Las hermanas Brangwen fueron a su casa de Beldover, en tanto que los invitados a la boda se reunieron en Shortlands, la casa de los Crich. Se trataba de una casa antigua, alargada y baja, una especie de solariega casa de campo, que se extendía en lo alto de una colina, inmediatamente al otro lado del pequeño y alargado lago de Willey Water. Desde Shortlands se divisaba un prado, inclinado en sentido descendente, que bien hubiera podido denominarse parque debido a los grandes y solitarios árboles que en él se alzaban. Al otro lado del estrecho lago, el prado se empinaba para convertirse en la colina cubierta de bosque que ocultaba perfectamente la mina de carbón en el valle que se extendía detrás, aunque no conseguía tapar del todo las columnas de
humo surgidas de la mina. Sin embargo, el paisaje era rural y pintoresco, muy tranquilo, y la casa no dejaba de tener su encanto. La familia Crich y los invitados a la boda atestaban la casa. El padre, que estaba enfermo, se había retirado a descansar. Gerald actuaba de anfitrión. Estaba en el hogareño vestíbulo atendiendo amable y cortésmente a los hombres. Causaba la impresión de que le gustara cumplir con sus deberes sociales. Sonreía y daba muestras de inagotable hospitalidad. Las mujeres iban de un lado para otro, un tanto confusas y perseguidas de cerca por las tres hijas casadas de la familia Crich. En todo momento se oía la característica e imperiosa voz de alguna mujer Crich gritando: «Helen, ven aquí un instante», «Marjorie, quiero hablar contigo…», «Oh, señora Witham, dígame una cosa…». Se oía un gran rumor de faldas, se veían rápidas miradas de mujeres elegantemente vestidas, un niño cruzaba correteando el vestíbulo, y, luego, volvía a cruzarlo en sentido inverso. Una doncella iba y venía apresurada. Entretanto, los hombres formaban pequeños y sosegados grupos, charlaban y fumaban, fingían no prestar la menor atención a la rumorosa animación del mundo femenino. Pero en realidad no podían hablar por culpa de la cristalina barahúnda de las voces excitadas y las frescas cascadas de las risas de las mujeres. Los hombres esperaban, inhibidos, sin saber qué hacer, aburridos. Pero Gerald seguía causando aquella impresión de afabilidad y dicha, sin reparar en que estaba esperando y sin nada que hacer, consciente de que era el pivote alrededor del cual giraba la escena. De repente, la señora Crich entró ruidosamente en la estancia, volviendo a uno y otro lado su cara fuerte y de limpios rasgos. Todavía iba con el sombrero y el manto de seda azul. Gerald le dijo: —¿Pasa algo, mamá? Vagamente, la señora Crich repuso: —Nada, nada… Y se dirigió hacia Birkin, quien hablaba con un cuñado de Gerald Crich. Con su voz de bajo registro, y en tono que causaba la impresión de que no estuviera dispuesta a hacer el menor caso de sus invitados, la señora Crich dijo: —¿Qué tal, señor Birkin? Y le ofreció la mano. Cambiando rápidamente el tono, Birkin repuso: —Buenos días, señora Crich. No he podido saludarla antes, realmente lo siento.
Con su voz baja, la señora Crich observó: —No conozco ni a la mitad de la gente que se ha reunido aquí. Su yerno se alejó un tanto inhibido. Riendo, Birkin dijo: —¿Y resulta que los desconocidos no le gustan? La verdad es que yo tampoco comprendo a santo de qué hay que estar pendiente de la gente por el mero hecho de que se encuentren en el mismo cuarto en que uno se encuentra. ¿Por qué estoy obligado a fijarme en que están presentes? Con su voz baja y tensa, la señora Crich dijo: —¡Exactamente! Pero resulta que están aquí. Y en mi propia casa encuentro gente a la que no conozco. Mis hijos me presentan a esa gente: «Mira, mamá, te presento al señor Fulano de Tal». Y yo me quedo igual que antes. ¿Qué tiene que ver quién sea el señor Fulano de Tal con su nombre y apellidos? ¿Y qué tengo yo que ver con ese señor o con su apellido? La señora Crich miró fijamente a Birkin, sobresaltándole. A Birkin le halagaba que la señora Crich se hubiera dirigido a él, ya que esa señora no hacía el menor caso a nadie. Birkin miró la cara de la señora Crich, tensa y limpia, de grandes rasgos, pero no osó mirar sus azules ojos de penetrante mirada. Sin embargo, se fijó en que el cabello le caía en mechones lacios y desaliñados sobre las orejas, ciertamente bellas, pero que no podía decirse estuvieran totalmente limpias. Tampoco el cuello de la señora Crich estaba limpio del todo. Incluso en eso se sentía afín a la señora Crich, a pesar, pensó Birkin, de que él iba siempre perfectamente lavado, por lo menos en lo tocante a cuello y orejas. Mientras pensaba lo anterior, Birkin sonrió levemente. Sin embargo, se sentía tenso, con la sensación de que él y aquella señora entrada en años, extraña en su propia casa, estaban hablando con aire de conspiración, como dos traidores, como enemigos en el terreno de todos los demás. Birkin parecía un venado en el momento en que inclina una oreja hacia atrás, para saber qué tiene a la espalda, y otra hacia delante, para saber quién se encuentra al frente. Un tanto remiso a proseguir aquella conversación, dijo: —La gente carece de importancia. La madre le miró con brusca y tenebrosa expresión interrogante, como si dudara de su sinceridad. Secamente preguntó: —¿Qué quiere decir con que carecen de importancia? Obligado a profundizar más de lo que deseaba, Birkin repuso: —Que hay mucha gente que no es nada. Es gente que hace ruido y parlotea. Pero más valdría quitarla de en medio, eliminarla. Esencialmente, es
gente que no existe, que no está, no está ahí. Mientras Birkin pronunciaba estas palabras, la señora Crich le miró fijamente. Con sequedad, observó: —Pero esa gente no es fruto de nuestra imaginación. —Es que no hay nada que imaginar con respecto a ella, y precisamente por eso no existe. —Bueno, la verdad es que yo no diría tanto. El caso es que aquí están todos, tanto si existen como si no existen. No soy yo quien debe decidir si existen o no. Yo solamente sé que no se puede esperar de mí que preste atención a todos. No se me puede pedir que los conozca a todos, sólo porque están aquí. En cuanto a mí respecta, igual da que estén como que no estén. —Exactamente. La señora Crich preguntó: —¿Puedo portarme como si no estuvieran? —Naturalmente. Hubo una breve pausa. La señora Crich la rompió: —Pero ocurre que están aquí, y eso es molesto. En tono de monólogo, prosiguió: —Ahí están mis yernos. Y ahora que Laura se ha casado, tengo un yerno más. En realidad, todavía no distingo a John de James. Se acercan a mí y me llaman madre. Sé muy bien que cuando me dicen: «Hola madre, ¿cómo estás?», debería contestar: «No soy tu madre en ningún sentido». Mas ¿para qué voy a decir eso? Son lo que son. He tenido hijos propios. Y me parece que los distingo de los hijos de otras mujeres. —Cabe suponerlo, ciertamente. La señora Crich miró a Birkin, un tanto sorprendida, quizá habiendo olvidado que hablaba con él. La señora Crich perdió el hilo de su monólogo. Vagamente, paseó la mirada por la estancia. Birkin no sabía qué buscaba la señora Crich ni qué pensaba. Evidentemente, la señora Crich se dio cuenta de la presencia de sus hijos. Bruscamente preguntó: —¿Están todos mis hijos aquí? Sorprendido, quizá un poco atemorizado, Birkin se echó a reír y replicó: —Apenas les conozco. Sólo conozco a Gerald, en realidad. —¡Gerald! Entre todos es el que más protección necesita. Viéndole, nadie
lo diría, ¿verdad? —Efectivamente. La madre miró al mayor de sus hijos, le miró fijamente un rato. En un incomprensible monosílabo que pareció profundamente cínico, expresó su pensamiento: —¡Ay! Birkin sintió miedo, el miedo que se siente cuando no se osa comprender algo. Y la señora Crich se alejó, olvidándose de él. Pero volvió sobre sus pasos y dijo a Birkin: —Me gustaría que Gerald tuviera un amigo. Jamás ha tenido un amigo. Birkin la miró a los ojos, azules, de intensa mirada. No podía comprenderlos. Casi alegremente, dijo para sí: «¿Acaso soy el guardián de mi hermano?». Inmediatamente recordó, con leve sobresalto, que aquélla era la frase de Caín. Y si alguien había que fuera Caín, sin duda alguna era Gerald. Bueno, en realidad tampoco cabía decir que fuera Caín, a pesar de que había dado muerte a su hermano. El puro y simple accidente es una realidad, y no cabe atribuir la culpa a nadie, incluso en el caso de que uno mate, de esa manera, a su propio hermano. Gerald, siendo chico, había matado a su hermano de manera puramente accidental. ¿Y qué? ¿Por qué marcar y maldecir la vida que ha causado el accidente? El hombre puede vivir después de un accidente y morir de accidente. ¿O no? ¿Será que la vida de cada hombre, individualmente considerado, está sujeta al puro accidente, y que sólo la raza, el género y la especie tienen una referencia universal? ¿O, contrariamente, esto último no es verdad, y el puro accidente no existe? ¿Acaso todo lo que ocurre tiene un significado universal? ¿Sí o no? Mientras Birkin meditaba acerca de esto, se olvidó de la señora Crich, y la señora Crich se olvidó de él. Birkin no creía en la existencia del accidente. Todo estaba unido, en el más profundo sentido. En el instante en que llegaba a esta conclusión, una de las hermanas Crich se acercó a ellos y dijo a su madre: —Mamá, ¿por qué no te quitas el sombrero? Dentro de un momento vamos a sentarnos a la mesa, y será una comida solemne. La muchacha pasó el brazo por debajo del de su madre y se la llevó. Inmediatamente, Birkin trabó conversación con el primer hombre que encontró. Sonó el gong anunciando el almuerzo. Los hombres alzaron la vista, pero
nadie se dirigió al comedor. Las mujeres de la casa causaban la impresión de que aquel sonido carecía de todo significado para ellas. Pasaron cinco minutos. Crowther, el viejo criado, apareció en la puerta, exasperado. Dirigió a Gerald una mirada en petición de auxilio. Él fijó la vista en la caracola grande y retorcida que reposaba sobre la repisa del hogar, y, sin decir nada a nadie, la cogió y sopló, dando con ella un trompetazo ensordecedor. Fue un sonido extraño y excitante que aceleró los latidos de todos los corazones. Aquella llamada tuvo efectos casi mágicos. Todos acudieron presurosos, como obedeciendo a una orden. Y después, todos a la vez, agrupados, se dirigieron al comedor. Gerald esperó unos instantes, para permitir que su hermana cumpliera las funciones de señora de la casa. Sabía muy bien que su madre no prestaría la menor atención al cumplimiento de sus deberes. Sin embargo, su hermana se limitó a ir directamente a su puesto en la mesa. En consecuencia, el joven Gerald, con aire quizá un poco dictatorial, indicó a cada invitado su lugar. Hubo unos instantes de silencio, durante los cuales todos miraron los hors d’oeuvres que les estaban sirviendo. Y , en aquel silencio, una niña de unos trece o catorce años, con larga melena cayéndole por la espalda, dijo tranquila, con gran seguridad en sí misma: —Gerald, al hacer ese ruido espantoso, te has olvidado de papá. Gerald repuso: —Pues sí, quizá… Dirigiéndose a los invitados, en general, añadió: —Papá se ha acostado. No se encuentra bien. Una de las hijas casadas, inclinando la cabeza para que el inmenso pastel de boda que se alzaba en medio de la mesa, adornado con flores artificiales, no le impidiera la visión de Gerald, preguntó: —¿Cómo sigue papá? Fue Winifred, la jovencita con la melena, quien contestó: —No le duele nada, pero está cansado. Sirvieron el vino, y todos comenzaron a hablar alborotadamente. En un extremo de la mesa se sentaba la madre, con el cabello desaliñado. Birkin estaba a su lado. A veces, la madre miraba con expresión de ferocidad la fila de caras, inclinándose hacia delante, sin ningún recato. Después de hacerlo una vez más, preguntó a Birkin: —¿Quién es ese muchacho?
Discretamente, Birkin repuso: —No lo sé. —¿Cree que puedo haberlo visto antes? —Me parece que no. Yo no le he visto. Y la madre quedó satisfecha. Fatigadamente, cerró los párpados, una expresión de paz cubrió su rostro, y adquirió aspecto de reina en reposo. Luego se estremeció, en su cara se formó una leve sonrisa, y, por unos instantes, pareció una agradable señora dispuesta a atender a sus invitados. Durante esos instantes inclinó grácilmente la cabeza, como si todos fueran seres deliciosos y bien acogidos en aquella casa. E inmediatamente otra vez se le ensombreció el rostro, y se le formó una expresión severa, de águila, mientras miraba cejijunta, como una siniestra criatura acorralada, odiando a todos los presentes. Diana, linda muchacha un poco mayor que Winifred, preguntó: —Mamá, puedo beber vino, ¿verdad? Automáticamente, puesto que la pregunta le era absolutamente indiferente, la madre repuso: —Sí, puedes beber vino. Y Diana llamó con un ademán al criado para que le llenara el vaso. Dirigiéndose a todos los presentes, observó con calma: —No sé por qué Gerald me prohíbe beber vino. Amablemente, su hermano le dijo: —Bueno, bueno, no te enfades, Di. Y la muchacha le dirigió una mirada de desafío mientras bebía vino. En la casa imperaba una extraña libertad que casi era caos. Se trataba más de resistencia a la autoridad que de libertad. Si Gerald ejercía el mando, en cierta medida, ello se debía simplemente a la fuerza de su personalidad, y no a la atribución de determinado rango. Su voz tenía un tono amable pero dominante, que intimidaba a los otros, todos ellos más jóvenes que él. Hermione discutía con la novia acerca del tema de la nacionalidad. Hermione dijo: —No. Yo creo que invocar el patriotismo es un error. Es lo mismo que la competencia comercial entre dos empresas. Gerald, que era un apasionado de las discusiones, exclamó:
—¡No creo que se pueda hacer semejante comparación! No se puede decir que una raza sea una empresa comercial, y, a mi juicio, la nacionalidad se basa, en términos generales, en la raza, o, por lo menos, ése es el sentido que se da a la nacionalidad. Se produjo un breve silencio. Gerald y Hermione siempre se enfrentaban de una manera extraña, como corteses y equilibrados enemigos. Pensativa, con inexpresiva indecisión. Hermione preguntó: —¿Realmente crees que raza y nacionalidad son lo mismo? Birkin sabía que Hermione esperaba que él interviniera. Y , en cumplimiento de su deber, habló: —Creo que Gerald tiene razón. La raza es el elemento esencial de la nacionalidad, por lo menos en Europa. Otra vez Hermione esperó unos instantes, como si quisiera que la afirmación de Birkin se enfriara. Luego, revistiendo raramente de autoridad sus palabras, dijo: —Sí, pero incluso en este caso, ¿cabe decir que la invocación del patriotismo sea una invocación al instinto racial? ¿No será una llamada al instinto de propiedad, al instinto comercial? ¿Y no es precisamente ese instinto lo que nosotros denominamos nacionalidad? Birkin, que consideraba que esa discusión era impropia del momento y las circunstancias, dijo: —Probablemente. Pero Gerald se había encelado en la discusión: —Toda raza puede tener su faceta comercial. En realidad, debe tenerla. Es lo mismo que una familia. Hay que atender sus necesidades. Y para atender las necesidades de una familia, es preciso competir con otras familias, con otras naciones. Y no veo por qué no debe ser así. Antes de contestar, Hermione, dominante y fría, hizo otra pausa. Por fin dijo: —Estoy convencida de que suscitar el espíritu de rivalidad siempre constituye un error. Crea mala sangre, y la mala sangre se acumula. Gerald objetó: —No se puede prescindir totalmente del espíritu de emulación, creo yo. Es uno de los incentivos imprescindibles de la producción y del progreso. Hermione emitió su morosa respuesta:
—Pues sí, creo que puede prescindirse. Birkin intervino: —Por mi parte debo decir que detesto el espíritu de emulación. Hermione mordía una porción de pan, tirando de ella, al mismo tiempo, con los dedos, en movimiento lento, levemente burlón. Se volvió hacia Birkin, y, en tono íntimo y satisfecho, le dijo: —Sí, lo odias. Birkin repitió: —Lo detesto. Segura y satisfecha. Hermione murmuró: —Sí. Gerald insistió: —Pero si no se permite que un hombre se apodere de los bienes de su vecino, ¿por qué razón va a permitirse que una nación se apodere de los bienes de otra? Hermione emitió un largo y lento murmullo inarticulado, antes de romper a hablar para decir con lacónica indiferencia: —No creo que siempre se trate de una cuestión de posesiones. Y no es, en modo alguno, cuestión de bienes. Esta insinuación de vulgar materialismo picó a Gerald, quien repuso: —Pues sí lo es, más o menos. Si yo quito el sombrero de la cabeza de un hombre y me quedo con ese sombrero, se convierte en el símbolo de la libertad de ese hombre. Cuando el hombre lucha conmigo para recuperar su sombrero, lucha conmigo en defensa de su libertad. Hermione se mostró escandalizada. Con irritación dijo: —Esta manera de discutir, utilizando al efecto casos imaginarios, no es correcta, ¿no crees? No hay hombre que se acerque a mí y me quite el sombrero. Gerald dijo: —Porque la ley se lo prohíbe. Birkin terció: —No es sólo eso, sino que el noventa por ciento de los hombres carece de interés por mi sombrero.
Gerald observó: —Eso depende del parecer de cada cual. Riendo, la novia dijo: —O del sombrero. Birkin arguyó: —Y en el caso de que dicho individuo quiera mi sombrero, gozo indudablemente del derecho de decidir cuál de las dos pérdidas es mayor para mí: la del sombrero o la de mi libertad de hombre con propio arbitrio. Si me siento obligado a luchar, pierdo esa libertad. Todo radica en determinar qué tiene más valor para mí: mi agradable libertad de comportamiento o mi sombrero. Dirigiendo una extraña mirada a Birkin, Hermione intervino: —Sí. Sí. La novia preguntó a Hermione: —Pero ¿tú permitirías que se te acercara alguien y te arrancara el sombrero? La cara de la alta y erecta mujer se volvió despacio, como drogada, hacia su nueva interlocutora. En voz baja y de tono deshumanizado, en cuyo seno parecía esconderse una risita, Hermione replicó: —No. A nadie permitiría que me arrancara de la cabeza el sombrero. Gerald le preguntó: —¿Y qué harías para impedirlo? Despacio, Hermione replicó: —No lo sé. Probablemente le mataría. Había una extraña risa en su tono, un humor peligroso y convincente en su apostura. Gerald dijo: —Claro. De todas maneras, comprendo el punto de vista de Rupert. Para él, todo consiste en determinar si es más importante su sombrero o su paz mental. Birkin observó: —La paz corporal. Gerald replicó: —Como quieras. Sin embargo, ¿cómo vas a decidir esa relativa
importancia en el caso de una nación? Birkin se rio: —Ruego a los cielos que no me vea jamás en semejante trance. Gerald insistió: —De acuerdo, pero supón que tuvieras que hacerlo. —Decidiría de la misma manera. Si el sombrero nacional, la corona nacional, no es más que una antigualla sin valor, permitiría que el señor ladrón se quedara con él. Gerald le preguntó: —Pero ¿tú crees que el sombrero nacional o el sombrero racial puede ser una antigualla sin valor? Birkin contestó: —A mi parecer, si no lo es, lo será muy pronto. Gerald contrastó: —Pues yo no estoy tan seguro de ello. Hermione intervino: —No estoy de acuerdo contigo, Rupert. Birkin dijo: —Bueno. Riendo, Gerald dijo: —Soy un furibundo partidario del anticuado sombrero nacional. Diana, su descarada hermana quinceañera, gritó: —¡Y la cara de tonto que tienes con ese sombrero! Laura Crich gritó: —La verdad es que nos hemos armado todos un lío, con ese asunto tan viejo, más viejo que los sombreros esos de que habláis. »Ahora, Gerald, haz el favor de callarte. Vamos a brindar. ¡Copas, copas! ¡Brindemos! ¡Anda, habla! Mientras pensaba en la raza y en la muerte nacional, Birkin contempló cómo le llenaban la copa de champán. Las burbujas estallaban junto al borde, el criado se alejó, y, sintiendo sed repentinamente al ver el fresco vino, Birkin se bebió la copa. Percibió una leve y extraña tensión en el comedor, que alertó
su espíritu. Experimentó una dolorosa sensación de obligación. Se preguntó: «¿Lo he hecho accidentalmente o adrede?». Y decidió que, de acuerdo con la frase popular, lo había hecho «accidentalmente adrede». Con la vista buscó al criado contratado para aquella ocasión. Y el criado se acercó a él silenciosamente, con expresión de helada repulsa de doméstico. Birkin decidió que odiaba los brindis, los criados, las reuniones y al género humano en casi todos sus aspectos. Luego se puso en pie para pronunciar su discursito. Se sentía un tanto asqueado. Por fin, el almuerzo terminó. Varios hombres salieron a pasear por el jardín. Había césped, parterres, y, al final, una verja de hierro que limitaba el pequeño campo o parque. El panorama era agradable. La carretera se curvaba siguiendo la orilla del lago, abajo, entre los árboles. En el aire primaveral, el agua del lago destellaba, y la vida renovada había puesto rojizos los bosques más allá. Unas cuantas vacas de raza jersey se habían acercado a la verja, y de sus aterciopelados hocicos surgían broncos sonidos de exhalación de aire dirigidos a los seres humanos, de los que quizá esperaban una porción de pan. Birkin se apoyó en la verja. Una vaca proyectaba sobre su mano, con su aliento, cálida humedad. Marshall, uno de los yernos de la señora Crich, observó: —Buen ganado, excelente. Produce la mejor leche que hay. Birkin afirmó: —Sí. Marshall, en extraño y agudo falsete, que suscitó convulsiones de risa en el estómago de Birkin, dijo, dirigiéndose a una vaca: —¡Hola, guapa! ¡Hola! ¡Guapa! Birkin, para disimular la risa, se dirigió al novio: —¿Quién ha ganado la carrera, Lupton? El novio se quitó el cigarro de entre los dientes y preguntó: —¿Qué carrera? Luego, en sus labios se dibujó una sonrisa levemente astuta. No quería hablar de la carrera hacia la puerta de la iglesia. Dijo: —Llegamos juntos. Ella fue la primera en tocar la meta, pero yo tenía la mano sobre su hombro. Gerald preguntó: —¿De qué habláis?
Birkin le explicó la carrera de los novios. En tono de censura, Gerald dijo: —Ya… ¿Y por qué llegasteis tarde? —Porque a Lupton le dio por hablar de la inmortalidad del alma. Y luego resultó que no tenía el gancho para abrocharnos las botas. Marshall gritó: —¡Oh Dios! ¡Mira que hablar de la inmortalidad del alma el día que uno se casa! ¿Es que no podíais hablar de algo mejor? El novio, oficial de la armada, con la cara impecablemente rasurada, preguntó, sonrojándose quisquilloso: —¿Y qué hay de malo en ello? El cuñado contestó con énfasis asesino: —Pues que parece que te dispusieras a ser ejecutado en vez de casarte. ¡La inmortalidad del alma! Pero la frase fue recibida con absoluta indiferencia. Gerald, levantando las orejas ante la perspectiva de una discusión metafísica, preguntó: —¿Y qué habéis concluido? Marshall habló: —Muchachos, la verdad es que en los presentes tiempos no es necesario en absoluto tener alma. Sería un obstáculo. Gerald, en un súbito arrebato de intolerancia, dijo: —¡Dios! Oye, Marshall, ¿por qué no te largas a hablar con otra gente? Marshall, picado, contestó: —¡Es exactamente lo que deseaba hacer! ¡Estoy harto de tanta alma y tanta palabrería! Y se fue ofendido. Gerald contempló la retirada de su cuñado, con ojos de expresión airada, que, poco a poco, se tornó tranquila y amable, a medida que la robusta figura de su cuñado se alejaba. Dirigiéndose súbitamente al novio, dijo: —Por lo menos estoy seguro de una cosa, Lupton: Laura no ha traído a la familia un necio como el que trajo Lottie. Riendo, Birkin observó: —Triste consuelo. El novio también rio y dijo:
—No le hago el menor caso. Gerald preguntó: —Oye, ¿y quién comenzó la carrera esa? Birkin repuso: —Llegamos tarde. Laura estaba en lo alto de los peldaños del patio de la iglesia cuando llegó nuestro coche. Vio que Lupton se dirigía corriendo hacia ella. Y echó a correr. Pero, oye, Gerald, ¿por qué te has puesto tan serio? ¿Ha sido un insulto a la dignidad de tu familia quizá? —Pues sí. Si haces una cosa, hazla bien. Y si no sabes hacerla bien, no la hagas. Birkin comentó: —Bella frase. Gerald le preguntó: —¿No estás de acuerdo? Birkin contestó: —Sí. Ocurre que me aburro cuando te dedicas a hacer frases. —¡Maldita sea, Rupert! Lo que te pasa es que quieres que todas las frases sean de tu agrado. —No. Sólo quiero no oírlas. Y tú no haces más que amontonar frase tras frase. Gerald sonrió amargamente. Luego efectuó un movimiento con las cejas, quitándole importancia a la discusión. En tono de censura, preguntó a Birkin: —¿No crees en la necesidad de tener ciertas normas de comportamiento? —Normas no. Odio las normas. Sin embargo, reconozco su necesidad para quienes no son nadie. Todo aquel que sea algo puede ser él mismo y actuar como le plazca. —¿A qué le llamas tú ser uno mismo? ¿Eso qué es, una máxima o un cliché? —Con ello quería decir hacer lo que se quiere hacer. A mi juicio, Laura se comportó con absoluta corrección cuando, para huir de Lupton, echó a correr hacia la puerta de la iglesia. Fue un comportamiento de una corrección magistral. Una de las cosas más difíciles que hay en este mundo es actuar espontáneamente, de acuerdo con los propios impulsos, y, además, es lo único que puede hacer una persona realmente noble, siempre y cuando sea capaz de
hacerlo. Gerald le preguntó: —¿No esperarás que tome en serio tus palabras? —Sí, Gerald. Tú eres una de las poquísimas personas de quien espero eso. —En ese caso, mucho temo que no podré complacerte. ¿Crees que la gente debería hacer lo que le dé la gana? —Creo que siempre lo hace. Pero quisiera que a la gente le gustara una realidad puramente individual, en sí misma, que los indujera a actuar como individuos. Y a la gente sólo le gusta la realidad colectiva. Tristemente, Gerald dijo: —Y a mí no me gustaría vivir en un mundo en que todos se comportaran individual y espontáneamente, como tú dices. A los cinco minutos estaríamos todos asesinándonos unos a otros. Birkin dijo: —Eso sólo significa que a ti te gustaría asesinar a todos los demás. Enojado, Gerald preguntó: —¿Y cómo has llegado a esa conclusión? —Ningún hombre rebana el cuello de otro si no quiere rebanarlo, y si el otro hombre no quiere que se lo rebanen. La verdad escueta es ésta. Para que se produzca un asesinato hace falta que haya dos individuos: el asesinado y el asesino. Y todo asesinado es hombre asesinable. Y el hombre asesinable es el que siente el profundo y oculto deseo de ser asesinado. —A veces dices tonterías. En realidad nadie quiere que le rebanen el pescuezo, y hay mucha gente que está dispuesta a cortar pescuezos en determinado momento… Birkin observó: —La tuya es una fea concepción de la vida, y no me sorprende que tengas miedo de ti mismo y de tu propia desdicha. —¿Puedes decirme en qué sentido tengo miedo de mí mismo? Además, no me considero desdichado. —Pareces tener un oculto deseo de que te rebanen el cuello, e imaginas que todos los hombres llevan un cuchillo escondido a ese fin. Gerald preguntó: —¿Y quién te ha dicho eso?
Birkin repuso: —Tú. Hubo una pausa provocada por una extraña enemistad entre los dos hombres, una enemistad muy próxima al amor. Siempre les ocurría lo mismo. Sus conversaciones los llevaban a una mortal cercanía del contacto, a una extraña y peligrosa intimidad que o bien era odio o bien amor, o las dos cosas al mismo tiempo. Se separaban con aparente indiferencia, como si la despedida fuera un hecho trivial. Y , realmente, mantenían sus despedidas en la esfera de lo trivial. Sin embargo, los dos ansiaban de todo corazón estar juntos, aunque en su fuero interno. Lo cual no querían reconocer, en modo alguno. Se esforzaban en que su relación fuera la de una amistad libre y cómoda. No estaban dispuestos a llegar a tal punto de falta de virilidad y falta de naturalidad que permitiera que entre ellos mediaran sentimientos nacidos de ardientes corazones. No tenían la menor fe en las relaciones profundas de hombre a hombre, y esta carencia de fe impedía el desarrollo de su poderosa pero reprimida amistad.