Muerte en el quirófano

PACIENTE 38

Serge se incorporó, mareado por la pérdida de sangre. Ese maldito le había dañado más de lo que le hubiera gustado admitir, pero Gérard no sería un problema de momento. Se asomó con cuidado al salir de su consultorio: afuera, todo lucía ajeno a la batalla que acaba de librar.

Un pie delante del otro, alcanzó el quirófano luego de minutos que se le hicieron eternos. Cayó de bruces sobre la camilla de operaciones y se alentó en silencio a buscar el bisturí y el equipo de sutura que recordaba haber dejado desde la última cirugía. Era lo único que podía salvarle la vida. Echó todo al suelo hasta que lo encontró. Bingo. La fortuna le favorecía.

Puso un dedo dentro de los agujeros. Le preocupaba el par de se había hecho paso en su abdomen. Por si llegaba a gritar, mordió un campo quirúrgico doblado junto a los instrumentos. Cogió con cuidado el bisturí y tras bañarlo en alcohol, agrandó la herida para poder maniobrar más cómodo.

Tomó la aguja con dos dedos; la mano libre se introdujo en la herida. «Al diablo con el protocolo». ¿Había dado a algún órgano vital?, no, no podría ser o ya estaría tendido muerto. Todo se reducía a un salto de fe.

Soltó un alarido cuando la aguja le atravesó; debía abarcar tantas capas como pudiera de sus entrañas o corría el riesgo de que se abriera después. Una tras otra, cada puntada era peor que la anterior; la vista se le nublaba del dolor y debía apoyarse contra las paredes para evitar desplomarse.

Serge terminó de cerrar hasta la piel; al menos con ello aseguraba no desangrarse en medio del edificio hasta que pudiera hacer algo al respecto con el oficial que tenía cautivo. Debía eliminarlo; era el único modo de ganar tiempo hasta que lograra concretar trámites y establecerse lejos del país, fuera del alcance de todos.

Ese Gérard le había puesto en una situación complicada, y no sabía qué tanto pudo informar a sus compañeros.

—Imbécil.

Regresó después de dos horas a su consultorio. Confirmó que todo estaba tal cual lo había dejado: la puerta con seguro y el cuerpo de Gérard dentro de su consultorio, en la misma posición en que cayó cuando la bala le perforó el cerebro. Se acercó a él y lo arrastró tomado de los brazos. Casi no podía hacer fuerza por la herida en su hombro derecho y el bueno debía compensar el trabajo. Temía que la improvisada sutura se abriera por el esfuerzo: se la hizo él mismo sin anestesia, lento para no desmayarse, obligado por el instinto de supervivencia. Otro médico debía verificar que todo estuviera en su lugar, pero habría preguntas y levantaría sospechas.

Metió el cadáver dentro del armario y lo cerró con llave; los informes, los echó en el lavabo del baño y abrió el grifo hasta que deshizo las notas que le incriminaban. Agotado, puso en su sitio el escritorio y se echó en la cómoda silla con la mirada fija en la nada, y calculó cuánto le quedaba. La sangre hacía lagunas en el suelo, pero de eso se encargaría después, si es que para entonces no había muerto. De nuevo esa palabra aparecía, inoportuna y extraña.

Acarició el borde de la placa de oficial de Gérard. «Me parece que no la va a necesitar más». ¿Cómo se desharía de él en su estado?; ahora la prioridad era limpiar sus manos y confiar en su coartada… si es que no había informado a sus colegas sobre los puntos que lo llevaron hasta él.

Intentó mantenerse despierto, pero perdía el control de sí mismo. Se sobresaltó dos veces en las que logró despertar, pero la tercera lo venció y se vio enzarzado en las garras del sueño.  

 Se levantó desorientado por el toque en la puerta que Milena hizo desde el otro lado, sin abrir. Le ordenó que así lo hiciera en cuanto la consulta de Anna hubiera iniciado.

—Doctor Serge —dijo—, el paciente de antes acaba de llegar. Héctor Ramírez. Avíseme si lo hago pasar. 

¿Cuánto tiempo había pasado?  El reloj de pared marcaba las ocho pasadas y el silencio del exterior le indicaba que era de noche. Había dormido una hora. Le tomó unos segundos recordar por qué le dolía como el infierno el abdomen hasta que recuperó la última de las memorias. El menor de los movimientos lo mareaba y hacía que la cabeza le punzara. Se palpó la zona de la herida: sin evidencia de sangrado al exterior, pero no podía asegurarse de que por dentro estuviera en buenas condiciones, en especial porque se sentía peor que antes.

A lo lejos alcanzaba a escuchar el sutil canturreo de Milena, y supuso que había decidido extender su horario hasta verle salir.

El silencio de su consultorio se le antojó pacífico. ¿Cuándo fue la última vez que se sentía en tal calma? Sacudió la cabeza y frunció el ceño al imaginar su moribundo cerebro dando tumbos dentro de su cráneo.

Algo le humedeció el rostro. ¿Sangre? Llevó una mano para comprobar de qué se trataba; gotas cristalinas se resbalaron por sus dedos: lágrimas. Tardó otro poco en comprender por qué. Había invertido tanto de sí, cegado por el afán de enterrar a su padre de la memoria de todos, que se abandonó tanto como él lo hizo años atrás; sus pacientes, sus libros, ¿cuándo dejó de disfrutar de todo aquello? Se deleitaba entre las páginas de los pesados textos, pero ahora solo podía pensar en quién era el siguiente sin pararse a cuestionar si acaso perdía el norte con cada víctima.

Había llegado a disfrutarlo. Pero ¿dónde quedaba la otra parte de su ser?; aquella que se movió para salvar a Fabito. Sabía que existía, porque de vez en cuando, aunque menor en cada ocasión, reprochaba sus actos. ¿O era la prolijidad del trabajo?




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