Horas después volvían los dos a reunirse en el café. Por las puertas de vaivén, Gerald entró en la amplia estancia de alto techo en que los rostros y las cabezas de los bebedores se veían difusamente a través del humo, y se reflejaban de manera todavía más difusa, repetidas ad infinitum en los grandes espejos colgados en las paredes, de modo que se tenía la impresión de entrar en un oscuro y vago mundo de sombríos bebedores, que emitía murmullos en la atmósfera de azul humo de tabaco. Sin embargo, el terciopelo rojo de los asientos daba sustancia a aquella burbuja de placer. Gerald avanzó despacio, con aire observador y atento, por entre las mesas y por entre la gente cuyas sombrías caras se alzaban a su paso. Tenía la impresión de penetrar en un extraño elemento desconocido, de penetrar en una iluminada región nueva, entre una cohorte de almas licenciosas. Eso le gustaba y le divertía. Miró las caras oscuras, evanescentes, extrañamente iluminadas, inclinadas sobre las mesas. Y vio a Birkin, quien se levantó y le hizo una seña.
En la mesa de Birkin había una muchacha de cabello oscuro y corto, peinado al modo de las artistas, que le colgaba liso hasta las orejas, como a una princesa egipcia. Era menuda y de aspecto delicado, de tez clara y grandes ojos oscuros y hostiles. En todas sus formas había delicadeza, casi belleza, y al mismo tiempo cierta atractiva grosería espiritual, lo que fue causa de que en los ojos de Gerald apareciera instantáneamente una chispa. Birkin, que parecía apagado, irreal, como si quisiera que su presencia no se notara, presentó a Gerald a la chica, de la que dijo se llamaba la señorita Darrington. La muchacha alargó la mano en movimiento brusco, desabrido, sin dejar de mirar a Gerald, con sus ojos de mirada tenebrosa y vulnerable. Gerald se ruborizó al sentarse. Llegó el camarero. Gerald miró los vasos de los otros dos. Birkin bebía un líquido verde. Y la señorita Darrington tenía ante sí una copa de licor, pequeña, en la que sólo quedaban unas gotas. —¿Tomará otra copa de…? La chica dijo: —Brandy. Se bebió las últimas gotas y dejó la copa. El camarero se fue. La chica dijo a Birkin: —No. No sabe que he vuelto. Quedagá ategado, cuando me vea aquí. Hablaba transformando, a menudo, las erres en ges, y pronunciando a medias las sílabas, de manera un tanto infantil, con lo que su habla era, al mismo tiempo, afectada y muy acorde con su aparente carácter. Tenía voz apagada, átona. Birkin le preguntó: —¿Dónde está? La chica expuso: —Inaugura una exposición privada en casa de lady Snellgrove. Warens también ha ido. Hubo una pausa. Luego Birkin, con aire desapasionado y protector, le preguntó: —Bueno, ¿qué piensas hacer? La chica meditó enfurruñada. La pregunta la había disgustado. Contestó: —No pienso hacer nada. Mañana veré si me contratan para posar. Birkin le preguntó: —¿A quién irás a ver?
—Primero igué a ver a Bentley. Pero me parece que está enfadado conmigo por haberme escapado. —¿Cuando estaba pintando el cuadro de la Virgen? —Sí. Y si no me quiere contratar, iré a ver a Carmarthen. Éste me dagá trabajo. —¿Carmarthen? —Frederick Carmarthen. Hace fotografías. —Gasas y hombros. —Sí. Pero es un tipo muy decente. Hubo una pausa. Birkin preguntó: —¿Y qué vas a hacer con Julius? —Nada. Como si no existiera. —¿Has terminado con él para siempre? La muchacha volvió la cara hacia el otro lado, enfurruñada, y no contestó. Un hombre se acercó a paso muy vivo a la mesa. Con gran cordialidad, dijo: —Hola, Birkin. Hola, Pussum, ¿cuándo has regresado? —Hoy. —¿Lo sabe Halliday? —No lo sé. Y me da igual. —¡Vaya! Veo que las cosas no han cambiado. ¿Te molesta que me siente a vuestra mesa? Fríamente, aunque con cierto tono de súplica, como una niña, la chica repuso: —Estoy hablando con Gupert, ¿sabes? El joven dijo: —Te estás confesando… Eso siempre es bueno para el alma. Hasta luego, pues. Y después de dirigir una rápida y penetrante mirada a Birkin y a Gerald, el recién llegado se fue deprisa, balanceando los faldones de la chaqueta. Durante este tiempo, nadie había prestado la menor atención a Gerald. Sin embargo, Gerald tenía la impresión de que la muchacha tenía física conciencia
de su proximidad. Gerald esperaba, escuchaba y procuraba averiguar el significado de la conversación entre los otros dos. La chica preguntó a Birkin: —¿Te alojas en la casa? —Sí, estaré tres días. ¿Y tú? —Todavía no lo sé. Siempre puedo ir a casa de Bertha. Hubo un silencio. De repente, la chica se volvió hacia Gerald y le preguntó con acento formal y cortés, en el tono distante de la mujer que acepta su inferioridad social, pero que da por supuesta una camaradería íntima con el hombre a quien se dirige: —¿Conoce bien Londres? Riendo, Gerald repuso: —No mucho, parece. He estado infinidad de veces, pero no conocía todavía este sitio. En un tono que situó a Gerald en la posición de un extraño, la chica le preguntó: —Entonces ¿usted no es artista? —No. Birkin, dando a Gerald las cartas credenciales que lo hacían admisible en el mundo de la bohemia, dijo: —Es soldado, explorador y Napoleón de la industria. Con curiosidad fría, pero viva, la chica preguntó a Gerald: —¿Es usted militar? —Ya no. Dejé el ejército hace unos años. Birkin terció: —Estuvo en la última guerra. La chica preguntó: —¿De verdad? Birkin añadió: —Luego hizo una expedición al Amazonas, y ahora explota minas de carbón. La muchacha miró a Gerald con fija y tranquila curiosidad. Gerald se echó
a reír al escuchar la definición que de él había dado Birkin. Se sentía satisfecho de sí mismo, rebosante de fortaleza viril. La risa iluminaba sus ojos azules y profundos. Su cara, colorada, coronada por el cabello rubio y fuerte, estaba llena de satisfacción y resplandecía de vida. Había intrigado a la chica, que le preguntó: —¿Cuánto tiempo se queda aquí? —Un día o dos. Quizá más, no tengo prisa. La chica seguía dirigiendo a su cara aquella mirada lenta y franca que tan curiosa y excitante parecía a Gerald. Se sentía aguda y deliciosamente consciente de sí mismo, de su propio atractivo. Se sentía pletórico de fuerzas, capaz de comunicar algo parecido a la fuerza eléctrica. Y tenía conciencia de los oscuros ojos de la chica, con su mirar vulnerable, fijos en él. Eran bellos aquellos ojos, con aspecto de flor, plenamente abiertos, mirándole desnudos. Y en ellos parecía flotar una curiosa iridiscencia, una especie de película desintegrada, cierta tristeza, como aceite flotando sobre el agua. Debido al calor que reinaba en el café, la chica se había quitado el sombrero. Llevaba un vestido sencillo, cerrado en el cuello, pero era de rico crêpe-de-chine amarillo, y el vestido colgaba pesada y suavemente del joven cuello de la joven y de sus delgadas muñecas. Su aspecto era sencillo y acabado, realmente bello, debido a su forma y regularidad. El brillante cabello oscuro caía y se curvaba simétricamente a uno y otro lado de la cabeza; sus facciones eran menudas, correctas y suaves, egipcias en la leve plenitud de sus curvas; el cuello era esbelto, y el sencillo vestido de denso color sobresalía de sus delicados hombros. La muchacha tenía un aire de gran quietud, casi de inexistencia, un aire distante y cauteloso. Gerald se sentía fuertemente atraído por ella. Y se daba cuenta de que ejercía un tremendo y gozoso poder sobre ella, un cariño instintivo muy próximo a la crueldad. Sí, porque la chica era una víctima. Gerald se daba cuenta de que ella se hallaba a su merced, y se sentía generoso. Una corriente eléctrica tensa y voluptuosamente generosa recorría los miembros de Gerald. Con la fuerza de su descarga, podía aniquilar a la muchacha. Pero ésta esperaba, a su distancia, entregada. Durante un rato hablaron de cosas triviales. De repente, Birkin dijo: —¡Ahí viene Julius! Birkin se levantó un poco, sin llegar a ponerse en pie, y dirigió una seña al recién llegado. La chica, en un movimiento raro, casi malvado, volvió la cabeza, mirando por encima del hombro, sin mover el resto del cuerpo. Gerald observó el balanceo del cabello oscuro y suave de la muchacha sobre sus orejas. Comprendió que la muchacha miraba intensamente al hombre que se
acercaba, por lo que también él miró hacia allá. Vio a un hombre joven y flaco, atezado, con el cabello rubio, largo y denso saliéndole por debajo del sombrero negro, que avanzaba difícilmente por la sala, con el rostro iluminado por una sonrisa que era, al mismo tiempo, ingenua y cálida, y también vacía. Se acercó a Birkin deprisa, impulsado por el deseo de darle la bienvenida. Hasta que estuvo muy cerca de la mesa, el recién llegado no se dio cuenta de la presencia de la joven. Al verla retrocedió, se le puso verdosa la cara, y dijo en voz aguda y chillona: —Pussum, ¿qué haces aquí? Todos los que estaban en el café miraron como animales al oír el grito. Halliday se había quedado inmóvil, mientras una pálida sonrisa, casi de imbécil, se dibujaba en su cara. La chica se limitó a mirarle con expresión helada, en la que se veía el resplandor de un diabólico e insondable conocimiento, mezclado con cierta impotencia. Aquel hombre la limitaba. Halliday, con la misma voz chillona e histérica, dijo: —¿Por qué has regresado? Te dije que no volvieras. La chica no le contestó, limitándose a mirarle de aquella misma manera, inexpresiva como el hielo, pesada, recta, mientras Halliday, como si quisiera protegerse, con las manos echadas hacia atrás, a la espalda, se apoyaba en la mesa contigua. Birkin le dijo: —Sabes muy bien que querías que regresara. Anda, ven y siéntate. —No, yo no quería que volviera y le dije que no regresara. ¿Qué quieres, Pussum? Con voz preñada de resentimiento, la chica dijo: —De ti, nada. Halliday gritó, en voz que se elevó hasta el chillido: —Entonces ¿por qué diablos has vuelto? Birkin dijo: —Es libre de hacer lo que le dé la gana. Oye, ¿te sientas o no? Halliday gritó: —No, no me sentaré con Pussum. Secamente, pero con cierto tono de protección, la chica dijo: —No tengas miedo, que no te haré daño. Halliday se acercó, se sentó a la mesa, se llevó la mano al corazón y dijo:
—¡Qué susto me has dado! Pussum, no me hagas estas cosas. ¿Por qué has vuelto? La chica repitió: —No pretendo nada de ti. Alzando la voz, Halliday dijo: —Eso ya lo has dicho antes. La chica volvió la cara, apartándola totalmente de Halliday, y miró a Gerald Crich, en cuyos ojos había un sutil destello de diversión. Con su voz átona e infantil, la chica le preguntó: —¿Y no le daban un miedo teguible los salvajes? —Pues no, no mucho, realmente. En términos generales, son inofensivos. Son como niños, y no dan miedo. Se les puede manejar bien. —¿De veras? ¿No son muy fieros? —No, ni mucho menos. En realidad hay muy pocos seres fieros, tanto entre los animales como entre los hombres. Pocos seres son los que tienen la ferocidad precisa para ser verdaderamente peligrosos. Birkin intervino: —Salvo cuando van en rebaño. La chica dijo: —¿De modo que no son peligrosos? Pues yo pensaba que todos los salvajes eran muy peligrosos, y que la mataban a una antes de parpadear. Gerald se echó a reír: —¿De veras? A los salvajes se les da demasiada importancia. En realidad, son iguales que la demás gente, y cuando se les conoce no resultan interesantes. —Bueno, ¿en ese caso resulta que para ser explorador no hace falta ser terriblemente valiente? —No. Antes es un asunto de privaciones y vida dura más que de peligros. —Vaya… ¿Y nunca ha tenido miedo? —¿En toda mi vida? No lo sé… Bueno, sí, hay cosas que me dan miedo, como estar encerrado, encerrado en un sitio, o que me aten. Me da mucho miedo que me aten de pies y manos. La muchacha le miraba fijamente con sus ojos oscuros, clavados en él, y esa mirada producía a Gerald una excitación tan profunda que la parte externa
de su personalidad permanecía en perfecta calma. Era delicioso sentir que la muchacha le arrancaba aquellas revelaciones acerca de sí mismo, como si hurgara en el más recóndito y oscuro tuétano de su cuerpo. La chica quería saber. Y sus ojos parecían penetrar en el organismo desnudo de Gerald. Se daba cuenta de que la joven se sentía impulsada hacia él, que fatalmente tendría que entrar en contacto con él, tendría que verle y conocerle. Y eso le suscitaba un estado de ánimo curiosamente exultante. También sentía que la chica tendría que entregarse a sus manos y quedar subyugada por él. La muchacha era profundamente profana, propensa al comportamiento de esclava, allí, mirándole, dejándose absorber por él. No, no estaba interesada en lo que él le decía, sino absorta en la revelación que de sí mismo hacía Gerald, absorta por él, quería conocer su secreto, quería experimentar su ser viril. Una sonrisa insólita, rebosante de luz y de vitalidad alerta, aunque inconsciente, iluminaba la cara de Gerald. Estaba sentado con los antebrazos sobre la mesa, y las manos, de piel tostada por el sol, un tanto siniestras, manos animales pero muy bellas, adelantadas hacia la chica. Y esas manos la fascinaban. Y la chica lo sabía, hasta el punto que se complacía en observar su propia fascinación. A la mesa se habían sentado más hombres, que hablaban con Birkin y con Halliday. En voz baja, aparte, Gerald preguntó a Pussum: —¿Y de dónde ha regresado? En voz muy baja, pero plenamente resonante, la chica repuso: —Del campo. Su cara adquirió una expresión cerrada y dura. Constantemente dirigía miradas a Halliday, y, entonces, un destello aparecía en sus ojos. Halliday, joven y meditabundo, prescindía completamente de ella. Realmente, le tenía miedo. Había instantes en que la muchacha se olvidaba de la existencia de Gerald. Éste no la había conquistado todavía. En voz también baja, Gerald le preguntó: —¿Y qué tiene que ver Halliday con que usted estuviera en el campo? Durante unos segundos pareció que la muchacha no quería contestar. Luego, con desgana, dijo: —Me obligó a vivir con él, y ahora quiere echarme de su vida. Pero tampoco me deja ir con otro. No me deja ir con nadie. Quiere que viva escondida en el campo. Y luego dice que le persigo y que no puede desembarazarse de mí. Gerald dijo: —No sabe lo que quiere.
—Es que no sabe nada. Siempre espera que alguien le diga lo que debe hacer. Nunca hace lo que quiere por sí mismo, porque no sabe lo que quiere. Es como un niño. Gerald miró a Halliday unos instantes. Observó la cara blanda, notablemente degenerada del muchacho. La blandura, en sí misma, constituía un atractivo. Cálida y suave, parecía que aquella blandura pudiera acoger gratamente a quien se arrojara a ella. Gerald preguntó: —Pero ¿no tiene poder alguno sobre usted? —Bueno, es que me obligó a vivir con él. Vino y se puso a llorar, sí, se puso a llorar a mares, diciendo que no podría seguir viviendo si no volvía a su lado. Y no quería irse. Estaba dispuesto a quedarse todo el tiempo que fuera preciso. Y me obligó a volver a su lado. Siempre se porta así. Y ahora que estoy esperando un hijo, quiere darme cien libras y mandarme al campo, para no verme nunca más y no volver a saber de mí. Pero no lo conseguirá después de… En la cara de Gerald se formó una expresión rara. Con incredulidad, preguntó: —¿Espera un hijo? Viéndola tan joven y tan alejada del espíritu de la maternidad, parecía imposible. La muchacha le miró plenamente a la cara, y, en sus oscuros, primarios ojos, había una expresión furtiva, una expresión de conocimiento del mal, tenebrosa e indomable. Una llama secreta brotó en el corazón de Gerald. La muchacha repuso: —Sí. ¿Verdad que es horroroso? —¿Y quiere tenerlo? Dando gran énfasis a la contestación, la chica dijo: —No. No quiero. —Pero ¿cuánto hace que lo sabe? —Diez semanas. Todo el tiempo, la muchacha mantuvo la mirada fija en la cara de Gerald. Éste se quedó pensativo y en silencio. Después asumió otro estado de ánimo, se enfrió, y con voz cargada de amable consideración, preguntó a la chica: —¿Podemos comer algo aquí? ¿Qué le apetece? —Pues sí. Me encantaría comer ostras. —Bueno, pues comeremos ostras.
Gerald llamó al camarero. Halliday no se dio cuenta de nada hasta que el plato estuvo ante la muchacha. Entonces gritó bruscamente: —Pussum, no puedes comer ostras ni beber brandy. La chica le preguntó: —¿Y a ti qué te importa? —Nada, nada… Pero no puedes comer ostras ni beber brandy. La muchacha replicó: —No estoy bebiendo brandy. Y arrojó las últimas gotas de licor que quedaban en la copa a la cara de Halliday. Éste soltó un extraño chillido. Y la muchacha se lo quedó mirando, con aparente indiferencia. Aterrado, Halliday chilló: —¡Pussum! ¿Por qué has hecho eso? Gerald tuvo la impresión de que Halliday temía, hasta el terror, a la muchacha, y que le gustaba sentir ese terror. Parecía gozar de las sensaciones de horror y de odio que la chica le inspiraba, parecía paladearlas y gozar, profundamente aterrado, de todos sus aromas. Gerald pensó que era un extraño necio, aunque no carente de cierto atractivo. Otro hombre, con voz muy delgada y rápida, y acento de Eton, dijo: —Pussum, prometiste no hacerle daño. La chica repuso: —No le he hecho daño. El hombre que había hablado era joven, moreno, de piel suave, y rebosante de oculto vigor. Preguntó: —¿Qué vas a beber? La chica repuso: —La cerveza negra no me gusta, Maxim. La voz caballerosa del joven dijo en un murmullo: —Debes pedir champán. Gerald se dio cuenta de que ese consejo era una insinuación dirigida a él. Riendo, dijo: —¿Bebemos champán?
La chica, con su infantil pronunciación, contestó: —Sí, seco, pog favog. Gerald observó a Pussum mientras ésta comía las ostras. Lo hacía con delicadeza y remilgo; tenía dedos hermosos que parecían estar dotados de gran sensibilidad en las yemas, separaba la comida con movimientos menudos y bellos, comía cuidadosa y delicadamente. A Gerald le gustaba mucho verla comer así. A Birkin le irritaba. Todos bebían champán. Maxim, el atildado joven ruso, con la cara suave y de color cálido, y el cabello negro y abrillantado, era el único que parecía hallarse en perfecta calma y serenidad. Birkin estaba blanco y abstraído, muy poco natural, Gerald sonreía en estado de constante beatitud, divertido, con frías chispas bailándole en los ojos, inclinándose un poco, con aire protector, hacia Pussum, que estaba muy hermosa y suave, esponjada, expuesta como una flor roja en un paisaje helado, en desnudez temiblemente florida, un tanto envanecida, animada por el vino y excitada por la presencia de los hombres. Halliday tenía aspecto de necio. Bastaba con que bebiera un vaso de vino para quedar embriagado, propenso a soltar risitas ahogadas. Sin embargo, en Halliday siempre se daba una agradable y cálida ingenuidad que le confería atractivo. Pussum, levantando sus redondos ojos, que parecían cubiertos por una ígnea película cegadora, y fijando plenamente la mirada en Gerald, dijo: —No tengo miedo a nada, excepto a las cucagachas. Gerald rio peligrosamente, como si fuera la sangre lo que le hubiera impulsado a ello. La infantil manera de hablar de Pussum le acariciaba los nervios, y aquellos ojos ardientes y cubiertos por una película, mirándole plenamente, olvidados de todo su pasado, le causaban una sensación de licenciosa libertad. Pussum aseguraba: —No, no, no tengo miedo de nada. Pero las cucagachas negras… ¡Uf…! Y se estremeció convulsivamente, como si sólo pensar en las cucarachas fuera insoportable. Gerald, con la puntillosa precisión propia del hombre que ha estado bebiendo, preguntó: —¿Quiere decir que la visión de las cucarachas le da miedo, o que tiene miedo a que las cucarachas la muerdan o le causen daño de una manera u otra? La chica gritó: —¿Muerden? Gerald miró alrededor de la mesa y dijo: —No lo sé. ¿Muerden las cucarachas? Pero no es ése el quid de la cuestión. Lo importante es: ¿tiene usted miedo de que la muerdan, o se trata de
una antipatía metafísica? La muchacha no había dejado de mirarle plenamente, con ojos primarios. Gritó: —¡Me parecen repugnantes y horrorosas! En cuanto veo una, se me pone toda la carne de gallina. Si una cucagacha me tocaga el cuerpo, me moriría. El joven ruso musitó: —Esperemos que no ocurra. La chica insistió: —¡Estoy segura de que me moriría, Maxim! Sonriente y sabio, Gerald dijo: —Jamás una cucaracha tocará su cuerpo. De una forma extraña, Gerald comprendía a la chica. Birkin dictaminó: —Tal como ha dicho Gerald, es un problema metafísico. Se produjo una pausa embarazosa. El joven ruso, con su habla rápida, elegante, preguntó: —¿Y de nada más tienes miedo, Pussum? —Pues no. Algunas cosas me dan miedo, pero guealmente no es lo mismo que lo que me pasa con las cucagachas. La sangue no me da miedo. Un hombre joven, de cara gruesa, pálida y con expresión burlona, que acababa de llegar a la mesa y que bebía whisky, dijo: —¡La sangue no le da miedo! Pussum le dirigió una enfurruñada mirada de desagrado, una mirada fea y de baja estofa. El individuo, con expresión de mofa en la cara, insistió: —¿Verdad que no le da miedo la sangue? Pussum repuso: —No, no me da miedo. El joven que bebía whisky le preguntó con sorna: —¿Y dónde has visto sangre, como no sea en la escupidera del dentista? Con aire de soberbia, Pussum le dijo: —No estaba hablando contigo.
—Lo que pasa es que no puedes contestar. Por toda respuesta, Pussum le atizó una cuchillada en la mano gruesa y pálida. El muchacho se levantó de un salto, lanzando una vulgar maldición. Con desprecio, Pussum dijo: —Eso es lo que eres tú. El joven, de pie junto a la mesa, y mirando a Pussum con corrosiva malevolencia, dijo: —Ojalá te mueras. Gerald, rápido, con instintivo tono de mando, dijo: —¡Basta ya! El joven se quedó quieto, en pie, mirando con sarcástico desprecio a Pussum, con una expresión acobardada, de conciencia de sí mismo, en su cara gruesa y pálida. La sangre comenzaba a manar de su mano. A Halliday se le había puesto la cara verdosa, y la había vuelto hacia el otro lado. Chilló: —¡Qué horrible! ¡Lleváoslo! El sarcástico joven, en tono un tanto preocupado, preguntó a Halliday: —¿Te encuentras mal? ¿Te encuentras mal, Julius? Pero si eso no es nada, hombre… No des a la chica el placer de imaginar que ha llevado a cabo una hazaña. No le des esa satisfacción, hombre. Es lo único que quiere. Halliday chilló: —¡Oh! Dirigiéndose al ruso, Pussum advirtió: —Va a vomitar, Maxim. El cortés joven ruso se levantó, cogió a Halliday por el brazo y se lo llevó. Birkin, blanco e inhibido, tenía expresión de desagrado. El sarcástico joven herido se alejó, haciendo exagerado alarde de no prestar la menor atención a su mano sangrante. Pussum dijo a Gerald: —En realidad es un cobarde. Ejerce gran influencia en Julius. Gerald le preguntó: —¿Quién es? —Es un judío. No puedo verle. —En fin, que carece de importancia. Pero ¿qué le ha pasado a Halliday?
—Julius es el hombre más cobarde que he visto en mi vida. Siempre se desmaya, si le amenazo con un cuchillo. Me tiene tegog. —Ya… —Todos me tienen miedo. Pero el judío piensa que puede demostrarme que es valiente. En realidad, es el más cobagde de todos, sí, porque teme lo que la gente pueda pensar de él. A Julius, en cambio, eso no le importa. Con buen humor, Gerald observó: —Bueno, parece que entre todos reúnen una gran cantidad de valentía. Pussum le miró y esbozó una sonrisa lenta, muy lenta. Estaba muy bella, sonrosada y segura de sí misma, en su temible conocimiento. Dos puntos de luz destellaron en los ojos de Gerald, quien preguntó a la chica: —¿Por qué la llaman Pussum? ¿Porque tiene cara de gato? La chica repuso: —Eso espego. La sonrisa en la cara de Gerald adquirió más intensidad. Dijo: —Pues sí, algo de gato tiene… O, mejor dicho, de joven pantera hembra. Con evidente repulsión, Birkin exclamó: —¡Gerald, por Dios! Pussum y Gerald, un tanto inseguros, rieron, mirando a Birkin. Pussum, con leve insolencia, por sentirse a salvo bajo la protección de Gerald, dijo a Birkin: —Estás muy callado esta noche, Gupert. Halliday regresaba a la mesa, con aspecto desolado y mareado. Dijo: —Pussum, por favor, no hagas esas cosas. Lanzando un gemido, Halliday se derrumbó en su asiento. La chica le dijo: Deberías irte a casa. —Efectivamente, iré a casa. Dirigiéndose a Gerald, Halliday añadió: —¿Por qué no venís todos a casa? Me gustaría que vinierais. De veras. Sería estupendo. Con la mirada buscó al camarero. Dijo: —Quiero un taxi, que busquen un taxi.
Volvió a gemir: —¡Qué mal me encuentro…! Pussum, ¿ves lo que has conseguido? Con necia tranquilidad, la chica le dijo: —Te lo tienes merecido por idiota. —¡Yo no soy idiota! Oh, qué horroroso… Vayamos todos a casa… Sí, será estupendo. Pussum, tú ven también. ¿Qué? Debes venir, sí, claro que debes venir. ¿Qué? Oye, no comiences a armar líos ahora. Oh, cómo me encuentro… Es horroroso… Oh… Oh… Fríamente, la chica le dijo: —Sabes muy bien que no puedes beber. —Debes saber que no se debe al vino, sino a tu comportamiento absolutamente repulsivo, y a nada más. ¡Qué horror! Libidnikov, anda, vayámonos ya. Con su voz rápida y baja, el joven ruso dijo: —Sólo ha bebido una copa, una solamente. Todos se dirigieron hacia la puerta. La chica se mantuvo junto a Gerald, y parecía moverse al unísono con él. Gerald se daba cuenta de ello, y el hecho de que su movimiento fuera compartido le llenaba de demoníaca satisfacción. Tenía a la muchacha en la palma de la mano de su voluntad, y la chica, al moverse a su lado, era suave, secreta, invisible. Cinco de ellos se metieron apretados en un taxi. Halliday fue el primero en entrar, y, agachado, avanzó hasta el otro extremo, quedando sentado junto a la ventanilla contraria. Pussum entró y Gerald se sentó a su lado. Oyeron la voz del joven ruso dando instrucciones al taxista y luego permanecieron todos sentados en la oscuridad, apretujados. Halliday gemía y asomaba la cabeza por la ventanilla. Sentían el rápido y sordo avance del automóvil. Pussum, al lado de Gerald, parecía hallarse en trance de adquirir mayor suavidad, de penetrar suavemente en los huesos de Gerald, como si pasara a ellos merced a una oscura corriente eléctrica. Penetraba en sus venas como una magnética oscuridad, y quedaba concentrada en la base de su espina dorsal como una terrible fuente de energía. Entretanto, la voz de Pussum sonaba metálica y distraída, mientras charlaba en tono indiferente con Birkin y Maxim. Entre ella y Gerald mediaba aquel silencio, aquella negra y eléctrica comprensión en la oscuridad. Luego Pussum cogió la mano de Gerald y la oprimió fuertemente con la suya, pequeña y firme. Fue una expresión tan absolutamente tenebrosa y al mismo tiempo tan claramente desnuda, que rápidas vibraciones recorrieron el cuerpo de Gerald, así como su cerebro, de
manera que dejó de ser responsable de sus actos. Pero la voz de Pussum seguía sonando con vibraciones de campanilleo, matizada de burla. Y cuando Pussum volvió la cabeza, su sutil melena corta rozó la cara de Gerald, quien sintió fuego en todos sus nervios, un fuego como una sutil fricción eléctrica. Pero el gran centro de su fuerza seguía firmemente asentado, motivo de magnífico orgullo para él, en la base de su espina dorsal. Llegaron a una calle de casas silenciosas, cruzaron un jardín a lo largo de un sendero y llegaron a una puerta que les abrió un criado de piel oscura. Gerald lo miró sorprendido, y se preguntó si no sería también un señorito, quizá uno de aquellos orientales que estudiaban en Oxford. Pero no: era un criado. Halliday le dijo: —Prepara té, Hasan. Birkin preguntó al criado: —¿Hay un dormitorio libre para mí? El criado contestó a los dos hombres con una sonrisa y un murmullo. Gerald sentía dudas con respecto al criado. Debido a ser alto, delgado y dotado de aire reticente, parecía un caballero. Preguntó a Halliday: —¿Quién es tu criado? Parece un señorito. —Sí, lo parece. Pero se debe a que lleva ropas prestadas. De señorito no tiene un pelo. Lo encontramos por ahí, medio muerto de hambre. Lo traje aquí, y un amigo le dio ropa. Puede ser cualquier cosa menos lo que parece. Su única ventaja es que no habla inglés ni lo entiende, con lo que no representa ningún riesgo. Con voz rápida y apagada, el joven ruso advirtió: —Es muy sucio. El criado apareció en el marco de la puerta, Halliday le preguntó: —¿Qué pasa? El criado esbozó una sonrisa y murmuró tímidamente: —Querer hablar con amo. Gerald observó con curiosidad al criado. Allí, de pie en el marco de la puerta, aquel hombre, apuesto y con cuerpo de limpias líneas, con aire tranquilo, tenía aspecto elegante, aristocrático. Sin embargo, era medio salvaje y sonreía como un necio. Halliday se fue al corredor para hablar con su criado. Oyeron la voz de Halliday: —¿Qué? ¿Qué? ¿Qué dices? Vuélvelo a decir. ¿Qué? ¿Que quieres dinero?
¿Que quieres más dinero? Pero ¿para qué quieres dinero? Se oyó el confuso sonido de la voz del árabe. Luego Halliday volvió a la estancia, también con sonrisa de necio, y dijo: —Dice que quiere más dinero para comprarse ropa interior. ¿Puede prestarme alguien un chelín? Gracias. Con un chelín podrá comprarse toda la ropa interior que necesita. Halliday cogió el dinero que le ofrecía Gerald y volvió al pasillo, desde donde le oyeron decir: —No puedes necesitar más dinero. Ayer te di tres chelines y seis peniques. No pidas más. Y sirve el té. Deprisa. Gerald miró la estancia. Se trataba de una sala de estar londinense, normal y corriente, de una casa que, sin duda, había sido alquilada amueblada, y lo estaba de manera agradable aunque un tanto arbitraria. Había varias estatuillas, tallas de las islas del Pacífico Occidental, extrañas e inquietantes. Los cuerpos de los nativos tallados en madera casi parecían fetos humanos. Una de las tallas representaba a una mujer desnuda, sentada en extraña postura, con aspecto torturado y el abdomen salido. El joven ruso explicó que la mujer estaba sentada, dando a luz, y que agarraba los extremos de una banda que le colgaba del cogote, un extremo en cada mano, para, tirando de ellos hacia abajo, facilitar el parto. La extraña, traspuesta y rudimentaria cara de la mujer volvió a traer a la mente de Gerald la imagen de un feto, pero también tenía cierta calidad maravillosa, expresando una extrema sensación física, más allá de los límites de la conciencia. En tono de censura, Gerald dijo: —¿No son un tanto obscenas esas estatuillas? El ruso murmuró rápidamente: —No lo sé. Jamás he definido lo obsceno. A mí me parecen muy buenas. Gerald se alejó de las estatuillas. En la estancia había dos pinturas recientes, ambas futuristas. También vio un gran piano. Todo esto, juntamente con el mobiliario propio de una normal y corriente pensión londinense de la más alta categoría, formaba el conjunto del cuarto. Pussum se había quitado el sombrero y el abrigo, y estaba sentada en el sofá. No cabía duda de que se encontraba totalmente familiarizada con la casa, aunque insegura, a la espera de algo. No sabía con exactitud cuál era su posición allí. Por el momento, se sentía vinculada a Gerald e ignoraba cómo reaccionarían los otros hombres ante esa situación, hasta qué punto la
tolerarían. Pussum pensaba en la manera en que debía comportarse en esa situación. Habiendo llegado las cosas a esas alturas, no estaba dispuesta a que le impidieran hacer su voluntad. Tenía la cara sonrojada, como si estuviera empeñada en una batalla, y la mirada pensativa, pero inquebrantablemente decidida. Entró el criado con el té y una botella de Kümmel. Dejó la bandeja en una mesilla baja, ante el sofá. Halliday dijo: —Pussum, sirve el té. La chica no se movió. Halliday, con nerviosa aprensión, preguntó: —¿No quieres hacerlo? La chica contestó: —No he venido aquí para ser lo que era antes. He venido porque los demás querían que viniese, no por ti. —Querida Pussum, sabes perfectamente que eres libre. No te pido nada, sólo quiero que consideres esta casa a tu disposición, y que hagas en ella lo que te dé la gana. Te lo he dicho mil veces. La chica no contestó; pero, en silencio, con aire reservado, cogió la tetera. Todos se sentaron alrededor de la mesilla. Gerald sentía la conexión eléctrica entre él y la muchacha, sentada allí, a su lado, silenciosa y reservada, y había quedado sumido en un conjunto de sensaciones totalmente distintas. El silencio y la inmutabilidad de la chica le tenían perplejo. ¿Cómo iba a arreglárselas para estar a solas con la chica? Sin embargo, le parecía un hecho inevitable. Gerald depositó toda su confianza en la corriente que los unía. Su perplejidad sólo era superficial. Imperaban nuevas condiciones. Las viejas habían quedado superadas. Allí tenía uno que hacer aquello que estimara debía hacer, fuera lo que fuese. Birkin se puso en pie. Casi era la una. Dijo: —Me voy a la cama. Gerald, mañana por la mañana te llamaré por teléfono. O llama tú aquí. —De acuerdo. Birkin se fue. Halliday, con tono insinuante, dijo a Gerald: —Oye, ¿por qué no pasas la noche aquí? Vamos, hombre, quédate… —No puedes acomodar a todos… —Claro que sí, perfectamente. Hay tres camas más, además de la mía. Vamos, quédate. Lo tengo todo preparado. En esta casa siempre tengo invitados a dormir… Siempre se queda alguien. Me gusta que haya gente en la
casa. Con acento frío y hostil, Pussum observó: —Pero, estando Gupert aquí, sólo quedan dos dormitorios. Halliday, con su extraña manera de hablar, con su voz chillona, dijo: —¡Ya sé que sólo quedan dos dormitorios! ¿Y eso qué importa? Tenemos el estudio… Halliday sonreía bobamente mientras hablaba con avidez, con insinuante decisión. El ruso, con su voz discreta y de exacta pronunciación, dijo: —Julius y yo compartiremos un dormitorio. El ruso y Halliday eran amigos desde los tiempos en que estudiaban en Eton. Gerald se levantó y echó los brazos hacia atrás, desperezándose. Dijo: —Si no hay dificultades… Y se alejó para volver a contemplar uno de los cuadros. Todos sus miembros rebosaban fuerza eléctrica, y tenía la espalda tensada cual la de un tigre, por un fuego en brasas. Se sentía seguro y altivo. Pussum se levantó. Dirigió una tenebrosa mirada a Halliday, una mirada feroz y asesina, que tuvo la virtud de hacer aflorar aquella necia y complacida sonrisa en el rostro del muchacho. Luego salió de la estancia, dirigiendo un frío «Buenas noches» a todos, en general. Hubo un breve silencio, durante el cual oyeron el ruido de una puerta al cerrarse. Luego Maxim dijo con su acento refinado: —No hay problema. El ruso dirigió una significativa mirada a Gerald, efectuó un silencioso movimiento afirmativo con la cabeza, y repitió: —No hay problema. No tienes problema. Gerald miró la suave, atezada y bien parecida cara del ruso, miró sus ojos extraños, de significativa mirada, y tuvo la impresión de que su voz, tan queda y tan perfectamente modulada, hubiera sonado en su sangre en vez de haber sonado en el aire. Gerald dijo: —Muy bien, pues no tengo problema. El ruso dijo: —¡Exactamente! ¡Exactamente! No tienes problema. Halliday siguió sonriendo, en silencio.
De repente, Pussum reapareció en el marco de la puerta. En su rostro menudo e infantil había una expresión enfurruñada y vengativa. Con su voz fría y resonante dijo a Halliday: —Ya sé que quieres atraparme. Pero me da igual, puedes atraparme todo lo que quieras. Dio media vuelta y se fue. Iba con una amplia bata de seda roja, ceñida en la cintura. Era tan pequeña, tan infantil y tan vulnerable que casi daba lástima. Sin embargo, la expresión de sus ojos dio a Gerald la sensación de quedar hundido en una oscuridad tan potente que casi le atemorizó. Los hombres encendieron cada cual un cigarrillo y comenzaron una conversación intrascendente.