A la mañana siguiente, Gerald se despertó tarde. Había dormido profundamente. Pussum seguía durmiendo. Dormía infantil y patéticamente. Había en ella cierta calidad menuda, acurrucada e indefensa, que daba nacimiento a una insatisfecha llama de pasión en la sangre de Gerald, a una piedad ávida y devoradora. Gerald volvió a mirar a Pussum. Pero pensó que sería cruel despertarla. Se dominó y salió del dormitorio. Oyó voces en la sala de estar, las voces de una conversación entre Libidnikov y Halliday, por lo que se acercó a la puerta y se asomó, sabiendo que en esa casa de soltero se podía andar en pantalón y camiseta. Para su sorpresa, vio a los dos hombres junto al fuego del hogar, totalmente desnudos. Halliday levantó la vista, con expresión complacida, y dijo: —Buenos días. Oye, ¿necesitas toallas? Y , totalmente desnudo, salió al vestíbulo, con lo que su figura blanca adquirió extraño aspecto allí, entre los muebles sin vida. Regresó con las toallas, y volvió a sentarse, en cuclillas, en el guardafuego. Dijo: —¿No te gusta sentir el fuego en la piel? Gerald repuso: —Sí, es agradable. Halliday comentó: —Tiene que ser maravilloso vivir en un clima en que se pueda prescindir
de las ropas. Gerald dijo: —Sí, mas para ello sería preciso que no hubiera tantos bichos dedicados a picar y morder. Maxim murmuró: —No deja de ser un inconveniente. Gerald le miró, y con leve sensación de repulsión vio en Maxim al animal humano, de piel dorada y pelada, un tanto humillante. Halliday era diferente. Tenía una belleza pesada, flexible, quebrada, blanca y firme. Era como el Cristo de la Pietà. Allí, el animal no estaba presente. Sólo había aquella pesada y quebrada belleza. Gerald se dio cuenta de que Halliday también tenía ojos bellos, azules, cálidos y de confuso mirar, y también de expresión quebrada. El resplandor del fuego iluminaba sus hombros pesados, un poco inclinados hacia delante, mientras permanecía relajado en cuclillas ante el fuego, con la cara levantada, una cara débil, quizá levemente desintegrada, aun cuando con una belleza conmovedora, peculiarmente suya. Maxim dijo a Gerald: —Desde luego, has estado en países de clima cálido donde la gente va desnuda… Halliday exclamó: —¿De veras? ¿Dónde? Gerald repuso: —En América del Sur. Amazonas. —¡Es maravilloso! Ésa es una de las cosas que más deseo hacer. Vivir día tras día, sin tener que vestirme jamás. Si pudiera hacer esto, consideraría que mi vida ha quedado justificada. Gerald preguntó: —¿Por qué? No creo que tenga tanta importancia. —Pues yo creo que sería absolutamente maravilloso. Tengo la seguridad de que la vida sería diferente, otra cosa totalmente diferente y perfectamente maravillosa. —¿Por qué? ¿Por qué habría de serlo? —Porque entonces uno sentiría las cosas en lugar de limitarse a mirarlas. Sentiría el aire moviéndose contra mi cuerpo, tocaría las cosas y las sentiría, en vez de mirarlas solamente. Tengo la seguridad de que la vida es mala
debido a que es excesivamente visual. No podemos oír, ni sentir, ni comprender; sólo podemos ver. Y estoy seguro de que eso es un gran error. El ruso dijo: —Es verdad, es verdad. Gerald miró al ruso. Vio su suave cuerpo de color dorado, con un hermoso vello negro que crecía libremente, como formando zarcillos, y sus extremidades como suaves tallos de una planta. Siendo, como era, tan saludable, tan bien formado, ¿a qué se debía que mirarle produjera vergüenza, inspirase repulsión? ¿A qué se debía que a Gerald le desagradara aquel cuerpo, que le diera la impresión de mermar su propia dignidad? ¿Acaso un ser humano no era más que aquello, aquello, carente de todo espíritu? Eso fue lo que Gerald pensó. Bruscamente, Birkin apareció en la puerta, en pijama blanco, con el cabello mojado y una toalla al brazo. Blanco y lejano, tenía cierto aire evanescente. Dirigiéndose a todos, dijo: —El baño ha quedado libre. Había ya emprendido la retirada cuando Gerald le llamó: —¡Rupert! —¿Qué? La solitaria figura blanca reapareció como una extraña presencia en la estancia. Gerald le preguntó: —Quiero saber qué opinas de esa estatuilla que hay ahí. Birkin, blanco y fantasmal, se acercó a la talla de la mujer dando a luz, con el cuerpo desnudo y abultado, agazapado en aquella extraña y tensa postura, con las manos a la altura de los pechos agarrando los extremos de la banda. Dijo: —Es arte. El ruso dijo: —Muy bello, muy bello. Todos se acercaron para mirar la estatuilla. Gerald se fijó en el grupo formado por los que miraban la estatuilla. En el ruso, dorado y con aspecto de planta acuática; en Halliday, alto y pesado, quebradamente bello; en Birkin, muy blanco e indefinido, remiso a que le clasificaran y mirando muy atentamente la figura de madera de la mujer. Extrañamente entusiasmado, Gerald también levantó la vista a la cara de la talla. Y sintió que el corazón se le contraía.
Vio nítidamente, con su espíritu, la cara grisácea y tensamente adelantada de la negra, africana y tensa, absorta en un supremo esfuerzo físico. Era una cara terrible, vacía, agudizada, abstraída hasta casi la nada, a causa del peso de la sensación experimentada debajo de ella. En aquella cara vio a Pussum. Y , como en un sueño, conoció a Pussum. Escandalizado, con resentimiento, Gerald preguntó: —¿Y por qué es arte? Birkin repuso: —Porque expresa una verdad completa. La obra contiene toda la verdad de ese estado, sea lo que fuere lo que te provoque. Gerald insistió: —¡Pero no puedes considerarlo gran arte! —¡Gran arte! Detrás de esa talla hay siglos y siglos de desarrollo, en línea recta, hay un terrible fondo de cultura, de cierta clase de cultura. Gerald odiaba aquel objeto africano, y, en tono de reto, preguntó: —¿Qué cultura? —Pura cultura de las sensaciones, cultura de la conciencia física; en realidad, de suprema conciencia física, sin mente, sumamente sensual. Es tan sensual que alcanza el punto último, el punto supremo. Pero Gerald sentía resentimiento hacia la talla. Deseaba conservar ciertas ilusiones, ciertas ideas, como si de vestidos se tratara. Dijo: —Rupert, te gusta lo que no debería gustarte, te gustan cosas que van contra ti. Birkin replicó: —Bueno, ya sé que esta estatuilla no lo es todo. Y se fue. Cuando Gerald regresó al dormitorio, procedente del baño, lo hizo llevando sus prendas en la mano. Parecía de mal gusto en esta casa no andar desnudo. Y , después de todo, era más agradable, era verdadera simplicidad. Además era divertido, todos deliberadamente desnudos. Pussum yacía en la cama, inmóvil, con sus ojos redondos y oscuros como dos tristes lagunas de agua estancada. Gerald sólo veía aquellas lagunas muertas e insondables. Quizá Pussum sufriera. La sensación del primario sufrimiento volvió a provocar en Gerald la aparición de aquella antigua llama, una piedad mordiente, una pasión que casi era crueldad. Dijo a Pussum:
—¿Despierta? Con voz adormilada, Pussum preguntó: —¿Qué hora es? La muchacha parecía retroceder, casi como un líquido, ante el avance de Gerald; parecía hundirse, sin posible remedio, para evitar su proximidad. Su primario aspecto de esclava violada, cuyo supremo destino consiste en más y más violaciones, hacía vibrar los nervios de Gerald con aguda sensación de deseo. Después de todo, allí, la única voluntad era la suya, y la muchacha era la pasiva sustancia de su voluntad. La sutil y mordiente sensación hacía estremecer levemente a Gerald. Y en aquel momento supo que debía apartarse de ella, que entre los dos debía mediar una absoluta separación. El desayuno se desarrolló de manera tranquila y normal. Los cuatro hombres causaban la impresión de estar recién bañados y extremadamente limpios. Tanto Gerald como el ruso se mostraron muy correctos y comme il faut, tanto en su aspecto exterior como en sus modales. Birkin, flaco y enfermizo, había evidentemente fracasado en sus intentos de ir bien vestido, vestido como Gerald o Maxim. Halliday llevaba un traje de tweed, camisa de franela gris y una corbata andrajosa, todo ello muy acorde con su personalidad. El criado sirvió grandes cantidades de tiernas tostadas, y tenía exactamente el mismo aspecto de la noche anterior, manteniéndose extáticamente igual a sí mismo. Hacia el final del desayuno apareció Pussum, en bata de seda roja, y ceñida con una faja brillante. Se había recuperado un poco, pero seguía muda y sin animación. Parecía que fuera para ella una tortura el que alguien le dirigiera la palabra. Su cara era una máscara menuda, bella, siniestra, labrada por un sufrimiento inevitable. Era casi el mediodía. Gerald se levantó de la mesa para ir a sus asuntos, contento de salir de allí. Pero aquella situación no había terminado. Por la noche, volvería a la casa, cenarían todos juntos, y luego irían todos, salvo Birkin, a un espectáculo de variedades, para el que Gerald había reservado localidades. Aquella noche también regresaron muy tarde, y asimismo excitados por el alcohol. Una vez más, el criado —que invariablemente desaparecía de diez a doce de la noche—, entró silencioso e inescrutable con la bandeja del té, y se inclinó con gesto lento y extraño, de leopardo, para dejar la bandeja suavemente en la mesa baja. Su rostro seguía inmutable, aristocrático, con un leve matiz gris bajo la piel. Era joven y bien parecido. Pero Birkin experimentaba una ligera sensación de enfermizo desagrado al mirarle, y tenía la impresión de que el leve matiz gris fuera como una ceniza o algo podrido, en la aristocrática e increíble expresión de nauseabunda y bestial estupidez.
Una vez más todos hablaron cordial y animadamente. Pero el grupo ya había comenzado a resquebrajarse. Birkin estaba ferozmente irritable, Halliday daba muestras de odiar de una manera insensata a Gerald. Pussum se comportaba con dureza y frialdad de cuchillo, en tanto que Halliday no dejaba de atacarla. La intención de Pussum, en última instancia, era capturar a Halliday, llegar a tenerlo totalmente bajo su poder. Por la mañana todos volvieron a holgazanear, y a ir de un lado para otro. Pero Gerald percibió en el aire una extraña hostilidad hacia él. Eso suscitó su obstinación y decidió luchar contra ella. Se quedó dos días más en la casa, lo cual dio lugar, en la cuarta velada, a una escena desagradable y absurda con Halliday. En el café, Halliday atacó a Gerald con animosidad de loco. Hubo una violenta discusión. Gerald estaba a punto de partir a puñetazos la cara de Halliday, cuando, de repente, sintió indiferencia y asco, por lo que se fue, dejando a Halliday regodeándose como un insensato en su triunfo, a Pussum dura y con su posición consolidada, y a Maxim neutral. Birkin no estuvo presente, ya que de nuevo había salido de la ciudad. Gerald quedó descontento de sí mismo, debido a que se había ido sin dar dinero a Pussum. Cierto que Gerald ignoraba si Pussum quería dinero o no. Pero pensaba que hubiera aceptado con alegría diez libras, y que él hubiera quedado muy satisfecho al dárselas. Gerald se sentía en falso. Se fue mordisqueándose el labio superior, en un intento de alcanzar con los dientes las puntas del pelo de su bigote recortado. Le constaba que Pussum se alegraba de haberse desembarazado de él. Pussum había cazado a Halliday, que era el hombre que quería cazar. Quería tenerlo totalmente sometido a su poder. Después se casaría con él. Sí, quería casarse con él. Se había propuesto casarse con Halliday. No quería volver a saber nada de Gerald, salvo, quizá, si se encontraba en una situación difícil, ya que, a fin de cuentas, Gerald era lo que Pussum consideraba un hombre de veras, en tanto que los otros, Halliday, Libidnikov, Birkin y restantes bohemios, sólo eran medio-hombres. Y precisamente los medio-hombres eran aquellos con los que Pussum podía lidiar. Ante ellos se sentía segura de sí misma. Los hombres de veras, como Gerald, la ponían demasiado en su lugar. Aún así, respetaba a Gerald, le respetaba de verdad. Había conseguido que le diera su dirección, a fin de poder recurrir a él en caso de encontrarse en una situación difícil. A Pussum le constaba que Gerald quería darle dinero. Y quizá le escribiera cuando llegaran los inevitables malos tiempos.