La jornada escolar se acercaba a su fin. En el aula se desarrollaba la última clase en paz y tranquilidad. Se trataba de botánica elemental. Sobre los pupitres había ramas de amento, de avellano y de sauce, que los niños habían estado dibujando; pero, hacia el fin de la tarde, el cielo se había puesto oscuro, de manera que apenas había la luz precisa para seguir dibujando. Úrsula se encontraba de pie ante los alumnos, formulándoles preguntas encaminadas a que comprendieran por sí mismos la estructura y el significado de las espigas de amento. Por la ventana que daba a occidente penetraba un chorro de luz densa y cobriza, que daba matices del color del oro rojizo a los contornos de las cabezas de los niños, y se reflejaba en la pared opuesta provocando una luz colorada y densa. Sin embargo, Úrsula apenas se daba cuenta. Estaba ocupada, el final de la jornada casi había llegado, y el trabajo avanzaba como la marea que ha llegado a su más alto punto y se dispone a retirarse en silencio. El día había transcurrido al igual que muchos otros, dedicado a una actividad que era como estar en trance. A su término, se producían prisas para terminar el trabajo que se estaba haciendo. Úrsula apremiaba con preguntas a los niños, a fin de que, en el momento en que sonara el gong, supieran cuánto tenían que aprender. Úrsula se encontraba ante los alumnos, sumida en las
sombras, con espigas de amento en la mano, inclinada hacia sus discípulos, entregada a la pasión de enseñar. Oyó el sonido de la puerta al abrirse, pero no le prestó atención. De repente, se sobresaltó. En el chorro de luz de rojo cobrizo, cerca de ella, vio la cara de un hombre. La cara resplandecía como el fuego, la miraba, y esperaba que ella se diera cuenta de su presencia. Úrsula tuvo un terrible sobresalto. Creyó que iba a desmayarse. Todo su temor subconsciente y reprimido adquirió angustiada vida. Mientras le estrechaba la mano, Birkin le dijo: —¿Te he sobresaltado? Pensaba que me habías oído llegar. Tartamudeando, casi sin poder hablar, Úrsula soltó un «no». Riendo, Birkin dijo que sentía mucho lo ocurrido. Úrsula se preguntó qué era lo que divertía a Birkin. Éste dijo: —Está muy oscuro. ¿Encendemos la luz? Se apartó y encendió la fuerte luz eléctrica. El aula adquirió apariencia de dureza en todos sus detalles, pareció un lugar extraño, después de la luz suave, oscura y mágica que la inundaba antes de la llegada de Birkin. Éste dirigió una curiosa ojeada a Úrsula, quien tenía entonces los ojos redondeados e interrogantes, desorientada la mirada, en tanto que los labios le temblaban levemente. Estaba igual que aquellos a quienes se despierta bruscamente. Su cara resplandecía con una belleza viva y tierna, como la tierna luz del alba. Birkin la contempló con renovado placer, sintiéndose irresponsable, y con el corazón alegre. Cogiendo una rama de avellano del pupitre del alumno sentado ante él, Birkin dijo: —¿Estudiáis esto ya? ¿Tan adelantados vais? Este año no me he fijado en esas flores. Birkin contemplaba absorto las borlas en la rama que tenía en la mano. Fijándose en los hilos carmesíes que surgían de la flor femenina, exclamó: —¡Y también han salido las flores rojas! A continuación, Birkin paseó por entre los pupitres, para ver los cuadernos de los alumnos. Úrsula le observaba. Había en sus movimientos un silencio que acalló los latidos del corazón de Úrsula, que parecía hallarse paralizada por el silencio, contemplando cómo Birkin se movía en otro mundo de concentración. La presencia del hombre era en extremo silenciosa, casi como un vacío en el aire corpóreo. De repente, Birkin levantó la cabeza y miró a Úrsula, cuyo corazón aceleró sus latidos al impulso de su voz:
—Oye, dales tiza de colores, por favor. Para que pinten de color rojo las flores hembra y de color amarillo las macho. Lo mejor será que las pinten con toda sencillez, sólo con tiza, tiza roja y tiza amarilla. En este caso, la línea de las flores carece de importancia. Basta con que se fijen en un solo aspecto de las flores. —No tengo tizas de colores. —En alguna parte habrá. Sólo necesitas tiza roja y amarilla. Úrsula mandó a un chico en busca de tiza de colores. Luego, sonrojándose intensamente, dijo a Birkin: —Los cuadernos van a quedar sucios de polvillo de tiza. —No mucho. Hay que fijarse en esas cosas. La realidad es lo que se debe resaltar, en vez de dar constancia de la impresión subjetiva. ¿Y cuál es la realidad? Rojas manchitas picudas en la flor femenina, colgantes flores amarillas, que son las masculinas, cuyo polen amarillo pasa a las otras. Hay que dejar constancia gráfica de este hecho, de la misma manera que hacen los niños cuando dibujan una cara: dos ojos, una nariz, una boca con dientes… Así. Y Birkin trazó un dibujo en la pizarra. En aquel instante, detrás de los cristales de la puerta apareció otra visión. Era Hermione Roddice. Birkin fue allá y abrió la puerta. Hermione le dijo: —He visto tu automóvil. ¿Te molesta que haya entrado? Quería verte en pleno trabajo. Hermione le miró fija y largamente, íntima y juguetona, y luego soltó una breve risita. Sólo después de haber hecho lo anterior, se volvió hacia Úrsula, quien, al igual que toda la clase, había contemplado la escenita entre los dos amantes. En su voz baja, extraña, cantarina, que casi parecía burlarse de su interlocutor, Hermione dijo: —¿Qué tal, señorita Brangwen, cómo está? Espero que no le moleste que haya entrado. La mirada de sus ojos grises, casi sarcásticos, no se había apartado ni un instante de Úrsula, como si le estuviera definiendo resumidamente. Úrsula repuso: —No, en modo alguno. Con total frialdad, y un extraño descaro en buena medida dominante, Hermione repitió: —¿Está segura?
Úrsula, un poco excitada y desorientada, debido a que Hermione parecía querer imponerle su voluntad, situarse muy cerca de ella, como si fueran íntimas, a pesar de que no podían serlo, repuso: —Sí. En realidad me ha gustado mucho que viniera. Ésta era la contestación que Hermione deseaba. Satisfecha, se volvió hacia Birkin, y en tono intrascendentemente inquisitivo, le preguntó: —¿Qué estabais haciendo? —Estudiando las flores del avellano. —¿De veras? ¿Y qué tienen que aprender sobre ellas? En todo momento, Hermione hablaba burlonamente, de forma casi provocativa, como si tomara a broma la situación. Cogió una ramita, picada por la curiosidad manifestada por Birkin. Allí, en el aula, la figura de Hermione resultaba rara, con su largo y viejo abrigo de paño verdoso, adornado con dibujos realzados, en oro mate. El alto cuello del abrigo era de piel oscura, y la misma piel forraba su interior. Debajo, llevaba un vestido de bello color de espliego, con adornos de piel. Se tocaba con un gorro de piel y de la misma tela del abrigo, verde y con dibujos dorados. Alta y extraña, parecía salida de un cuadro raro, insólito. Birkin le preguntó: —¿Habías visto las florecillas femeninas rojas que producen las avellanas? ¿No te habías fijado en ellas? Birkin se acercó a Hermione y le indicó las flores rojas, en la ramita que él sostenía en la mano. Hermione replicó: —No. ¿Qué son? —Estas flores pequeñas son las que producen la semilla, y las largas producen únicamente el polen que fertiliza a las primeras. Mirando atentamente, Hermione dijo: —¿De veras? —De esas florecillas rojas salen las avellanas, siempre y cuando las flores reciban el polen de estas otras, alargadas y colgantes. Hermione murmuró para sí: —Son como llamitas rojas, como llamitas rojas. Y quedó unos instantes mirando únicamente los menudos brotes de los que salían los rojos hilillos. Acercándose a Birkin e indicando con su dedo largo y
blanco los hilos rojos, Hermione dijo: —¡Qué hermosas! ¿Verdad que son hermosas? Birkin le preguntó: —¿Nunca te habías fijado en esas flores? —No, nunca. —Pues a partir de ahora te fijarás siempre. Hermione repitió: —A partir de ahora me fijaré siempre. Muchas gracias por habérmelas mostrado. Me parecen muy hermosas. Como menudas llamas rojas. La absorta atención que prestaba a las flores era extraña, casi rapsódica. Tanto Birkin como Úrsula quedaron suspensos. Las pequeñas flores rojas con pistilos ejercían una extraña atracción, casi de pasión mística, en Hermione. La clase había terminado, los alumnos guardaron los cuadernos, y, por fin, se fueron. Y Hermione seguía sentada a la mesa, con la barbilla en la mano, el codo en el tablero, absorta la expresión de su larga y blanca cara, ajena a todo. Birkin se había acercado a la ventana, y, desde el aula fuertemente iluminada, contemplaba el exterior gris e incoloro, mojado por la lluvia que caía silenciosamente. Úrsula guardó sus cosas en el armario. Por fin, Hermione se levantó y se acercó a Úrsula, a quien preguntó: —¿Ha regresado a casa su hermana? —Sí. —¿Y le gusta volver a vivir en Beldover? —No. —Me maravilla que pueda soportarlo. Cuando estoy aquí, tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas para aguantar la fealdad de esta zona. ¿Por qué no va a mi casa? Me gustaría que pasara unos días, con su hermana, en Breadalby… Vayan, por favor… —Con mucho gusto. Hermione dijo: —Muy bien, pues le escribiré para concretar la visita. ¿Cree que su hermana irá? Me gustaría mucho que fuera. Su hermana me parece maravillosa. Y algunas de sus obras son realmente una maravilla. Tengo dos pajaritos, dos nevatillas, en bajorrelieve sobre madera, y pintadas, hechos por su hermana… ¿Los ha visto?
—No. —Me parece una obra perfectamente maravillosa… Es una revelación instintiva… —Sus bajorrelieves pequeños son realmente extraños. —De una belleza perfecta, rebosantes de pasión primitiva… —¿Verdad que es raro que a mi hermana le gusten las cosas pequeñas? Siempre hace cosas pequeñas, cosas que quepan en la palma de la mano, como pajarillos y animales menudos. Le gusta contemplar el mundo a través de prismáticos puestos al revés. ¿A qué cree que puede deberse? Hermione, desde su altura, dirigió a Úrsula aquella larga, independiente y escrutadora mirada que tenía la virtud de excitar a la más joven de las dos mujeres. Por fin, Hermione dijo: —Sí. Es curioso. Es como si las cosas pequeñas le parecieran más sutiles. —Pero no lo son, ¿verdad? Yo no creo que un ratón sea más sutil que un león. Una vez más, Hermione, desde lo alto, dirigió a Úrsula aquella larga y escrutadora mirada, como si estuviera absorta en un proceso mental exclusivamente suyo, y apenas prestara atención a las palabras de la otra. Hermione contestó: —No lo sé. Con voz suave, llamó a Birkin: —Rupert, Rupert… Birkin se acercó en silencio. Y Hermione, con un extraño estremecimiento de risa en la voz, como si se riera del problema planteado, le preguntó: —¿Las cosas pequeñas son más sutiles que las cosas grandes? Birkin contestó: —No lo sé. Úrsula declaró: —Odio las sutilezas. Hermione la miró despacio: —¿De veras? Úrsula, alzándose en armas, cual si viera su prestigio amenazado, dijo: —Siempre he considerado que son síntoma de debilidad.
Hermione no le hizo el menor caso. De repente, se le nubló la cara, pensativa frunció el entrecejo, y parecía torturada por las dificultades con que tropezaba para expresar su pensamiento. Como si Úrsula no estuviera presente, Hermione preguntó: —Rupert, ¿realmente crees que vale la pena? ¿Crees que despertar la conciencia de los niños es bueno para ellos? La cara de Birkin se ensombreció bruscamente, una silenciosa furia cruzó por ella. Birkin quedó con las mejillas hundidas y pálidas, casi fantasmales. La pregunta grave y de trascendencia moral que la mujer le había formulado, le hirió en lo más sensible de su ser. Repuso: —No se les despierta la conciencia. La conciencia surge en ellos tanto si quieren como si no quieren. —Pero ¿tú crees que es bueno para los niños el que se acelere, se estimule, la formación de la conciencia? ¿No sería mejor que siguieran sin tener conciencia de lo que son las flores del avellano, que sería mejor que las contemplaran en su conjunto, globalmente, formando parte de un todo, en vez de darles ese conocimiento mediante la desmembración? Con dureza, Birkin preguntó a su vez: —En cuanto a ti respecta, ¿prefieres saber o no saber que las florecillas rojas están ahí, esperando el polen? Birkin había hablado en tono brutal, despreciativo, cruel. Hermione siguió con la cara alzada, abstraída. Birkin, irritado, guardaba silencio. Balanceando levemente la cabeza, Hermione repuso: —No lo sé, no lo sé… Birkin barbotó: —Pero el saber lo es todo para ti, es toda tu vida. Hermione le dirigió una lenta mirada: —¿De veras? Birkin gritó: —Toda tu vida es esto: saber. Sólo tienes eso: el conocimiento. En tus labios sólo hay un árbol, sólo hay un fruto. De nuevo, Hermione guardó silencio durante un rato. Por fin, con la misma calma imperturbable, dijo: —¿Tú crees? Después, en tono de caprichosa curiosidad, preguntó:
—¿Y qué fruto es, Rupert? Exasperado y odiando la metáfora por él mismo empleada, Birkin repuso: —La eterna manzana. Hermione dijo: —Sí. Hermione parecía haber quedado agotada. Durante unos instantes reinó el silencio. Después, reuniendo fuerzas mediante un movimiento convulsivo, Hermione volvió a hablar con voz de ritmo cantarín, en tono ligero: —Pero, prescindiendo de mí, Rupert, ¿crees que los niños, gracias a esos conocimientos serán mejores, más felices, y con el espíritu mayormente enriquecido? ¿Realmente lo crees así? ¿O acaso no sería mejor dejarlos tal como son, espontáneos? ¿No sería mejor que fueran animales, simples animales, primitivos, violentos, cualquier cosa, antes que darles esa conciencia de sí mismos, esa incapacidad para ser espontáneos? Pensaron que Hermione había terminado. Pero, con un raro matiz gutural en la voz, prosiguió: —¿No sería mejor para ellos que fueran cualquier cosa, antes que convertirse en adultos tullidos, con el alma tullida, con los sentimientos tullidos… así, tan reprimidos, tan ensimismados, tan incapaces…? Hermione crispó la mano, como en un trance. Siguió: —¿Tan incapaces de actuación espontánea, siempre premeditando sus actos, siempre con la carga de tener que elegir, jamás en actuación arrebatada? Una vez más, pensaron que Hermione había terminado. Pero, en el mismo instante en que Birkin iba a contestar, Hermione continuó su rara rapsodia: —¿Jamás arrebatados, jamás salidos de cauce, siempre conscientes, siempre inhibidos por la conciencia de sí mismos, siempre atentos a su propia personalidad? ¿Acaso cualquier cosa no es mejor que esto? Más valdría que fueran animales, simples animales carentes de mente, antes que esa nada… Irritado, Birkin preguntó: —¿Realmente crees que el conocimiento es lo que nos quita vida y lo que nos hace conscientes de nosotros mismos? Hermione desorbitó los ojos, miró lentamente a Birkin y repuso: —Sí. Hermione guardó silencio, sin dejar de mirar a Birkin, con mirada vaga. Luego se pasó los dedos por la frente, con cierta expresión de cansancio. Eso
irritó profundamente a Birkin. Hermione dijo: —Es la mente, y la mente es la muerte. Observó despacio a Birkin, y acompañando sus palabras con un convulso movimiento del cuerpo, dijo: —¿Acaso la mente no es nuestra muerte? ¿Acaso no es la mente lo que destruye toda nuestra espontaneidad, lo que destruye nuestros instintos? ¿Acaso los jóvenes, en nuestros días, no crecen realmente muertos, sin que se les dé la oportunidad de vivir? Brutalmente, Birkin repuso: —Esto ocurre debido a la escasez de inteligencia, no al exceso. Hermione gritó: —¿Estás seguro? A mí me parece que ocurre todo lo contrario. Tienen un exceso de conciencia. La carga de la conciencia les mata. Birkin gritó: —Están aprisionados por un falso y limitado conjunto de conceptos. Pero Hermione no hizo caso de estas palabras, y prosiguió con su interrogativa rapsodia. Patéticamente preguntó: —Cuando adquirimos el conocimiento, ¿acaso no lo perdemos todo menos el conocimiento? Si conozco la flor, ¿acaso no pierdo la flor y sólo me quedo con el conocimiento? ¿No será que trocamos la sustancia por la sombra, no será que entregamos la vida a cambio de esa muerte que son los conocimientos? Y , después de todo, ¿qué significa para mí el conocimiento? Nada. Birkin dijo: —No haces más que jugar con las palabras. El conocimiento lo significa todo para ti. Incluso quieres tener en la cabeza tu afición a la animalidad. No quieres ser un animal, sólo quieres observar tus funciones animales, para que te den una emoción intelectual. Para ti, esto es puramente secundario, y mucho más decadente que el más limitado intelectualismo. ¿Qué es sino la peor y más extrema forma de intelectualismo ese amor que tienes a las pasiones y a los instintos animales? Realmente ansías la pasión y los instintos, pero en tu cabeza, en tu conciencia. Todo ocurre dentro de tu cabeza, dentro de ese cráneo que llevas sobre los hombros. Ocurre que no quieres tener conciencia de que realmente es así. Quieres contar con una mentira que esté a tono con tu restante mobiliario intelectual. Hermione aguantó este ataque con expresión dura y venenosa. Úrsula se
sentía embargada por el asombro y la vergüenza. La aterraba percatarse de lo mucho que se odiaban aquellos dos. Con su voz recia y de tono lacónico, Birkin dijo: —Todo se debe a esa actitud de Lady Shalott. Tienes el espejo, tienes tu propia y fija voluntad, tienes tu inmortal comprensión, y, fuera de eso, no hay más nada. Necesitas que todo esté ahí, en el espejo. Pero ahora que has llegado a todas tus conclusiones, necesitas retroceder para ser como una salvaje, carente de todo conocimiento. Y quieres una vida plena de sensaciones y «pasión». Había dirigido con sarcasmo estas últimas palabras a Hermione. Ésta seguía sentada, convulsa de furia y de ultraje, con el habla cortada, como fulminada pitonisa griega. Violentamente, Birkin siguió: —Pero tu pasión es una mentira. No es pasión, es sólo tu voluntad. Es tu voluntad brutalmente dominante. Quieres agarrar las cosas y tenerlas en tu poder. Sí, quieres tener las cosas en tu poder. ¿Por qué? Pues porque no tienes cuerpo verdadero, careces de la oscura vida sensual del cuerpo. Careces de sensualidad. Sólo tienes tu voluntad y la vanagloria de tu conciencia, y tus ansias de poder, de saber. Birkin la contemplaba con una mezcla de odio y desprecio, y también con dolor, debido a que Hermione sufría, y con vergüenza por cuanto sabía que la estaba torturando. Sintió el impulso de arrodillarse ante ella y pedirle perdón. Pero más amarga era la roja rabia que, ardiendo, alimentaba su furia. Birkin se olvidó de Hermione, y se transformó únicamente en una voz apasionada: —¡Espontánea! ¡Tú y tu espontaneidad! ¡Tú, el ser que con más deliberación actúa entre todos los que andan o reptan! Serías espontánea, sí, pero de manera muy deliberada. Sí, porque todo lo quieres tener en tu voluntad, en tu conciencia voluntaria y deliberada. Lo quieres tener todo dentro de esa odiosa calavera que debieran cascarte como se casca una nuez. Sí, porque seguirás siendo igual hasta que te casquen el cráneo, hasta que te revienten la cabeza, tal como se revienta a un insecto. Si alguien te partiera el cráneo, quizá consiguiéramos hacer de ti una mujer espontánea y apasionada, dotada de verdadera sensualidad. Tal como eres, lo que deseas es pornografía, mirarte en espejos, contemplar al desnudo tus actuaciones animales reflejadas en espejos, con el fin de tenerlo todo en tu conciencia, con el fin de transformarlo todo en cosa mental. Había en el ambiente una sensación de ultraje, como si se estuvieran diciendo demasiadas cosas, como si se dijera lo imperdonable. Sin embargo, Úrsula estaba únicamente ocupada en resolver sus propios problemas, a la luz
de las palabras de Birkin. Estaba pálida y abstraída. Úrsula preguntó intrigada a Birkin: —¿Realmente buscas la sensualidad? —Sí. Actualmente, más que cualquier otra cosa. Es el gran logro, el grande y oscuro conocimiento que no se puede tener en la cabeza, el ser oscuro e involuntario. Es la muerte del propio yo, pero también es la conversión en otro ser. Incapaz de interpretar las frases de Birkin, Úrsula preguntó: —¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede tener conocimiento fuera de la cabeza? Birkin repuso: —Se tiene en la sangre cuando la mente y el mundo conocido se sumen en las tinieblas, y, entonces, todo debe desaparecer, entonces debe llegar el Diluvio. Entonces, te descubres a ti mismo en el cuerpo palpable de las tinieblas, convertido en un demonio… Úrsula preguntó: —¿Y por qué he de convertirme en demonio? Birkin recitó: —«Mujer que gime por su demoníaco amante.» ¿Por qué? Pues no lo sé. Hermione se levantó como si se levantara de la tumba, del aniquilamiento. Dirigiéndose a Úrsula con voz extraña y resonante, que se convirtió, al fin, en una aguda risita ante el más puro ridículo, dijo: —¿Verdad que es un horrible ser satánico? Las dos mujeres, riendo, se burlaban de él, le aniquilaban con sus burlas. La voz de hembra, aguda y triunfal, de Hermione, se burlaba de él como si fuera un ser sin sexo. Birkin dijo: —No. Tú eres el verdadero diablo que no permite la existencia de la vida. Hermione le dirigió una mirada larga, lenta, malévola, de pedante superioridad. Con sorna lenta, fría y astuta, le dijo: —Bueno… Parece que lo sabes todo. La cara de Birkin adquirió belleza y claridad de acero, al responder: —Sé lo suficiente. Una oleada de horrible desesperación, y, al mismo tiempo, una sensación de liberación, invadieron a Hermione, quien, con agradable intimidad, se
dirigió a Úrsula para decirle en tono de súplica: —¿Seguro que irá a Breadalby? Úrsula contestó: —Sí, con mucho gusto. Hermione la miró de arriba abajo, satisfecha, reflexiva, y extrañamente ausente, como si estuviera poseída, como si en realidad no se encontrara allí. Como si volviera en sí, Hermione dijo: —Me alegro tanto… Será dentro de quince días, más o menos. ¿Le parece bien? Le escribiré aquí, a la escuela. ¿Y seguro que irá? Sí. Me alegrará mucho. Adiós, adiós. Hermione ofreció la mano a la otra mujer y la miró a los ojos. Sabía que Úrsula era una inmediata rival, y eso le produjo una extraña excitación. Por otra parte, era ella la que se iba. Siempre le producía una sensación de fortaleza, de ventaja, el irse y dejar a la otra detrás. Además, se llevaba al hombre consigo, aun cuando con odio recíproco. Birkin quedó un poco apartado, rígido, irreal. Pero cuando le correspondía despedirse, comenzó a hablar de nuevo: —Hay una inmensa diferencia entre la realidad verdaderamente sensual y el vicioso y deliberado libertinaje mental que la gente busca. Por la noche, la luz eléctrica está siempre encendida, nos contemplamos a nosotros mismos, y todo se nos mete en la cabeza. Hay que salir de esto, para llegar a conocer lo que es la verdadera realidad sensual, salir de esto para penetrar en la inconsciencia y renunciar a nuestra voluntad. Debemos hacerlo. Debemos aprender a no ser, antes de que podamos comenzar a ser. »Pero estamos muy engreídos de nosotros mismos, y ahí radica el problema. Somos muy engreídos y carentes de dignidad. Carecemos de noble orgullo, todos somos engreídos, muy engreídos de nuestro yo de cartón-piedra, grabado en la conciencia. Preferimos morir a renunciar a nuestra mezquina voluntad, arbitraria e hipócritamente honrada. En el aula reinaba el silencio. Las dos mujeres contemplaban a Birkin con hostilidad y resentimiento. Había hablado como si estuviera ante una multitud. Hermione se limitó a no hacerle caso, con los hombros alzados, en un encogimiento de desagrado. Úrsula le contemplaba igual que si lo hiciera furtivamente, sin darse realmente cuenta de lo que veía. Aquel hombre estaba dotado de gran atractivo físico, había en él una fuerza oculta, que se manifestaba a través de su delgadez y de su palidez, como otra voz que comunicara otro conocimiento de él. Esto se hallaba en las curvas de sus cejas y de su mentón, curvas bellas,
exquisitas, firmes, con la poderosa belleza de la propia vida. Úrsula no podía decir en qué radicaba, pero había en Birkin algo que daba impresión de plenitud y de libertad. Úrsula, volviéndose hacia él con cierta áurea expresión de risa destellando en el fondo de sus verdosos ojos, como un reto, le preguntó: —¿No crees que todos nosotros somos ya suficientemente sensuales, sin necesidad de adquirir más sensualidad? Después de estas palabras, inmediatamente, una sonrisa rara, despreocupada y terriblemente atractiva apareció en los ojos y cejas de Birkin, a pesar de que sus labios no se distendieron. Repuso: —No, no lo somos. Vivimos excesivamente poseídos de nosotros mismos. Úrsula gritó: —¡Pero esto no es engreimiento! Birkin dijo: —Es sólo eso. Úrsula, francamente desconcertada, preguntó: —¿Y no crees que la gente está sobre todo engreída de sus poderes sensuales? —Ésa es la razón por la que la gente no es sensual, sino sólo sensualista, lo cual es cosa muy distinta. Las personas siempre tienen conciencia de sí mismas, y están tan engreídas que, en vez de liberarse de sí mismas y de vivir en otro mundo, de vivir teniendo otro centro, prefieren… Hermione, volviéndose hacia Úrsula con elegante amabilidad, dijo: —Es la hora de tomar el té para usted, ¿verdad? Ha estado trabajando todo el día… Birkin se calló. Una oleada de rabia y enojo recorrió el cuerpo de Úrsula. Birkin, con cara inexpresiva, se despidió de ella, igual que si hubiera dejado de tener seguridad de su existencia. Ya se habían ido. Úrsula se quedó unos instantes con la vista fija en la puerta. Luego apagó las luces. Y después se sentó en su silla, absorta y perdida. Luego se echó a llorar amargamente, muy amargamente. Pero no supo si lloraba de alegría o de desdicha.