Muerte en el quirófano

PACIENTE 36

Para el día siguiente había planeado un nuevo asesinato. Después de despachar a Rocco y a Loro, y que ellos prometieran volver pasado el mediodía para ver cómo seguía Fabito, Milena llegó y encontró a Serge con una mirada muy distinta a la que conocía. A las preguntas que hizo al respecto, su jefe apenas prestó atención, y luego de que se retirara a su consultorio, a la espera de los pacientes que tenía en la sala de espera, decidió que lo mejor era darle su espacio: ¿era el chico que trajo en plena madrugada el que le tenía consternado? 

Milena dio una mirada al computador: los equipos, aunque nuevos y recién donados, eran obsoletos con lo que escuchaba de otras instituciones. Dio un pequeño salto en su puesto cuando la voz de Serge le sacó de sus pensamientos y hojeó el folio del día antes de llamar a una de las pacientes de la mañana.  

Serge se adentró en su consultorio con la mujer que le seguía: era una temporada de abundantes nacimientos, y con cada uno el doctor se quedaba un buen rato antes de pasar a la sala de partos. ¿Era prudente que él atendiera a esa mujer, con lo distraído que se veía? ¡Eso era!, era aquello lo que había percibido en él cuando llegó y le vio sentado en una de las sillas de la sala de espera, poco habitual en él; cuando le saludó apenas y pareció haberla oído, y tan pronto como se halló descubierto, se encerró hasta que comenzaron a llegar los pacientes. Y aunque intentó preguntarle por el plan de intervención a zonas menos favorecidas del que estaba tan emocionado hacía poco, su respuesta fue breve y evasiva.

 

*

 

La mujer cerró detrás de sí y Serge le invitó a sentarse frente a él con una apagada sonrisa. Oh, planeaba un nuevo asesinato, y tenía todas sus herramientas aún en el maletín que llevó a esa tierra de nadie, pero todavía le sentaba mal el sinsabor de su breve charla con Fabito y tenía la necesidad de ordenar el embrollo en el que se había convertido su cabeza. Mientras la mujer le contaba el porqué de su visita, prestó poca atención y deseó correr a ver al muchacho.

La consulta, breve, terminó con la mujer horas después en la sala de quirófano para una cesárea programada.

«¡Es el momento perfecto!» Se vio tentado a regresar por sus cosas… ¿Qué más daba uno más?; pero la balanza se inclinó a continuar, la mujer comenzó a tararear una canción de cuna que hizo que Serge sintiera que el suelo se movía bajo sus pies.

—¿Cuál es esa? —preguntó. La paciente ya estaba sobre la camilla, puesta la anestesia y solo esperaba a que pasara el tiempo para que hiciera efecto. No estaba seguro de qué haría con ella, pero una corta charla no le haría daño.

—No recuerdo el nombre, doctor —dijo con nostalgia—. Mamá me la cantaba cuando tenía miedo antes de dormir.

Aclaró la voz, se puso los guantes y tomó su lugar al lado derecho de la camilla; una cortinita a nivel del cuello servía de barrera para que la mujer no viera lo que sucedía. Serge se inclinó en dirección al rostro de su paciente y sonrió detrás del tapabocas.

—Es una linda canción. Hacía mucho tiempo que no la escuchaba.

La paciente asintió antes de cerrar los ojos. Y ahí la tenía, por completo a su merced; ahora que no podía hacer nada, iría por el maletín, ordenaría a Milena posponer el resto de sus citas y… ¡Ah!, ¿qué pretendía lograr? ¿Enterrar a su padre bajo la pila de muertos que cargaba sobre la espalda?

¿Y luego? ¿Qué haría con su madre?

—¡Maldita sea! —soltó entre dientes.

Luego de abandonar la habitación de Fabito, pensó toda la noche, incapaz de conciliar el sueño: trató durante horas encontrarle un sentido a lo que parecía haber hecho casi que por inercia. Los primeros, en defensa propia; el tercero, el calor del momento; los últimos, ¿el aburrimiento o la costumbre? Oh, y estaba su hermano. ¿Qué había sido aquello?

Hundió el bisturí en el hinchado vientre de la mujer.

Sin embargo, ¿lo consideraría alguien un monstruo? ¿Se veía él, de esa manera? Siempre consideró la idea de que Haines hubiera escarbado dentro de su mente y aun si pensaba en él como tal, le había cubierto con la policía y le dio un escondite además de la oportunidad de cerrar ese turbulento capítulo de su vida, pero honró poco tiempo el único deseo que le pidió a cambio. Si Haines creía en él, quizá no era una locura dejar atrás el peso de la muerte de sus padres: se olvidaría de Carlo, el buen Carlo, y su pobre madre, ambos demasiado egoístas.  

Metió las manos dentro de la mujer y contempló al bebé que tomó en brazos, que no tardó en llorar; no encontraba en sí mismo la emoción que aguaba los ojos de sus compañeros durante sus años de formación, pero halló cierta satisfacción en la ausencia del deseo de sumar uno más a su extensa lista.

Al oír los llantos, un par de enfermeras acudieron. Esta vez no les había cerrado la puerta y aunque protestaron por no haber sido llamadas con anterioridad, como debía de haber sido, se mostraron alegres de ver un inusual brillo en la mirada de Serge.  

—Felicidades —dijo Serge a la madre después de cortar el cordón umbilical y entregárselo para que lo acunara en su pecho—. Es un niño.

Las enfermeras secaron al recién nacido y comprobaron que la mujer estuviera bien. Serge notaba en sus movimientos un extraño apremio, mas no pudo descifrar si se trataba de recelo o el ansia de demostrar su valor. Terminó de suturar y mandó a revisar al niño a profundidad; salieron con el bebé en brazos y Serge volvió a quedar a solas con la mujer.




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