Muerte en el quirófano

PACIENTE 35

El pecho se le llenó de aire debajo de la pesada gabardina. Eran dos sujetos que distaban de ser tan habladores como Cecilia; el primero de ellos tenía una grotesca cicatriz que le dividía el rostro casi a la mitad y luego giraba hacia su mejilla derecha; tenía varios agujeros en las orejas y numerosos tatuajes que le cubrían todo el cuello hasta el esternón. El otro, en cambio, lucía un par de cicatrices radiales en el flanco izquierdo y había perdido el ojo del mismo lado.

—Yo soy Rocco, manejo El Hueco. ¿Usted es al que le dicen El Médico? —dijo el de los tatuajes—. ¿A qué vino?  

—No es ningún alias —aclaró—. Soy médico, doctor. —Y señaló el maletín. El que había hablado bajó la mirada hacia la valija y aspiró brusco por la nariz.

—¿Qué tiene ahí?

—Mis herramientas de trabajo: gasas, analgésicos, el equipo para evaluar signos vitales…

—Ya, ya. Acá no vienen médicos.

—Lo… Lo sé. —Apretó el abdomen para que empujar la voz antes de que le fallara.

Había dejado la mano dentro del bolsillo y tenía sujeto el pequeño bisturí. Sería difícil, pero si clavaba la hoja en el cuello de uno y luego lograba dominar al otro…

Podía, claro que podía.

La pesada mano del tuerto le cayó sobre el hombro, arrebatándole su plan. Tragó saliva y enderezó la espalda lo más que pudo para evitar tambalearse; no pesarían más de ochenta kilos, casi sin diferencia a él, pero le sacaban una cabeza de altura.

«Alrededor de un metro con noventa y tantos, ¿quizá?».

Y le superaban en número.

«Pero si atacara primero…»

—Hablé con la señora Cecilia de camino y ella fue muy amable de ayudarme a regar la voz. —Volvió a explicarles mientras le evaluaban con los sentidos tan agudos que debía desviar la mirada de tanto en tanto para alejar la sensación de haberse convertido en presa, de estar arrinconado, atado de una forma distinta a la del hospital… Sacudió la cabeza. Ya era grande, tenía fuerza, poder… Y armas.

«No es problema».

Para fortuna suya, el del ojo, que parecía más joven, cedió un poco:

—Un cerdo le dio duro a uno de los nuestros mientras nos conseguíamos lo del día.

—¡¿Pero qué mierda?! —Le calló de un puñetazo en el estómago—. No vuelvas a hablar, estúpido.  

Serge aguantó la respiración y las líneas de su mandíbula se marcaron por un momento. Rocco le miró como si encontrara su reacción divertida; el otro hombre había caído de rodillas al suelo, escupió saliva y tosió.

—Puedo ayudar a su compañero. —Dio unas palmaditas en el maletín y esperó en silencio al impacto; para su sorpresa, Rocco echó el mentón hacia el frente y le hizo seguirlo hasta la tiendita más alejada.

A medida que se adentraba todavía más, supo que sus posibilidades de huida eran nulas.  

—Loro, este va con Fabito y que no se pase de listo.

Rocco salió de la tienda y dejó a Serge a solas con Loro, el otro que le había recibido, y el herido, el tal Fabito.

El espacio que le habían arreglado no tendría más de dos metros cuadrados y debía ponerse casi de cuclillas para entrar. Apenas ingresó, olió la sangre y la basura regada al lado del chico, cuya piel lucía un opaco tono grisáceo. Estaba tan delgado como el resto, pero a él era al que más se le marcaban los huesos bajo la piel. Loro se quedó afuera para custodiar la entrada a la tiendita, después de todo, con Fabito y Serge dentro no quedaba sitio para nada más.

—¿Es él? —preguntó viéndole al ojo bueno. Loro asintió y tomó asiento sobre un cesto al revés. Serge advirtió que Loro sacaba de sus pantalones cortos una navaja y comenzaba a pelar una manzana a medio comer que había encontrado de camino—. ¿Dónde lo hirieron?

Señaló el brazo y bajo el ombligo. Serge maldijo para sus adentros cuando vio la toalla empapada de sangre en la que habían recostado a Fabito: ¿por qué no había traído más cosas? Con lo poco que cargaba, el pobre, que no debía de pasar de los doce años, no tendría más de una noche. Tres, si llegaba a tener suerte. La hemorragia estaba controlada, pero la herida estaba sucia y era claro que llevaba varias horas abierta. La falta de luz dificultaba el trabajo; no obstante, al poco tiempo encontró unos hilos desprendidos que caían al interior.

—¿Qué es esto?

Loro alzó la cabeza y entrecerró su ojo para aguzar la vista.

—Ah, eso se lo puso su mujer cuando llegó.

—¿Intentó cerrar la herida?

—Ajá.

—Sin limpiarla.

—Ajá —repitió, concentrado en quitarle lo podrido a la manzana.

Serge reprimió el aire. Si lo soltaba, estaba seguro de que moriría antes que el pobre muchacho.

—¿Y cuánto pasó esto?

—Hace dos días.

«¡Dos!» Y rápido, palpó la piel de Fabito. Ardía.

Sería un milagro que pasara de esa noche.

—Aquí no puedo hacer gran cosa —confesó—. Tendré que llevármelo al hospital. Es un niño y necesita atención médica urgente.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.