de refilón. Era una lástima que no le interesara en lo absoluto el rostro bañado en pecas y siempre más pálido que los demás. No le gustaba observar demasiado esa tez grisácea ni los oscuros párpados; le recordaba demasiado el pasado que pretendía olvidar.
Sin embargo, Milena al menos sí se esforzaba por organizar los documentos y traerle lo que necesitara tan pronto como lo requería.
«Puede quedarse», resolvió satisfecho. Y si se seguía comportando de la misma manera, incluso podría pensar en dejarle salir temprano un par de días a la semana. Sabía que sería de su agrado, y le convenía de todas formas.
Aquel errorcito podría dejarlo pasar: no estaba mal mostrar de vez en cuando lo amable que podía ser. Así, tal vez dejarían de temblarle las manos cuando se dirigía a él.
—Lo siento, señor. —Puso sobre la mesa la carpeta y cuando Serge la tomó para ver su interior, añadió—. Es estupenda su idea de poner la foto del paciente, hace que sea más fácil buscar entre todos los archivos, muy brillante, doctor.
Serge le respondió con un breve gesto y la secretaria soltó el aire de golpe.
—En ese caso, ¿hago pasar al siguiente?
Indeciso, Serge volvió a revisar la foto del hombre que esperaba afuera. Se trataba de un anciano de piel curtida por los días bajo el sol, la barba tan sucia y enredada, que vestía con harapos.
Se relamió el labio inferior y guardó la carpeta dentro del cajón del escritorio.
—Por favor.
Cerró los ojos de nuevo para concentrarse en las imágenes de la casa de Lorena. Veía todo tan claro como si estuviera ahí y recorriera el mismo camino hasta su recámara.
Un escalofrío le recorrió la espalda. La sensación de sus dedos alrededor del frágil cuello y el gusto del poder y su propia fuerza.
Debía asegurarse de haber hecho todo perfecto.
*
Miró a los lados de aquel solitario apartamento. ¿Alguien escuchó los gritos? ¿Un vecino fisgón que le hubiera visto entrar? No, era imposible.
La mente le corría como nunca habría creído capaz; ni siquiera aquellas en cirugías de urgencia que tuvo la oportunidad de contemplar le hacían latir el corazón con tanta fuerza sobre el pecho como ese momento.
No era esta la primera vez, pero sí la que le había generado mayor emoción hasta entonces. Ni siquiera la emoción de la muerte de Luciana se le acercaba a esta.
«Rápido».
Notaba todavía el frío en sus manos, la dureza del rigor mortis en el cadáver frente a sí.
—¿Lorena? —Preguntó al aire solo por si acaso, mas era claro que no recibiría respuesta. Los ojos enrojecidos y la boca a la mitad de un grito mudo jamás le responderían.
Una risa se le escapó, ¡qué gracia! Hablarle a un muerto. Cualquier persona que lo escuchara diría que estaba loco.
Ja.
—Mira el trabajo que me dejaste ahora. ¿Qué voy a hacer contigo, Lorena? —Pasó la mano por el suave cabello—. Esto es muy diferente a las veces anteriores, ¿por qué me quieres molestar así?
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Editado: 13.06.2024