A la mañana siguiente, volvió a la habitación de Anna Conti. Ella apenas se había percatado de su presencia y no fue hasta que pidió que le dejara examinar al recién nacido, que la vio a los ojos, hinchados y enrojecidos.
—¿Todo en orden, señora?
Era mejor mantener la distancia; ella no lo había reconocido y quizá de esa forma evitaría revolver los viejos armarios repletos de pasado. Después de todo, Anna Conti entró a la casa y vio el cuerpo de Fátima, mas no el suyo.
Anna le regaló una débil sonrisa que no logró aguantar por mucho tiempo.
Acercó la mano para comprobar si tenía fiebre: el sudor empapaba su frente y había vuelto traslúcidas las delgadas sábanas.
—Tiene buena temperatura. Es improbable que haya infección. Si llama a su esposo, puede llevársela por la noche.
Más animada, Anna asintió, aliviada de tener de nuevo a su hijo entre brazos.
Lucía como un inquieto conejo, demasiado nervioso, con la mirada de prófugo que había sido acorralado…
Serge se inclinó a su lado y la observó unos segundos sin quitarle la vista de encima.
—Debo escuchar su corazón. —Pegó el fonendo a su pecho desnudo y esperó.
Había escuchado decenas, cientos, pero aquel era inconfundible, idéntico al latir de las pocas víctimas que le descubrían en el último instante.
A esa distancia, escuchó con claridad cuando Anna tragó saliva. Estaba tan cerca que su respiración le removía unos cuantos mechones de cabello y veía cada poro de su piel erizada.
—¿Tiene miedo? —susurró Serge al alzarle el mentón para hacerla verlo. Repasó la figura de Anna, frágil y cansada, apenas a unos centímetros de su cuerpo.
No se había decidido qué hacer con ella.
Era suya.
Suya.
Se desharía de todo lo que no siguiera aquel flujo de realidad, le contaría todo y le haría entender qué y por qué lo había hecho. Sin embargo… si ella mostraba desaprobación, si era imposible hacerle entrar en razón…
Oh, ¡no quería siquiera pensar en esa posibilidad!
—No tengo miedo —respondió Anna al rato, mientras apretaba las manos alrededor de la camilla y aguantaba la respiración.
—Por supuesto. Solo digo que ser madre primeriza… Siempre puede resultar un poco abrumador. Dígame, ¿qué tan preparada se siente para esta nueva etapa?
—Tengo el apoyo de mi esposo. ¡Ah! —Su rostro se iluminó—. Dijo que podía llamarlo, me gustaría hacerlo ahora. Debe estar preocupado, ayer no vino, pero siempre está pendiente de mí.
Serge la contempló otro poco. Las piernas le pesaron al momento de ponerse en pie y dirigirse a la puerta.
—Por supuesto, buscaré a mi secretaria.
Corrió hasta la recepción, donde Milena ya terminaba de organizar la lista de citas agendadas para ese día. Al verlo llegar le saludó con una sonrisa mientras le tendía el folio y clavaba de nuevo la mirada en el enorme paquete sobre el recibidor.
—El alcalde envió esto.
—¿Qué es? —La caja pesaba y estaba etiquetada como frágil. Adjunto, había una pila de documentos que debía que llenar. Milena le comentó que el hombre que había realizado la entrega volvería a media tarde para recoger las firmas. Serge ojeó el listado de pacientes; un par de ellos llamó su atención—. ¿Puedes ocuparte de esto por mí?
—Sí, doctor. ¿Necesita algo más?
Estuvo a punto de dar la vuelta, pero la pregunta de Milena le removió el interior.
—Esta campaña que hacemos… Me gustaría ampliarla. Me han contado lo difícil que es abandonar su territorio, por lo consideré ir yo mismo a atenderlos allí.
—Doctor…
—Sé que es peligroso, pero Milena, ellos me necesitan.
Milena le desvió la mirada y empezó a romper las cintas que aseguraban el paquete.
—Si lo acompaña un oficial… O dos. Tres, si es posible. Es demasiado el riesgo, doctor. Últimamente…
Serge negó en silencio.
—Podrían creer que es algún tipo de emboscada y no cooperarían. Confía en mí, estaré bien.
Levantó su mentón. Comprendía el temor tras el reproche de su secretaria; tenía el ceño fruncido bajo las cejas arqueadas y pasaba inquieta las manos por el cartón.
—¿Cuándo saldrá? ¿Debería reprogramar los pacientes de hoy?
Revisó de nuevo los nombres de los pacientes.
—No… —carraspeó la garganta—. Iré mañana. Además está la materna de la sala de recuperación. Hay que llamar al esposo.
—Ya me encargo. —La puerta del hospital se abrió—. ¿Está bien, doctor? Se ve…
Serge se detuvo en el acto.
—¿Cómo?
Milena sorbió por la nariz y se hundió en lo que hacía.
—No importa, es el estrés, me hace hablar de más. Discúlpeme, doctor Serge.
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Editado: 13.06.2024