Mujeres Enamoradas

CAPITULO VIII ''BREADALBY''

Breadalby era una casa del período georgiano, con columnas corintias, que se alzaba en el paisaje de suaves y verdes colinas del Derbyshire, no muy lejos de Cromford. La parte delantera daba a un prado, después del cual venía un terreno con algunos árboles, y, luego, una serie de estanques, destinados a vivero, en la parte más baja del parque. Detrás de la casa había árboles, entre los que se encontraba el establo y el gran huerto. Más allá se extendía el bosque. Se trataba d —Aquí estáis… aquí estáis… qué alegría veros… ¡Cuánto me alegra! Besó a Gudrun. —¡Cuánto me alegra verte! Besó a Úrsula, y quedó con un brazo alrededor del cuerpo de ésta. —¿Estás fatigada? Úrsula repuso: —No, en absoluto. —¿Estás cansada, Gudrun? —No, no, gracias. Hermione musitó: —No… Hermione se irguió y miró a las hermanas. Ambas estaban un poco inhibidas ante el comportamiento de Hermione, que demoraba la entrada en la casa. Quería representar la escena de la bienvenida allí, en la senda. Las criadas esperaban. Por fin, después de haber examinado concienzudamente a las dos, Hermione dijo: —Entremos. Y una vez más, decidió que Gudrun era la más hermosa y atractiva de las dos; Úrsula era más física, más hembra. A Hermione le gustaba más el vestido de Gudrun. Era de popelín verde; llevaba encima una holgada chaqueta con anchas rayas verde oscuro y castaño oscuro. El sombrero era de paja pálida y verdosa, del color del heno nuevo, con una cinta trenzada negra y naranja. Llevaba medias verde oscuro y zapatos negros. Las prendas formaban un bonito conjunto, a la moda y personal al mismo tiempo. Úrsula, de azul oscuro, tenía aspecto más vulgar, aun cuando también iba bien vestida. Hermione llevaba un vestido de seda color de ciruela, con cuentas de coral, y medias también de color de coral. Pero su vestido parecía viejo y gastado, incluso sucio. —Queréis ver vuestras habitaciones, ¿verdad? Sí. ¿Subimos? Úrsula se alegró de quedar sola por fin, en su cuarto. Hermione era excesivamente lenta, creaba tensión. Se ponía siempre demasiado cerca de una, se cernía sobre una, de un modo que causaba inhibición y era opresiva. Hermione parecía tener la virtud de entorpecer las reacciones normales. Almorzaron en el prado, ante la casa, bajo la copa del gran árbol cuyas ramas, recias y negruzcas, descendían hasta casi tocar el suelo. Entre los presentes se encontraba una joven italiana, leve, menuda y a la moda, la joven y atlética señorita Bradley, un erudito y seco vizconde de unos cincuenta años, que no hacía más que decir ingeniosidades y reírlas con ásperas y caballunas carcajadas, Rupert Birkin y una secretaria joven, esbelta y linda, llamada Fräulein März. La comida fue excelente, eso sí. Gudrun, que a todo aplicaba su sentido crítico, no pudo ponerle el menor reparo. A Úrsula le gustó la situación, la mesa con blancos manteles junto al cedro, la sensación de la nueva luz del sol, el panorama reducido del parque frondoso, y, a lo lejos, un venado pastando pacíficamente. Parecía que el lugar estuviera encerrado en un círculo mágico que excluía el presente y que encerraba en su interior el delicioso e inapreciable pasado, los árboles, el venado y el silencio, como si de un sueño se tratara. Pero espiritualmente Úrsula era desdichada. La conversación se desarrollaba produciendo un sonido como el del tableteo de la artillería ligera, con frases levemente sentenciosas, cuya solemnidad quedaba resaltada por las piruetas de las constantes ingeniosidades, por la incesante lluvia de juegos de palabras, que tenían la finalidad de dar tono ligero al caudal de conversación de carácter crítico y alcance general, caudal que no era como el de un río sino como el de un canal. Habían adoptado una actitud intelectual y fatigosa. Sólo el sociólogo entrado en años, cuya fibra mental se había endurecido hasta el punto de la insensibilidad, parecía sentirse totalmente a gusto. Birkin apenas hablaba. Hermione dio muestras, con pasmosa insistencia, de albergar deseos de dejar a Birkin en ridículo, de ponerle en evidencia ante todos. Y sorprendía ver la facilidad con que lo conseguía, y lo impotente que era Birkin ante Hermione. Birkin parecía un ser totalmente insignificante. Úrsula y Gudrun, poco habituadas a aquel ambiente, guardaron silencio casi todo el tiempo, escuchando el lento y rapsódico hablar cadencioso de Hermione, las verbales ocurrencias de sir Joshua, el parloteo de la Fräulein o las contestaciones de las otras dos mujeres. Al terminar el almuerzo, se sirvió el café, y todos se levantaron de la mesa para sentarse en tumbonas, ya a la sombra, ya al sol, según quisieran. La Fräulein se fue a la casa, Hermione tomó su labor de bordado, la pequeña Contessa cogió un libro, la señorita Bradley se dedicó a tejer un cesto con fina hierba, y todos se quedaron allí, en el césped, en aquella primera hora de la tarde veraniega, trabajando reposadamente, y con el parloteo de una conversación medio intelectual y lenta. De repente se oyó un ruido de frenos y el del motor de un automóvil, que paró inmediatamente. Hermione, con su lento y divertido canturreo, dijo: —¡Ha llegado Salsie! Dejando la labor, se levantó despacio y despacio cruzó la zona de césped, rodeó el seto y desapareció. Gudrun preguntó: —¿Quién es? Sir Joshua repuso: —El señor Roddice, el hermano de la señorita Roddice. Al menos eso supongo. La pequeña Contessa, levantando por un instante la vista del libro, y hablando como quien sólo pretende dar información, con su inglés levemente oscuro y gutural, dijo: —Salsie, sí, es el hermano de Hermione. Todos esperaron. Luego, del seto salió la alta figura de Alexander Roddice, avanzando en románticas zancadas, como un protagonista de Meredith que recuerda a Disraeli. Saludó cordialmente a todos, transformándose inmediatamente en anfitrión, con una hospitalidad fácil y de aire negligente, que había aprendido de los amigos de Hermione. Acababa de llegar de Londres, donde había asistido a las sesiones de la Cámara. Al instante la atmósfera de la Cámara de los Comunes se dejó sentir, allí, en el césped. El ministro del Interior había dicho tal cosa, y él, Roddice, pensaba tal y cual otra cosa, y así se lo había dicho al primer ministro. Por el seto reapareció Hermione, en compañía de Gerald Crich, que había llegado con Alexander. Gerald fue presentado, y Hermione tuvo buen cuidado de tenerle unos instantes a la vista de todos, para luego llevárselo. Evidentemente, Gerald era el invitado más destacado de Hermione. Había crisis ministerial: el ministro de Educación había dimitido en vista de las críticas. Y esto dio lugar a que la conversación se centrara en el tema de la educación. Levantando la cara como un rapsoda, Hermione dijo: —Desde luego no hay razón alguna, no hay excusa que justifique la educación, excepto el deleite y la belleza del conocimiento en sí mismo. Pareció rumiar y hurgar subterráneos pensamientos durante unos instantes, y luego prosiguió: —La educación profesional no es educación, más bien es la negación de la misma. Gerald, al ver que se avecinaba una discusión, olisqueó el aire con placer y se dispuso a entrar en acción. Dijo: —No siempre es así. Sin embargo, ¿acaso la educación no es lo mismo que la gimnasia, acaso la finalidad de la educación no es dar lugar a una mente bien preparada, vigorosa y enérgica? Enérgicamente de acuerdo con Gerald, la señorita Bradley exclamó: —De la misma manera que el atletismo produce cuerpos saludables, dispuestos a todo. Gudrun miró con silencioso aborrecimiento a la señorita Bradley. Hermione murmuró: —Bueno… No sé… Para mí, el placer de saber es tan grande, tan maravilloso… En mi vida nada ha habido que haya significado tanto como la certeza del conocimiento… No, estoy segura de que no. Nada. Alexander preguntó: —¿Qué conocimiento por ejemplo? Hermione levantó la cara y musitó: —Mmm… No sé… Uno de ellos fue, por ejemplo, las estrellas. Cuando realmente comprendí algo acerca de las estrellas. Se tiene tal sensación de elevación, de libertad… Birkin la miró, blanco de furia. Con sarcasmo dijo: —¿Y para qué quieres ser libre? En realidad, tú no quieres ser libre. Hermione, ofendida, guardó silencio. Gerald siguió: —Sí, verdaderamente se tiene esa sensación de libertad. Es algo parecido a subir a lo alto de una montaña y ver el Pacífico. Levantando por unos instantes la cabeza del libro, la italiana murmuró: —«Silencioso en lo alto de un pico de Dariayn.» Mientras Úrsula se echaba a reír, Gerald dijo: —Bueno, tampoco hace falta que sea en Darien. Hermione esperó que las aguas volvieran a su cauce, y dijo impertérrita: —Sí, saber es lo más grande que hay en la vida. En realidad, significa ser feliz, ser libre. Mattheson dijo: —Desde luego, el conocimiento es libertad. Fija la vista en el seco y rígido cuerpecillo del vizconde, Birkin argumentó: —En tabletas, en comprimidos. En ese instante, Gudrun vio al famoso sociólogo transformado en un frasquito lleno de tabletas de libertad comprimida. Eso gustó a Gudrun. Sir Joshua había quedado definido y archivado para siempre en su mente. En suave tono de reprensión, Hermione preguntó: —¿Qué quieres decir con eso, Rupert? —Que, en sentido estricto, sólo podemos tener conocimiento de realidades acabadas, pasadas. Es algo parecido a embotellar la libertad del verano pasado, junto con las grosellas. Con retintín, el vizconde preguntó: —¿Sólo del pasado podemos tener conocimiento? ¿Podemos decir, por ejemplo, que nuestro conocimiento de las leyes de la gravitación universal es conocimiento del pasado? Birkin repuso: —Sí. De repente, la pequeña italiana dijo dulcemente: —En el libro que estoy leyendo he encontrado una frase muy bonita. Dice: «El hombre salió a la puerta y arrojó los ojos a la calle». Todos rieron. La señorita Bradley se levantó y miró el libro por encima del hombro de la condesa, quien dijo: —¡Aquí! Leyó: —«Bazarov salió a la puerta y arrojó apresuradamente los ojos a la calle». De nuevo rieron todos con sonoras carcajadas, entre las cuales la más estridente era la del vizconde, que sonaba igual que un torrente de piedras. Rápido, Alexander preguntó: —¿Qué libro es ése? La menuda extranjera, pronunciando nítidamente todas las sílabas, repuso: —Padres e hijos, de Turgenev. Y miró la cubierta para ratificar sus propias palabras. Birkin observó: —Es una vieja edición norteamericana. Alexander, con su bella voz declamatoria, dijo: —¡Ah, claro! Una traducción del francés: Bazarov auvra la porte et jeta les yeux dans la rue. Dirigió una inteligente mirada alrededor. Úrsula dijo: —Me pregunto qué sería el «apresuradamente». Todos comenzaron a aventurar hipótesis. Y entonces, ante la sorpresa general, llegó la doncella muy diligente, con una gran bandeja en la que llevaba el servicio de té. La tarde había pasado muy deprisa. Después del té, todos salieron a dar un paseo. Hermione les había preguntado a uno por uno: —¿Quieres dar un paseo? Y todos contestaron que sí, sintiéndose un poco como presidiarios a la hora del ejercicio. Sólo Birkin se negó: —¿Vienes a dar un paseo, Rupert? —No, Hermione. —¿Estás seguro? —Totalmente seguro. Hubo un momento de duda antes de la contestación. Hermione le preguntó en un canturreo: —¿Y por qué no? El hecho de que la contradijeran, incluso en algo tan baladí, bastaba para que le hirviera la sangre en las venas. Quería que todos pasearan por el parque con ella. Birkin contestó: —Porque no me gusta ir en manada. La voz de Hermione produjo un sordo sonido de gargarismos durante unos instantes, y después, con cuidosa y distante calma, ella dijo: —Bueno, si el niño está enfurruñado, que se quede en casa. Y Hermione, mientras insultaba a Birkin, tuvo una expresión genuinamente alegre. Pero eso sólo produjo el efecto de envarar un poco a Birkin. Hermione se unió al grupo, y sólo se volvió para agitar el pañuelo en dirección a Birkin, mientras, entre risas, entonaba: —¡Adiós, adiós, pequeño! Birkin repuso para su capote: «Adiós, arpía insolente». Todos pasearon por el parque. Hermione quería mostrarles los narcisos silvestres que crecían en un ribazo. De vez en cuando, su voz canturreaba: —Por aquí, por aquí… Y todos tenían que ir por allí. Los narcisos eran bellos, pero ¿había alguien capaz de apreciar su belleza? En esos momentos, Úrsula estaba ya rígida de desagrado y resentimiento. Le desagradaba e irritaba el ambiente, en general. Gudrun, burlona y objetiva, observaba y registraba todo. Todos contemplaron al tímido venado, y Hermione le habló como si se tratara de un niño al que quisiera mecer y mimar. Era macho, por lo que Hermione se consideraba obligada a ejercer poder sobre él. Regresaron a la casa pasando por los estanques dedicados a viveros, y Hermione les contó la pelea habida entre dos cisnes machos, en pugna por el amor de una dama cisne. Rio y se estremeció al contar que el derrotado se sentó en la orilla y se cubrió la cabeza con el ala. Cuando llegaron a la casa, Hermione se detuvo en el césped; y en voz extraña, muy aguda, sin gritar, pero llegando hasta muy lejos, entonó: —¡Rupert! ¡Rupert! La primera sílaba era alta y lenta, y la segunda descendía: ¡Ruuu-pert! No obtuvo contestación. Apareció una doncella. La suave y negligente voz de Hermione preguntó: —Alice, ¿dónde está el señor Birkin? Pero bajo la negligencia de aquella voz había una voluntad obstinada, casi propia de una loca. —Me parece que está en su habitación, madame. —¿Sí? Hermione subió despacio la escalera, y recorrió el corredor, sin dejar de entonar su llamada, con aquella voz aguda y sin gritar: —¡Ruuu-pert! ¡Ruuu-pert! Llegó a la puerta del cuarto de Birkin, y llamó sin dejar de gritar: «¡Ruuupert! ¡Ruuu-pert!». Por fin sonó la voz de Birkin: —¿Sí? —¿Qué haces? La pregunta fue formulada en tono suave y curioso. No hubo contestación. Acto seguido, Birkin abrió la puerta. Hermione dijo: —Ya hemos regresado. Los narcisos están muy hermosos. —Sí, los he visto. Hermione contempló a Birkin, con su larga, lenta, impasible mirada, que parecía deslizarse hacia abajo, a lo largo de sus mejillas. Como un eco preguntó: —¿Ya los has visto? Y se quedó mirándole. No había nada que estimulara tanto a Hermione como aquella clase de enfrentamiento con Birkin, que se producía cuando éste se comportaba como un niño enfurruñado y desamparado, y ella le tenía bajo su poder allí, en Breadalby. Pero Hermione sabía, en su fuero interno, que la separación se acercaba, y odiaba a Birkin, con intenso odio subconsciente. En su tono suave e indiferente, volvió a preguntar: —¿Qué hacías? Birkin no contestó, y Hermione, casi inconscientemente, penetró en el cuarto. Éste había cogido un dibujo chino que representaba unos gansos, y lo estaba copiando con gran destreza, muy vívidamente. En pie junto a la mesa, y mirando la obra de Birkin, Hermione dijo: —Estás copiando el dibujo. Sí. ¡Lo haces muy bien! Te gusta mucho, ¿verdad? —Es un dibujo maravilloso. —¿De veras? No sabes cuánto me alegra que te guste, sí, porque siempre le he tenido mucho cariño. Me lo regaló el embajador de China. —Ya lo sabía. En su negligente canturreo, Hermione preguntó: —Pero ¿por qué lo copias? ¿Por qué no dibujas algo original, tuyo? Birkin repuso: —Quiero conocer a fondo este dibujo. Copiándolo, se llega a saber más acerca de China que leyendo un montón de libros. —¿Y qué es lo que llegas a saber? Hermione se había excitado repentinamente. Quería extraer a Birkin sus secretos, y lo hacía igual que si empleara violentamente las manos a ese fin. Tenía que saberlos. Para Hermione constituía una obsesión, era una terrible tiranía aquella necesidad de saber todo lo que sabía Birkin. Durante unos instantes, Birkin guardó silencio, porque le repelía contestar la pregunta. Luego, sintiéndose obligado, dijo: —Llego a saber cuáles son los centros del vivir del pueblo chino, qué es lo que percibe y siente, el centro ardiente y picante de un ganso en el móvil caudal de agua y de barro, el curioso, amargo y picante ardor de la sangre del ganso, penetrando en la propia sangre del pueblo chino como una inoculación de fuego corruptor, de fuego del barro que arde fríamente, el misterio del loto… Hermione, dejando que su mirada le resbalara por las pálidas mejillas, miró a Birkin. Los ojos de Hermione eran extraños, parecían drogados, de pesado mirar bajo sus párpados entornados. Su flaco pecho se encogió convulsivamente. Birkin, diabólico, inconmovible, le devolvió la mirada. Con otra enfermiza y extraña convulsión, Hermione apartó la cara, como si estuviese mareada, como si sintiese que su cuerpo comenzara a disolverse. Y así era porque la mente de Hermione no podía aprehender el significado de las palabras de Birkin. Parecía que Birkin siempre pudiera pasar por debajo de sus defensas y destruirla mediante una insidiosa y oculta fuerza. Como si no supiese lo que decía, Hermione repuso: —Sí, sí. Tragó saliva e intentó recuperar el dominio de su mente. Pero no podía porque había quedado descentrada, sin capacidad de pensamiento. Por mucha que fuera la voluntad que pusiese en ello, Hermione no podía recuperarse. Sufría los horrores de la disolución, una horrible corrupción la había desmembrado y aniquilado. Birkin se levantó y la miró impertérrito. Pálida, como un fantasma perseguido, como alguien atacado por las influencias de las tumbas que nos torturan, Hermione se dirigió vacilante hacia la puerta. Y desapareció como un cadáver, sin presencia, sin vínculos. Birkin siguió allí, duro y vengativo. Hermione bajó a cenar extraña y sepulcral, densa la mirada, rebosante de oscuridad y fuerza. Se había puesto un vestido de viejo y rígido brocado antiguo, ajustado, que la hacía parecer más alta y con aspecto terrible, horroroso. A la alegre luz de la sala de estar, parecía rara y opresiva. Pero, sentada a la media luz del comedor, rígida ante los candelabros con pantalla sobre la mesa, causaba la impresión de ser una potencia, una presencia. Escuchaba, se conducía con drogada atención. El grupo era alegre y de apariencias extravagantes. Todos se habían vestido de gala, salvo Birkin y Mattheson. La pequeña condesa italiana llevaba un vestido de gasa anaranjada y dorada, con suaves bandas de terciopelo negro. Gudrun iba de verde esmeralda con el adorno de una rara redecilla. Úrsula, de amarillo con opacos velos plateados. La señorita Bradley vestía colores grises, carmesíes y negro azabache. Y Fräulein März iba de azul pálido. Hermione sintió una brusca y convulsiva sensación de placer al ver aquellos ricos colores a la luz de las velas. Prestaba atención a las conversaciones que se desarrollaban incesantemente, dominando en ellas la voz de Joshua, al constante cascabeleo de las risas y las palabras femeninas, a los brillantes colores, a los blancos manteles y a las sombras arriba y abajo. Hermione parecía hallarse en un pasmo de satisfacción, convulsa de placer, pero enferma, como un revenant. Muy poco participaba en las conversaciones, pero las oía todas y todas eran suyas. Pasaron todos a la sala de estar, como si fueran una familia, fácilmente, sin prestar atención a sociales cumplidos. La Fräulein sirvió el café, todos fumaron cigarrillos o bien largas pipas de arcilla, ofrecidas en un haz. La Fräulein preguntaba coquetamente: —¿Fuma? ¿Cigarrillos o pipa? Estaban todos sentados en círculo. Sir Joshua con su aspecto de hombre del siglo XVIII, Gerald era el joven inglés divertido y apuesto, Alexander, el gallardo y alto político democrático y lúcido; Hermione extraña como una alta Cassandra, y las mujeres ataviadas en vivos colores, todas ellas fumando, como debían, las largas pipas blancas, y sentadas en el curvo diván, cómodamente, a la media luz del salón, ante los leños que llameaban en el hogar de mármol. Se hablaba principalmente de política y de sociología, y, cosa curiosa e interesante, la conversación tenía cierto matiz anarquista. Se daba en la estancia una acumulación de fuerzas poderosas, poderosas y destructivas. Parecía que todo se arrojara a un crisol, y Úrsula tuvo la impresión de que todas las mujeres fueran brujas que ayudaran a guisar el potaje. Todo ello se hacía con excitación y satisfacción, sin embargo, aquella implacable presión intelectual, aquella intelectualidad poderosa, corrosiva, destructiva que emanaba de sir Joshua, de Hermione y de Birkin, dominando a todos los demás, resultaba cruelmente agotadora para las dos recién llegadas. Pero he aquí que un mareo, unas terribles náuseas se apoderaron de Hermione. Se produjo una pausa en la conversación cuando la detuvo con su voluntad inconsciente pero todopoderosa. Interrumpiendo a todos, Hermione dijo: —Salsie, ¿no quieres jugar a algo? ¿No queréis bailar? Gudrun, tú bailarás, ¿verdad? Me gustaría mucho que bailaras. Anche tu, Palestra, ballerai? Si, per piacere. Y tú también, Úrsula. Hermione se levantó y, despacio, tiró de la ancha cinta bordada de oro que colgaba a un lado del hogar, manteniendo la presión hacia abajo unos instantes, para soltarla luego con brusquedad. Igual que una sacerdotisa, tenía aspecto inconsciente, sumida en profundo trance. Acudió una doncella, se fue y no tardó en reaparecer con un montón de túnicas, echarpes y amplios pañuelos, todo ello de seda, y, casi todo oriental, prendas que Hermione, llevada por su amor a las ropas bellas y extravagantes, había reunido poco a poco. Hermione dijo: —Las tres bailaréis juntas. Alexander, diligente, preguntó: —¿Y qué bailarán? Inmediatamente, la condesa repuso: —Vergini delle Rocchette. Úrsula objetó: —Son muy lánguidas esas vírgenes. La Fräulein, siempre dispuesta a ayudar, propuso: —Las tres brujas de Macbeth. Por fin se decidió interpretar la danza de Noemí, Ruth y Orpah. Úrsula sería Noemí; Gudrun, Ruth; y la contessa, Orpah. La idea consistía en organizar un baile al estilo de los ballets rusos de la Pavlova y Nijinsky. La condesa fue la primera en estar dispuesta, Alexander se sentó al piano, y entre todos despejaron el centro del salón. Orpah, ataviada con bellas prendas orientales, comenzó a bailar lentamente, como lamento por la muerte de su esposo. Entonces Ruth se unió a Orpah y las dos, conjuntamente, lloraron y se dolieron, y luego llegó Noemí a consolarlas. Todo se hizo en silencio, y las bailarinas interpretaron sus emociones mediante los movimientos y gesticulación del baile. El pequeño drama tuvo una duración de quince minutos. Úrsula estaba muy bella en el papel de Noemí. Todos sus hombres habían muerto, y podía permanecer sola, en indomable afirmación de sí misma, y no pedir nada. Ruth, dada a amar a las mujeres, amaba a Noemí. Y Orpah, la vital y sutil viuda sensacional, se disponía a volver a su antigua vida, a repetirla. Era extraño contemplar a Gudrun pegarse con recia y desesperada pasión a Úrsula, mientras, a pesar de ello, sonreía con sutil malevolencia. Ver a Úrsula aceptar lo anterior en silencio, aunque siendo incapaz de ofrecer algo, ya a la otra, ya a sí misma, rechazando, peligrosa e indómita, su dolor. A Hermione le gustó la danza. Le divirtió observar el rápido sensacionalismo de armiño de la condesa, el supremo pero traidor ataque de Gudrun a la mujer que veía en su hermana, y el peligroso desamparo de Úrsula, un desamparo que le daba apariencias de estar irremediablemente encadenada, sin posible libertad. Al terminar el baile, todos gritaron: «¡Muy bien! ¡Muy bonito!». Pero el espíritu de Hermione se retorcía de dolor, al tener conciencia de todo lo que jamás llegaría a saber. A gritos pidió más danzas, y fue su voluntad la que puso a la condesa y a Birkin en el trance de una danza burlona. Los desesperados esfuerzos de Gudrun para conseguir el amor de Noemí excitaron a Gerald. La esencia de aquella femenina temeridad y burla subterránea penetró en su sangre. No podía olvidar la materialidad alzada, ofrecida, agresiva y temeraria, pero al mismo tiempo burlona, de Gudrun. Birkin, contemplando el espectáculo como un cangrejo en su escondite, había percibido la frustración y el desamparo brillantes de Úrsula. Ésta rebosaba peligroso poderío. Era como un extraño e inconsciente capullo de poderosa feminidad. Birkin se sintió inconscientemente atraído por ella. Úrsula era el futuro de Birkin. Alexander interpretó música húngara, y, arrastrados por su fuerza, todos bailaron. Gerald se sentía maravillosamente excitado al ejecutar los movimientos del baile, que le acercaban a Gudrun, y, a pesar de que sus pies no conseguían hurtarse a los movimientos del vals y del doble paso, sentía que sus fuerzas se agitaban en sus extremidades y en su tronco, para liberarse de su cautiverio. Gerald aún no sabía bailar aquella danza convulsa, del tipo ragtime, pero sabía ya cómo empezar a aprender. Birkin, cuando lograba liberarse del peso que en él ejercía aquella gente, que no le gustaba, bailaba con agilidad y verdadera alegría. La condesa, excitada al ver los alegres y puros movimientos de Birkin, movimientos que éste con nadie compartía, gritó: —Ahora lo veo claramente. Birkin es cambiante. Hermione la miró despacio y se estremeció, sabedora de que sólo una extranjera podía darse cuenta de aquello y decirlo. En su rítmico hablar, Hermione preguntó a la condesa: —Cosa vuol’dire Palestra? En italiano, la otra repuso: —Míralo. No es un hombre, es un camaleón, un ser cambiante. Estas palabras volvieron a sonar en la conciencia de Hermione, aunque traducidas a las siguientes: «No es un hombre, es un traidor, no es de los nuestros». Y el alma de Hermione se retorció en la tenebrosa subyugación por Birkin, a causa del poder que Birkin tenía para escapar, para existir, al contrario que ella, debido a que Birkin no era congruente, no era un hombre, era menos que un hombre. Hermione odiaba a Birkin con una desesperación que la despedazaba, que la quebraba, de manera que padecía una disolución parecida a la de un cadáver, y de nada tenía conciencia, salvo de aquella horrible enfermedad de disolución que se desarrollaba en su interior, en su cuerpo y en su alma. Por estar la casa llena, a Gerald le habían asignado el cuarto más pequeño, cuarto que, en realidad, era un vestidor que comunicaba con el dormitorio de Birkin. Cuando todos, cada cual con su vela, subieron la escalera, en la que las lámparas ardían casi apagadas, Hermione abordó a Úrsula y se la llevó a su dormitorio, porque quería hablar con ella. Úrsula se sintió un tanto inhibida en aquel dormitorio grande y desconocido. Tenía la impresión de que Hermione la acosaba, temible y primaria, dispuesta a suplicarle algo. Hermione le mostró unas camisas indias, de seda, hermosas y sensuales, en su forma, en su casi corrupta belleza. Luego se acercó y su pecho exhaló un dolorido suspiro, y Úrsula quedó unos momentos paralizada por el terror. Los ojos de macilento mirar de Hermione vieron el temor en el rostro de Úrsula, y una vez más se produjo un choque, un choque y un derrumbamiento. Úrsula cogió una camisa de seda roja y azul, hecha para una princesa de catorce años, y dijo mecánicamente: —Es una maravilla. Nadie osaría poner juntos dos colores tan fuertes… En ese instante la doncella de Hermione entró silenciosamente, y Úrsula, dominada por el temor, escapó, llevada por un impulso irresistible. Birkin se acostó inmediatamente. Sentíase feliz y con sueño. Bailar le había proporcionado esa felicidad. Pero Gerald quería hablar con él. Con la misma vestimenta que se había puesto para cenar, se sentó, dispuesto a hablar, en la cama en que yacía Birkin, y le preguntó: —¿Quiénes son esas dos Brangwen? —Viven en Beldover. —¡En Beldover! ¿Y qué son? —Son maestras de la escuela primaria. Hubo una pausa. Por fin, Gerald exclamó: —¡Vaya! Ya tenía la impresión de haberlas visto antes… —¿Te defrauda? —¿Si me defrauda? Pues no. Sin embargo, ¿cómo es que Hermione las ha invitado? —Conoció a Gudrun en Londres. Gudrun es la más joven, con el cabello más oscuro. Es artista, escultora. —¿No es maestra de la escuela primaria? ¿Sólo la otra lo es? —Las dos lo son. Gudrun da clases de arte y la otra se encarga de todo lo demás. —¿Y el padre qué es? —Maestro de artes y oficios en las escuelas. —¿De veras? —Las barreras entre las clases sociales están desapareciendo. Gerald casi se sintió inhibido ante el tono burlón de Birkin. Dijo: —El que el padre sea maestro de artes y oficios no me afecta en absoluto. Birkin se echó a reír. Gerald fijó la vista en la cara de Birkin, que se reía con amargura, con la cabeza tranquilamente apoyada en la almohada, y no pudo marcharse. Birkin dijo: —De todas maneras, me parece que no verás mucho a Gudrun. Es una muchacha inquieta. Se irá dentro de una o dos semanas. —¿Y adónde irá? —A Londres, a París o a Roma; sólo Dios lo sabe. Siempre tengo la impresión de que cualquier día se irá a Damasco o a San Francisco. En Beldover no tiene nada que hacer. Beldover y esa chica forman un contraste de pesadilla. Gerald meditó unos instantes. Luego preguntó: —¿Y cómo es que la conoces tan bien? —La conocí en Londres, en el grupo de Algernon Strange. Sabe quiénes son Pussum, Libidnikov y todos los demás, incluso en el caso de que no los conozca personalmente. Gudrun nunca perteneció a ese grupo, en realidad. Es más convencionalista que ésos. Hace unos dos años que la conozco, me parece. —¿Y gana dinero cuando no da clases? —Algo, aunque de manera irregular. Vende sus obras. Tiene cierto prestigio. —¿Por cuánto las vende? —Una guinea… Diez guineas… —¿Son buenas? ¿Qué clase de obras son? —Algunas me parecen maravillosas. Aquí hay una obra suya, esas pajaritas aguzanieves que habrás visto en el gabinete de Hermione. Están talladas en madera y pintadas. —Pues pensaba que se trataba de una de esas obras que hacen los salvajes. —No. Es de Gudrun. Eso es lo que hace; animales, pájaros, a veces personas de tamaño muy pequeño, vestidas con ropas normales y corrientes. Cuando esas obras le salen bien, son maravillosas. Tienen un aire divertido, muy sutil, y totalmente inconsciente. Pensativo, Gerald insinuó: —Quizá llegue el día en que sea una artista conocida. —Es posible. Pero me parece que no será así. Cuando otra cosa le interesa, se olvida de su arte. Su espíritu de contradicción le impide tomar en serio su arte. Es una chica que jamás puede tomar nada muy en serio. Piensa que tiene la obligación de entregarse totalmente a algo. Pero nunca se entrega. Siempre está a la defensiva. Esto es lo que me parece insoportable en las mujeres como ella. A propósito: ¿qué tal te fue con Pussum cuando te dejé? No me han dicho nada. —Bueno, pues fue bastante desagradable. Halliday se puso quisquilloso, y poco faltó para que le pateara las tripas en una pelea así, al viejo estilo. Birkin guardó silencio. Luego dijo: —Desde luego, Julius está un poco loco. Por una parte vive obseso por la religión, y, por otra, le fascina la obscenidad. O bien se comporta como un esclavo del Señor, entregado a lavar los pies de Cristo, o bien se entrega a hacer dibujos obscenos de Jesús. Acción y reacción, y entre una y otra, nada. Está realmente loco. Por una parte, desea un lirio de pureza, otra chica, una chica con cara de Botticelli, pero por otra parte necesita a Pussum, para profanarse a sí mismo con ella. Gerald observó: —Eso es lo que no comprendo. ¿Quiere a Pussum o no? —Ni la quiere ni la deja de querer. Pussum es la ramera. Para él, Pussum es la auténtica ramera del libertinaje. Y siente la necesidad de revolcarse en el barro con ella. Pero luego se levanta e invoca el nombre del lirio de la pureza, de la muchacha con cara de niña, y de esa manera no se aburre ni un instante. Es la vieja historia: acción y reacción, y nada entre una y otra. Después de una pausa, Gerald precisó: —Pues la verdad es que no creo que ese muchacho sea injusto con Pussum. La chica me parece bastante procaz. —Pensaba que te gustaba. Yo siempre le he tenido cariño. Aunque también es verdad que jamás he establecido relación personal alguna con ella. —Pues sí, me gustó durante un par de días. Pero si hubiese pasado una semana con ella, no hubiera podido aguantarla. La piel de estas mujeres desprende cierto olor que asquea de una forma indecible, incluso en el caso de que al principio guste. Birkin asintió: —Sí, ya sé. Luego, con cierto nerviosismo, Birkin añadió: —Anda, vete a la cama, Gerald. Serán las tantas ya. Gerald miró su reloj, se levantó y fue a su cuarto. Pero, pocos minutos después, regresaba con camisa de dormir. Volvió a sentarse en el borde de la cama y dijo: —Sólo una cosa. Pussum y yo nos separamos de manera un tanto tormentosa, y no tuve tiempo de darle nada. Birkin preguntó: —¿Te refieres a dinero? Pussum puede conseguir lo que necesite de Halliday o de cualquiera de sus conocidos. —Pero yo hubiera preferido darle algo, y quedar en paz con ella. —Le da igual. —Quizá tengas razón. Pero siento que la deuda sigue pendiente, y me gustaría haberla dejado saldada. —¿De veras? Birkin dijo estas palabras con la vista fija en las blancas piernas de Gerald, sentado en el borde de la cama. Eran piernas blancas, recias, musculosas, hermosas y decididas. Sin embargo, suscitaban en Birkin una especie de compasión, de ternura, como si fueran piernas infantiles. Repitiendo con vago acento lo dicho, Gerald afirmó: —Hubiera preferido dejar la cuenta saldada. —Eso es algo que carece de importancia desde todos los puntos de vista. Un tanto intrigado, mirando con afecto a Birkin, Gerald prosiguió: —No sé por qué dices que carece de importancia. —Es que no la tiene. —Es que la chica se portó muy decentemente, en realidad… Poniéndose de costado, Birkin observó: —Dad a la Cesarina lo que es de la Cesarina. Birkin tenía la impresión de que Gerald hablaba por ganas de hablar. Añadió: —Anda, vete. Estoy cansado. Es muy tarde. Mirando todo el tiempo hacia abajo, hacia la cara de su amigo, con gesto de espera, Gerald dijo: —Hubiera deseado que me dijeras algo al respecto. Birkin se limitó a volver su cabeza a un lado. Gerald agregó: —Bueno, que duermas bien. Después de decir estas palabras, puso afectuosamente la mano en el hombro de Birkin y se fue. Por la mañana, cuando Gerald despertó, oyó a Birkin moviéndose, y le gritó: —Aún creo que tengo que dar algún dinero a Pussum. Birkin repuso: —¡Oh, Dios! No seas tan materialista. Salda la cuenta en tu alma. Ahí es donde la tienes que saldar. —¿Y tú cómo lo sabes? —Porque te conozco. Gerald meditó un momento. Luego dijo: —Pues oye, a mi parecer, lo que hay que hacer con todas las Pussums de este mundo, es pagar. Birkin dijo: —Y lo que hay que hacer con las amantes es mantenerlas. Y con las esposas vivir bajo el mismo techo. Integer vitae scelerisque purus… —Tampoco tienes por qué ser tan mordaz. —El asunto me aburre. Tus problemitas morales no me interesan. —Me importa poco que te interesen o no. A mí, sí. Aquella mañana también era soleada. La doncella había traído agua caliente y había descorrido las cortinas. Birkin, sentado en la cama, contemplaba perezosamente complacido el parque verde, desierto y romántico, perteneciente a otra época, una época ya pasada. Pensaba en lo bellas, lo seguras, lo formadas, lo definitivas que eran las cosas del pasado —del pasado siempre bellamente logrado—, como aquella casa, tan serena y dorada, y el parque adormecido en siglos de paz. Pero cuán falsa y engañosa era la belleza de las cosas extáticas, qué horrible y mortal prisión era Breadalby, y qué intolerable encierro era la paz… Sin embargo, era mejor que el sórdido y ajetreado conflicto del presente. Si al menos se pudiera crear el futuro de acuerdo con los deseos del propio corazón, en busca de un poco de verdad pura, en busca de poder aplicar con seguridad un poco de sencilla verdad a la vida… Eso era lo que el corazón pedía sin cesar. Desde la otra habitación, la voz de Gerald dijo: —La verdad es que no sé de qué me serviría el que estuvieras interesado en mis asuntos, tanto si se trata de Pussum, como de las minas, como de cualquier otra cosa. —Interésate en lo que puedas interesarte, Gerald. Ahora bien, esos asuntos, a mí, no me interesan. Birkin volvió a oír la voz de Gerald: —¿Qué debo hacer? —Haz lo que te dé la gana. ¿Y yo qué? ¿Qué debo hacer yo? En el silencio que siguió, Birkin tuvo la impresión de ver a Gerald meditando estas palabras. Oyó la alegre contestación: —Así me condene si lo sé. —Una parte de tu ser quiere a Pussum y sólo a Pussum, otra parte quiere las minas y los negocios, y sólo eso. Y ahí estás partido por la mitad. Con voz extraña, serena, auténtica, Gerald dijo: —Y otra parte de mí quiere otra cosa. Sorprendido, Birkin preguntó: —¿Qué? —Precisamente eso es lo que quiero que me digas. Hubo unos instantes de silencio. Birkin contestó: —Pues no puedo decírtelo. Si no puedo encontrar mi propio camino, menos podré encontrar el tuyo. Siempre puedes casarte… Gerald preguntó: —¿Con quién? ¿Con Pussum? —Quizá. Birkin se levantó y se acercó a la ventana. Gerald dijo: —Ésta es tu panacea, pero ni siquiera te la has aplicado, a pesar de que estás notablemente enfermo. —Lo estoy, pero sanaré. —¿Gracias al matrimonio? Tozudo, Birkin contestó: —Sí. Gerald añadió: —Y no. No, no, no, querido muchacho. Se produjo un silencio en el que una extraña tensión de hostilidad medió entre los dos. Siempre mantenían aquella distancia entre ambos, siempre querían ser libres el uno del otro. Sin embargo, se daba también un cordial afecto entre ellos. Con sorna, Gerald dijo: —Salvator feminibus. —¿Por qué no? —Claro, no hay razón alguna que lo impida. Sólo falta ver si dará resultados. ¿Y con quién vas a casarte? —Con una mujer. —Buena idea. Birkin y Gerald fueron los últimos en bajar a desayunar. A Hermione le gustaba que todos madrugaran. Sufría al ver que quienes se demoraban le recortaban el día, creía que le quitaban vida. Hermione causaba la impresión de coger las horas por el gañote y extraerles vida. Aquella mañana estaba pálida y con mal aspecto, como si hubiera quedado rezagada y abandonada. Sin embargo, conservaba su poder, y su voluntad era extrañamente dominante. Cuando los dos hombres entraron, se produjo bruscamente cierta tensión. Hermione levantó la cabeza y dijo con su divertido canturreo: —¡Buenos días! ¿Habéis dormido bien? Me alegro mucho. Y les volvió la cara, haciendo caso totalmente omiso de ellos. Alexander, con voz que revelaba leve censura, dijo: —Por favor, coged lo que queráis en el aparador. Espero que el desayuno no se haya enfriado. No… Rupert, ¿te molestaría mucho apagar el hornillo de alcohol? Muchas gracias. Incluso Alexander se comportaba de modo autoritario cuando Hermione reaccionaba con frialdad. De manera inevitable, el tono de Alexander era consecuencia del de Hermione. Birkin se sentó y fijó la vista en la mesa. Estaba totalmente habituado a aquella casa, a aquella estancia, a aquella atmósfera, a causa de largos años de intimidad, y sentía completa hostilidad hacia todo. Aquello no guardaba ninguna relación con él. Se dio cuenta de lo bien que conocía a Hermione, al verla allí sentada, erecta y silenciosa, un tanto abstraída, pero firme y poderosa. La conocía de forma tan definitiva e invariable que ello representaba para Birkin algo parecido a la locura. Le resultaba difícil tener la certeza de que no estaba loco, de que no era una figura en la sala de los reyes de una tumba egipcia, en la que todos los muertos se hallaban sentados, tremendos e inmemoriales. Cuán bien conocía a Joshua Mattheson, que hablaba con su voz áspera pero remilgada, interminablemente, siempre al impulso del funcionamiento de su robusta mente, siempre de modo interesante, pero diciendo siempre cosas sabidas, todo sabido de antemano, por nuevo e inteligente que fuera lo que decía. Alexander, el anfitrión con modales del día, siempre tan heladamente a sus anchas, la Fräulein diciendo siempre coquetamente lo que de ella se esperaba, la pequeña condesa italiana fijándose en todos, jugando su jueguecito, objetiva y fría, mirándolo todo igual que una comadreja, y sacando su propia diversión privada de todo, sin dar jamás nada de sí misma, y la señorita Bradley, pesada y un tanto servil, tratada con frío y casi divertido desprecio por Hermione, y, en consecuencia, menospreciada por todos. Cuán conocido era todo, conocido como un juego de piezas conocidas de antemano, la reina, los caballos, los peones, siempre las mismas jaezas, ahora las mismas que siglos atrás, las mismas piezas moviéndose en el tablero en una de las innumerables permutaciones que constituyen el juego. Pero el juego es conocido, y está tan agotado, que su prosecución es como una locura. Y allí estaba Gerald con expresión divertida en la cara. El juego le divertía. Y Gudrun, mirándolo todo con sus grandes ojos de expresión firme, hostil. Aborrecía aquel juego, y, al mismo tiempo, la fascinaba. Y Úrsula, con expresión levemente sobresaltada, como si estuviera dolida, y el dolor se hallara fuera de su conciencia. De repente, Birkin se levantó y se fue. Hermione creía saber lo que le pasaba a Birkin, pero no conscientemente. Levantó sus ojos de pesado mirar, y lo vio desaparecer bruscamente, llevado por una súbita e ignota marea, y las olas se estrellaron contra ella. Pero su indomable voluntad siguió inconmovible y mecánica, y permaneció sentada a la mesa, haciendo sus meditativas observaciones en constante divagación. Sin embargo, se había sumido en las tinieblas, era como un buque hundido. Para ella también todo había terminado, estaba hundida en las tinieblas. Pero el implacable mecanismo de su voluntad seguía funcionando. Le quedaba esta actividad. De repente, mirándolos a todos, Hermione dijo: —¿Vamos a bañarnos? Joshua exclamó: —¡Magnífica idea! Es una mañana perfecta para tomar un baño. La Fräulein dijo: —Una mañana muy hermosa… La italiana insistió: —Sí, tomemos un baño. Gerald objetó: —He venido sin el traje de baño. Alexander dijo: —Coge el mío. Yo tengo que ir a la iglesia. Me esperan. Súbitamente interesada, la condesa italiana preguntó a Alexander: —¿Eres cristiano? Alexander repuso: —No, no lo soy. Pero creo que debemos mantener en pie las viejas instituciones. Delicadamente, la Fräulein observó: —Son tan hermosas… La señorita Bradley abundó: —¡Muy hermosas! Todos salieron al prado y avanzaron lánguidamente por él. Era una mañana soleada y suave, de principios de verano, en la que la vida penetraba en el mundo sutilmente, como un recuerdo. No muy lejos, sonaban las campanas de la iglesia. No había siquiera una nube en el cielo, los cisnes parecían lirios en el agua, allá abajo. Los pavos reales cruzaron la zona de sombra, a pasos largos, contoneándose, y penetraron en la parte del césped iluminada por el sol. Daban ganas de sumirse con abandono en la acabada perfección de todo aquello. Agitando alegremente los guantes en el aire, Alexander gritó: —¡Hasta luego! Y desapareció detrás del seto, camino de la iglesia. Hermione insistió: —¿Vamos a bañarnos? Úrsula dijo: —Yo no me bañaré. Dirigiéndole una lenta mirada, Hermione le preguntó: —¿No quieres bañarte? Úrsula repuso: —No, no tengo ganas. Gudrun se sumó: —Yo tampoco. Gerald preguntó: —¿Y mi traje de baño? Hermione, con rara y divertida entonación, dijo: —No sé nada de eso. Ponte un pañuelo, un pañuelo grande, ¿te parece? —Muy bien. Hermione canturreó: —En marcha, pues. La primera en cruzar corriendo el prado fue la pequeña italiana, menuda y gatuna, con las blancas piernas destellando al sol y la cabeza, en la que llevaba un pañuelo de seda dorada, levemente hundida entre los hombros. Atravesó la puerta corriendo, descendió por el prado, y se quedó en pie, como una figurita de marfil y bronce, en la orilla, donde se despojó de la toalla, contemplando los cisnes que, sorprendidos, habían alzado la cabeza. Luego, salió la señorita Bradley, grande y suave como una ciruela, con su traje de baño azul oscuro. Después fue Gerald, con un pañuelo de seda escarlata liado a la cintura, y la toalla al brazo. Parecía pavonearse un poco a la luz del sol, demorándose y riendo, mientras caminaba a zancadas lentas y tranquilas, blanco y natural en su desnudez. Salió sir Joshua con albornoz, y, por fin, Hermione, caminando con rígida gracia, envuelta en un gran manto de seda púrpura, y con un pañuelo púrpura y oro en la cabeza. Era hermoso su cuerpo rígido y alargado, así como también eran hermosas sus blancas piernas de firme paso. Había en ella una extática magnificencia, mientras avanzaba dejando que el manto revoloteara alrededor de sus piernas. Había tres estanques, grandes, de lisas aguas, hermosos, dispuestos en tres niveles descendentes en el mismo sentido en que descendía el valle. El agua sonora saltaba de un estanque a otro, pasando por encima de un bajo muro de piedra y unas rocas. Los cisnes se habían retirado a la orilla opuesta, los juncos despedían dulce olor y una leve brisa acariciaba la piel. Gerald se había lanzado al agua después de sir Joshua, y nadando había llegado al otro extremo del estanque. Allí se sentó en el bajo muro. La pequeña condesa saltó al agua y se puso a nadar como una rata, en dirección a Gerald. Los dos quedaron sentados al sol, riendo, y con los brazos cruzados. Sir Joshua se acercó nadando a ellos y se quedó a poca distancia, de pie en el agua, que le llegaba al pecho. Luego se lanzaron Hermione y la señorita Bradley, y fueron a sentarse en el muro, formando fila con los otros dos. Gudrun dijo: —¿Verdad que son todos aterradores? ¿No te parecen aterradores? ¿Verdad que parecen saurios? Son como gigantescos lagartos. ¿Has visto alguna vez algo parecido a sir Joshua? Realmente, Úrsula, este hombre pertenece al mundo prehistórico, a aquella época en que grandes lagartos se arrastraban por la faz de la tierra. Gudrun miró con pasmada tristeza a sir Joshua, que seguía en pie, con el agua hasta el pecho, su cabello largo y gris cayéndole sobre los ojos, y el cuello asentado entre hombros gruesos y primitivos. Sir Joshua hablaba con la señorita Bradley, quien, sentada en el muro, a altura superior a la de sir Joshua, grande, rolliza y mojada, parecía que de un momento a otro fuera a deslizarse contoneándose en el agua, casi igual que las resbaladizas focas del parque zoológico. Úrsula observaba en silencio. Gerald reía feliz, sentado entre Hermione y la condesa. Gerald, a juicio de Úrsula, parecía Dionisos, con su cabello amarillo, su recia figura, su talante risueño. Hermione, grande, con su gracia rígida y siniestra, se inclinaba temiblemente hacia Gerald, como si no respondiera de lo que fuera capaz de hacer. Gerald advertía que Hermione entrañaba cierto peligro, que en ella se daba una convulsa locura. Pero eso sólo servía para hacerle reír más, y para que se volviera a menudo hacia la pequeña condesa, quien le miraba alzando la cara. Todos saltaron al agua y nadaron juntos, como un grupo de focas. En el agua, Hermione era poderosa e inconsciente, grande, lenta y poderosa, Hermione era rápida y silenciosa como una nutria, Gerald destellaba ondulante, como una natural sombra blanca. Luego, uno tras otro, salieron del agua y se dirigieron a la casa. Menos Gerald, que se quedó unos instantes para hablar con Gudrun: —¿No te gusta el agua? Gudrun le dirigió una mirada larga, lenta, inescrutable, mientras Gerald permanecía ante ella, negligente, con el agua formando cuentas sobre su piel. Gudrun replicó: —El agua me gusta mucho. Gerald siguió en silencio, esperando que Gudrun le diera más explicaciones. Luego preguntó: —¿Sabes nadar? —Sí, sé nadar. Gerald decidió no preguntarle por qué no se había bañado con ellos. Había advertido cierta irónica expresión en Gudrun. Por primera vez un poco picado, se alejó. Luego, cuando Gerald volvió a ser el joven inglés impecablemente vestido, preguntó a Gudrun: —¿Por qué no has querido bañarte? Gudrun dudó unos instantes antes de contestar, como si la insistencia de Gerald la irritara, pero por fin repuso: —Porque no me gustaba la muchedumbre. Gerald se echó a reír. La frase de Gudrun le causó la impresión de rebotar como un eco en su conciencia. La forma de expresión empleada por Gudrun le había parecido picante. Tanto si a Gerald le gustaba como si no le gustaba, Gudrun representaba para él el mundo real. Sintió deseos de ponerse a la altura de los criterios de Gudrun, deseos de satisfacer sus esperanzas. Le constaba que el criterio de Gudrun era el único que realmente tenía importancia para él. Sabía instintivamente que todos los demás eran seres ajenos, fuera cual fuese su significado social. Y Gerald sabía que no podía evitarlo, sabía que estaba obligado a esforzarse para ponerse a la altura de los criterios de Gudrun, para encarnar la idea que Gudrun tenía de un hombre, de un ser humano. Después del almuerzo, todos se retiraron menos Hermione, Gerald y Birkin, que se quedaron para terminar la conversación que habían sostenido. Se había producido una discusión en términos generales muy intelectual y artificial, acerca de una nueva sociedad, de un mundo nuevo para el hombre. En el supuesto de que el viejo estado social presente quedara desmembrado y destruido, ¿qué saldría del caos? Sir Joshua había dicho que la gran idea social era la idea de la igualdad social del hombre. No —dijo Gerald—, la idea básica consistía en que cada hombre debía realizar la tarea para la que era idóneo. Primero debía hacer esto, y luego que hiciera lo que le diese la gana. El principio unificador era el trabajo diario. Sólo el trabajo, sólo la tarea de producir mantenía unidos a los hombres. Se trataba de un hecho mecánico, ciertamente, pero no se debía olvidar que la sociedad era, realmente, un mecanismo. Fuera del trabajo, los hombres quedaban aislados, con libertad para hacer lo que quisieran. Gudrun había gritado: —¡Oh…! Entonces ni siquiera tendremos nombres. Lo mismo que los alemanes no seremos más que Herr Obermeister y Herr Untermeister. Ya lo imagino: «Yo soy la esposa-del-director-de-las-minas-de-carbón-Crich», «Yo soy la esposa-del-miembro-del-Parlamento-Roddice», «Yo soy la maestra-dearte-Brangwen». Una maravilla. Gerald había contestado: —Pues todo funcionaría mucho mejor, maestra-de-arte-Brangwen. —¿Al decir «todo» a qué te refieres, señor director-de-minas-de-carbónCrich? ¿A la relación entre tú y yo, par exemple? La italiana gritó: —¡Exactamente! ¡A la relación entre hombre y mujer, por ejemplo! Sarcástico, Birkin observó: —Se trata de una relación no-social. Gerald dijo: —Exacto. La cuestión social no tiene nada que ver en la relación entre una mujer y yo. Es asunto exclusivamente mío. Birkin dijo: —No lo dudo ni un instante. Úrsula había preguntado a Gerald: —¿Niegas que la mujer sea un ser social? Gerald contestó: —Es las dos cosas. Es un ser social en cuanto se refiere a la sociedad. Pero, en cuanto a personalidad privada, es libre, y sólo ella puede decidir lo que quiere hacer. Úrsula preguntó: —Pero ¿no será un tanto difícil armonizar las dos mitades? Gerald replicó: —En absoluto. Se armonizan de una manera natural. Lo vemos a diario. Birkin advirtió a Gerald: —No rías con tanta satisfacción hasta el momento en que el problema quede realmente resuelto. Llevado por brusca irritación, Gerald frunció el entrecejo y dijo: —¿Me reía quizá? Por fin, Hermione había dicho: —Si pudiéramos darnos cuenta de que espiritualmente todos somos lo mismo, que todos somos iguales, desde el punto de vista del espíritu, de que todos somos hermanos, lo demás carecería de importancia y desaparecerían esas envidias y resquemores, esas luchas por el poder que comportan destrucción y sólo destrucción. Estas palabras fueron acogidas en silencio, y casi inmediatamente todos se levantaron de la mesa. Pero cuando los demás se hubieron ido, Birkin se dirigió a Hermione, en amargo tono declamatorio: —Es exactamente al revés, es todo lo contrario de lo que tú has dicho, Hermione. En el espíritu todos somos diferentes y desiguales, y sólo las diferencias sociales son las que se basan en circunstancias materiales accidentales. Abstracta o matemáticamente somos todos iguales, si así lo quieres. Todo hombre tiene hambre y sed, dos ojos, una nariz y dos piernas. Numéricamente, todos somos iguales. Pero espiritualmente todo es pura diferencia, y la igualdad y la desigualdad no cuentan para nada. Sobre estas dos bases de conocimiento se debe fundar la sociedad. Tu democracia es una absoluta mentira, tu hermandad de los hombres es pura falsedad, siempre y cuando apliques algo más que las abstracciones matemáticas. Al principio de nuestra vida, todos nos alimentamos con leche, ahora todos comemos pan y carne, todos queremos ir en automóvil, y aquí se encuentra el principio y el fin de la hermandad entre los hombres. Pero no de la igualdad. Yo, este yo personal, ¿qué tiene que ver con la igualdad con otro hombre u otra mujer? Espiritualmente, estoy tan alejado como una estrella de otra, y soy diferente en calidad y en cantidad. Intenta fundar una sociedad sobre esta base… No hay hombre alguno que sea mejor que otro hombre, y ello es así debido, no a que sean iguales, sino a que cada hombre es intrínsecamente otro, debido a que no hay término de comparación posible. En el mismo instante en que comienzas a comparar, ves que un hombre es mucho mejor que otro, y que, gracias a la propia naturaleza de las cosas, se dan todas las desigualdades que quepa imaginar. Quiero que todos los hombres disfruten de su parte de los bienes del mundo, para quedar yo, de esa manera, liberado de las molestas peticiones del prójimo, y poder decirle: «Ahora ya tienes lo que quieres, ahora ya gozas de la parte que te toca de los bienes del mundo; en consecuencia, insensato boceras, ocúpate en tus asuntos y no entorpezcas mi vivir». Hermione le miraba burlonamente, de arriba abajo, con una mirada que parecía resbalarle por las mejillas. Birkin sentía que Hermione despedía, dirigiéndolas hacia él, violentas oleadas de odio y aborrecimiento hacia todo lo que había dicho. Se trataba de un odio y de un aborrecimiento generadores de fuerzas que surgían potentes y tenebrosas de su subconsciente; ella oía las palabras de Birkin en su subconsciente, en tanto que, conscientemente, sus oídos permanecían sordos, sin prestarles la menor atención. Afablemente, Gerald observó: —Rupert, lo que acabas de decir tiene un marcado tono de megalomanía. Hermione emitió un sonido raro, como un gruñido. Birkin retrocedió. De repente, con voz de la que había desaparecido totalmente aquel tono de insistencia con el que había apabullado a sus oyentes, Birkin dijo: —Sí, más vale dejarlo. Y se fue. Pero después sintió cierto arrepentimiento. Había tratado con violencia y crueldad a la pobre Hermione. Sentía deseos de hacer algo para resarcirla y quedar en paz con ella. La había ofendido, se había comportado llevado por deseos de venganza. Birkin quería volver a tener con ella relaciones amistosas. Fue al gabinete de Hermione, estancia aislada y con grandes cantidades de almohadones. Estaba sentada ante el escritorio escribiendo cartas. Cuando Birkin entró, Hermione levantó la cara con expresión abstraída y le estuvo mirando mientras Birkin se dirigía al sofá y se sentaba. Luego Hermione volvió la vista al papel. Birkin cogió un grueso volumen que había estado leyendo anteriormente, y poco después quedó absorto en la lectura. Se encontraba de espaldas a Hermione. Ésta no podía seguir escribiendo. Toda su mente había quedado sumida en el caos, envuelta en tinieblas, y luchaba mediante su voluntad para recuperar el dominio de su pensamiento, tal como un nadador lucha contra las aguas arremolinadas. Pero, a pesar de sus esfuerzos, era arrastrada hacia las profundidades, y las tinieblas se abatían sobre ella mientras le parecía que su corazón iba a estallar. Esta terrible tensión adquirió más y más intensidad, convirtiéndose en una terrible angustia, semejante a la de estar reclusa. Entonces Hermione se dio cuenta de que la presencia de Birkin era precisamente el muro que la asfixiaba, de que la presencia de Birkin la estaba destruyendo. Si no rompía aquel muro moriría de manera terrible, horriblemente asfixiada. Y Birkin era el muro. Tenía que derribar aquel muro, tenía que derribar a Birkin, aquella horrible obstrucción que oprimiría su vida hasta aniquilarla. Tenía que hacerlo, o de lo contrario perecería de manera horrorosa. Terribles estremecimientos recorrieron el cuerpo de Hermione, estremecimientos que parecían producidos por descargas eléctricas, igual que si su cuerpo hubiera quedado derribado por voltios y voltios de electricidad. Sólo pensaba en Birkin, sentado allí, en silencio, como una inimaginable y perversa obstrucción. Bastaba la silenciosa e inclinada espalda de Birkin, la parte posterior de su cabeza, para que la mente de Hermione quedara en caótica confusión, para que la presión le impidiera respirar. Una terrible y voluptuosa sensación descendió por los brazos de Hermione. Iba a conocer su consumación en la voluptuosidad. Se le estremecieron los brazos, que eran fuertes, inconmensurable e irresistiblemente fuertes. ¡Qué deleite, qué deleite en la fortaleza, qué delirio de placer! Por fin, Hermione iba a conocer su consumación en un éxtasis de voluptuosidad. ¡Se acercaba el momento! Con sumo terror y angustia, Hermione supo que el momento había llegado, y lo supo con suma dicha también. Su mano se cerró sobre una bella bola azul de lapislázuli que tenía sobre el escritorio a modo de pisapapeles. La hizo rodar en la palma de la mano, mientras se ponía en pie silenciosamente. El corazón le parecía una pura llama encerrada en su pecho, y estaba puramente inconsciente en su éxtasis. Se acercó a Birkin, y quedó quieta, a su espalda, durante un instante de éxtasis. Birkin, preso en aquel mundo mágico, seguía quieto, sin darse cuenta de la cercanía de Hermione. Luego, rápidamente, en una llamarada que descendió por su cuerpo, penetrándolo íntegramente, cual un rayo fluido, y que le causó una perfecta e inexpresable consumación, una satisfacción indecible, con la bola de bella piedra, de arriba abajo, con todas sus fuerzas, golpeó la cabeza de Birkin. Pero los dedos de Hermione, agarrando la piedra, amortiguaron el golpe. A pesar de ello, la cabeza de Birkin cayó hacia delante, sobre el tablero de la mesa en que se encontraba el libro, de manera que la superficie de la piedra resbaló por la parte lateral de la cabeza, pasando sobre la oreja, y Hermione experimentó una convulsión de pura dicha, encendida por el dolor de los dedos aplastados. Pero aquella dicha no era aún completa. Hermione volvió a levantar el brazo sobre la cabeza que reposaba atontada sobre la mesa. Tenía que aplastar aquella cabeza, tenía que aplastarla para que su éxtasis quedara consumado, logrado para siempre. Mil vidas, mil muertes carecían de toda importancia, y solo importaba la consumación de aquel perfecto éxtasis. Hermione no era mujer rápida, sólo podía moverse despacio. Un recio espíritu despertó en el interior de Birkin y le obligó a levantar la cabeza y volver la cara para ver a Hermione. Tenía el brazo alzado y en la mano una bola de lapislázuli. Era el brazo izquierdo. Con horror, Birkin volvió a recordar que Hermione era zurda. Rápido, en un movimiento propio del acto de guarecerse, Birkin se cubrió la cabeza con el grueso volumen de Tucídides, y entonces cayó el golpe, que casi le partió el pescuezo y que hizo añicos su corazón. Birkin se sentía aniquilado, pero sin miedo. Girando sobre sí mismo, para dar frente a Hermione, empujó la mesa, y quedó fuera del alcance de ella. Birkin se sentía como si fuera un frasco hecho añicos, añicos menudos como átomos. Tenía la impresión de que todo él no era más que fragmentos. Sin embargo, sus movimientos fueron perfectamente coherentes y firmes. Su alma estaba entera, y sin haber experimentado sorpresa alguna. En voz baja, Birkin dijo: —No hagas eso, Hermione. No te lo permitiré. La veía ante él, alta, pálida y atenta, con la piedra en la mano crispada. Acercándose a Hermione, Birkin dijo: —Apártate y déjame salir de aquí. Como si una mano la empujara, Hermione se echó a un lado, sin dejar de mirar inmutable a Birkin, como un ángel neutralizado que con él se enfrentara. Después de haber rebasado a Hermione, Birkin dijo: —No serviría para nada. ¿Oyes? No sería yo quien moriría. ¿Oyes? Birkin se fue sin perder de vista a Hermione, no fuera que volviese a golpearle. Mientras Birkin estuviera en guardia, Hermione no osaría atacarle. Mientras Birkin estuviera en guardia, Hermione era impotente. Birkin salió, dejándola allí, de pie. Quedó perfectamente rígida, en pie, largo rato. Luego se acercó con paso inseguro al sofá y se tendió en él, sumiéndose en un profundo sueño. Cuando despertó, recordó lo que había hecho, pero le pareció que se había limitado a golpear a Birkin, tal como hubiera hecho cualquier otra mujer, debido a que la torturaba. Hermione tenía toda la razón. Le constaba que, espiritualmente, tenía toda la razón. En su infalible pureza, había hecho lo que se debe hacer. Tenía razón y era pura. Una expresión drogada, religiosa y casi siniestra se formó en su rostro, quedando permanentemente fijada en él. Birkin, apenas consecuente, pero con movimientos firmes, salió de la casa, cruzó el parque y salió al campo abierto, encaminándose hacia las colinas. El cielo, antes luminoso, estaba cubierto y lloviznaba aquí y allá. Vagando sin rumbo, llegó a una zona, junto al valle, en la que había grupos de avellanos, gran número de flores, matojos, y grupitos de pinos jóvenes, con brotes como suaves zarpas. Había humedad en todas partes, y, allá, en el fondo del valle, discurría un triste riachuelo, o por lo menos un riachuelo que pareció triste a Birkin. Se daba cuenta de que no podía recuperar la plena conciencia y de que se movía en un ambiente de penumbra. Sin embargo, deseaba algo. Se sentía feliz en la falda de la colina, oscurecida por la vegetación, con abundancia de arbustos y flores. Birkin quería tocar todo aquello, saturarse con el contacto de cuanto veía. Se desnudó, y se sentó desnudo entre las velloritas, moviendo suavemente los pies entre ellas, moviendo las piernas, las rodillas y los brazos hasta los sobacos metidos entre las flores, yacente, dejando que las flores tocaran su vientre, tocaran su pecho. Era un contacto muy delicado, fresco y sutil en todo su cuerpo, que parecía íntegramente saturado de aquella sensación. Pero las flores eran suaves en exceso. Por entre la alta hierba, se acercó a un grupo de jóvenes pinos, cuya altura no superaba la de un hombre. Las suaves y agudas ramas golpearon su cuerpo, mientras avanzaba por entre ellas sintiendo penetrantes sensaciones dolorosas, y las ramas le arrojaban rociadas de agua al vientre, y le fustigaban los lomos con las apiñadas agujas suaves y picantes. Un cardo le pinchó vivamente, aunque no mucho, ya que los movimientos de Birkin eran suaves y equilibrados. Yacer y revolcarse entre los pegajosos y frescos jacintos jóvenes, yacer boca abajo y cubrirse la espalda con puñados de hierba fresca y fina, suave como el aliento, suave y más delicada y más hermosa que el contacto con cualquier mujer, y luego pincharse un muslo contra las vivas y oscuras puntas de las ramas de los pinos, y después sentir el leve latigazo de las ramas del avellano en los hombros, el latigazo picante, y luego oprimir el plateado tronco del abedul contra el pecho, con su suavidad, su dureza, sus vitales nudos y surcos. Eso era bueno, todo eso era muy bueno y muy satisfactorio. Ninguna otra cosa había, nada sería satisfactorio, salvo aquel frescor y sutileza de la vegetación penetrando en la sangre. ¡Cuánta suerte tenía de que existiera aquella vegetación bella, sutil, amiga, que le esperaba, tal como él la esperaba a ella! ¡Cuán logrado, cuán feliz se sentía! Mientras se secaba un poco el cuerpo con un pañuelo, Birkin pensó en Hermione y en el golpe que le había propinado. Sentía dolor en la parte lateral de la cabeza. Pero ¿qué importaba?, ¿qué importaba Hermione, qué importaba la gente? Tenía aquella perfecta y fresca soledad, dulce, fresca e inexplorada. Realmente, había cometido un error al imaginar que necesitaba a la gente, que necesitaba una mujer. No quería una mujer, de ninguna manera. Las hojas, las velloritas y los árboles eran verdaderamente adorables, frescos y deseables, y realmente penetraban en la sangre y se incorporaban a su ser. Se sentía inconmensurablemente enriquecido y contento. Hermione estuvo en lo cierto al desear matarle. ¿Qué tenía él que ver con ella? ¿Por qué fingir, él, la existencia de relación alguna con los seres humanos? Su mundo estaba allí. No quería a nadie ni nada, salvo la vegetación dulce, sutil y viva, y su propio yo, su propia persona viva. Era preciso regresar al mundo. En él se hallaba la verdad. Nada importaba todo lo demás si uno sabía cuál era el lugar al que pertenecía. Birkin sabía cuál era su lugar. Ése era su lugar, el lugar de su matrimonio. La vida social no tenía nada que ver con él. Mientras subía la cuesta para salir del valle, Birkin se preguntó si acaso estaba loco. Y concluyó que, en caso de estarlo, prefería su particular locura a la cordura habitual. Gozaba con su locura, se sentía libre. No quería la vieja cordura del mundo, que tan repulsiva había llegado a ser. Gozaba en el recién descubierto mundo de su locura. Era fresco, delicado y satisfactorio. El indudable dolor que, al mismo tiempo, sentía en su alma, sólo se debía a los restos de la vieja ética, que imponen al ser humano que sea solidario con la humanidad. Pero Birkin estaba ya cansado de la vieja ética, del ser humano y de la humanidad. Amaba la suave y delicada vegetación, tan fresca y tan perfecta… Ignoraría el viejo dolor, alejaría de sí la vieja ética, y sería libre en su nuevo estado. Se daba cuenta de que el dolor en su cabeza aumentaba. Caminaba por la carretera hacia la estación de ferrocarril más próxima. Llovía e iba sin sombrero. Sin embargo, en los presentes tiempos, abundaban los excéntricos que iban sin sombrero bajo la lluvia. Volvió a preguntarse hasta qué punto aquel peso que sentía en el corazón, aquella depresión indudable, se debía al miedo, al miedo de que alguien le hubiera visto desnudo, yacente entre la vegetación. ¡Qué miedo tenía al prójimo, a los seres humanos! Aquel miedo era casi horror, el horror que se siente en las pesadillas, su horror a ser observado por la gente. Si viviera en una isla, como Alexander Selkirk, con la sola compañía de los animales y los árboles, viviría libre y contento, sin sentir aquel peso, aquellos recelos. Podría amar la vegetación y ser feliz, sin que nadie le formulara preguntas, completamente solo. Pensó que más le valdría mandar una nota a Hermione. Cabía la posibilidad de que ésta se preocupara por su suerte, y Birkin no estaba dispuesto a llevar semejante carga. En la estación le escribió: Me voy a la ciudad. Por el momento no deseo regresar a Breadalby. Pero no debes preocuparte. No quisiera que el hecho de haberme atizado sea, para ti, motivo de siquiera la más leve preocupación. Di a los demás que me he ido en uno de mis arrebatos de mal humor. Al atizarme hiciste lo que debías, sí, porque deseabas atizarme. En fin, así ha terminado la historia. Sin embargo, en el tren se sintió mal. Las sacudidas le producían un dolor terrible, y estaba mareado. Casi arrastrándose consiguió salir de la estación y subir a un taxi, caminando despacio, tanteando el suelo a cada paso, como un ciego, y manteniéndose en pie gracias solamente a un oscuro resto de voluntad. Estuvo enfermo una o dos semanas, pero hizo lo preciso para que Hermione no se enterara, y ésta creyó que Birkin quería demostrarle que estaba dolido. La separación de los dos era absoluta. Hermione se sumió en un éxtasis de convencimiento de la justicia de su comportamiento. Vivía por y para su propia estima, por y para la convicción de la justicia de su espíritu.



#49904 en Novela romántica

En el texto hay: amor complicado

Editado: 16.08.2018

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