Camino de su casa, procedentes de la escuela, las hermanas Brangwen descendieron por la falda de la colina, entre las pintorescas casitas de Willey Green, hasta llegar al paso a nivel. Lo encontraron cerrado, debido a que el tren de la mina se acercaba con creciente ruido. Oían el ronco jadeo de la pequeña locomotora avanzando cautelosa por entre los dos márgenes. El hombre de la pierna amputada, en la caseta de señales, junto a la carretera, vigilaba desde su refugio, como un cangrejo en una caracola. Mientras las dos chicas esperaban, llegó Gerald Crich, montado en una roja yegua árabe, al trote. Cabalgaba bien, suavemente, sintiendo el placer del delicado temblor del animal que llevaba entre las rodillas. Gerald tenía aspecto pintoresco, por lo menos a juicio de Gudrun, firme y suavemente asentado en la esbelta yegua roja, cuya larga cola flotaba en el aire. Gerald saludó a las dos muchachas, se acercó a las vías, para esperar que se levantara la barrera, mirando hacia el lado por el que se acercaba el tren. A pesar de que el pintoresco aspecto de Gerald hacia sonreír irónicamente a Gudrun, a ésta le gustaba contemplarle. Tenía el cuerpo bien asentado y flexible, en su cara cálidamente tostada destacaba el bigote blanquecino y de pelo duro, y sus azules ojos estaban llenos de luz, mientras miraban a lo lejos. Jadeante y despacio, la locomotora avanzaba por entre los márgenes, oculta. Eso no gustó a la yegua. Comenzó a retroceder, como si el desconocido ruido la fustigara. Pero Gerald la obligó a avanzar, hasta dejarla con la cabeza junto a la barrera. Los recios resoplidos de la máquina jadeante azotaban con más y más fuerza a la yegua. Los repetidos y secos golpes de aquel ruido desconocido y aterrador estremecieron el cuerpo de la yegua, hasta el punto de producirle un terror que la balanceaba hacia delante y hacia atrás. Igual que un muelle liberado de la presión que lo oprime, la yegua retrocedió. Pero en el rostro de Gerald apareció una expresión luminosa y casi sonriente. Obligó a la yegua a volver, inevitablemente, al punto en que antes se hallaba. El ruido sonaba ya libremente; la pequeña locomotora, con su ruidoso émbolo de acero, apareció ante la vista de los que se encontraban en la carretera, acompañada de su sonoro traqueteo. La yegua saltó como una gota de agua al caer sobre una porción de hierro ardiente. Úrsula y Gudrun, atemorizadas, retrocedieron hasta quedar con la espalda junto al seto. Pero Gerald, dominando pesadamente a la yegua, la obligó a volver al sitio anterior. Parecía que Gerald hubiera penetrado magnéticamente en el cuerpo de la yegua, y pudiera impulsarla hacia delante, en contra de su voluntad. En voz alta, Úrsula opinó: —¡Necio! ¿Por qué no se aleja hasta que haya pasado el tren? Gudrun miraba a Gerald, con los ojos tenebrosamente dilatados, fascinados. Gerald, luminoso y obstinado, se imponía a la yegua inquieta, que se revolvía y agitaba como un viento, a pesar de lo cual no podía hurtarse a la voluntad de Gerald, y tampoco podía escapar del loco clamoreo de terror que resonaba en todo su cuerpo, mientras los vagones traqueteaban despacio, pesados, horrísonos, uno tras otro, persiguiéndose, sobre los raíles del paso a nivel. La locomotora, como si quisiera hacer algo para solucionar el problema, frenó, con lo que los vagones retrocedieron, entrechocando sus parachoques de hierro, sonando como terribles címbalos, estrellándose los unos contra los otros, más y más cerca, en aterradores impactos estridentes. La yegua abrió la boca y despacio se levantó en el aire, como si un viento de terror la alzara. De repente, braceó con las patas delanteras, en una convulsión suprema para huir del horror. Se encabritó más, hacia arriba y hacia atrás, y las dos muchachas se cogieron, la una a la otra, convencidas de que caería de grupas sobre ellas. Pero Gerald inclinó el cuerpo hacia delante, luminosa la cara con expresión de firme diversión, y, por fin, hundió a la yegua, la obligó a posar las manos en el suelo, y la impulsó hacia delante, hacia el lugar en que antes estaba. Pero tan fuerte como la presión de mando que Gerald ejercía en la yegua era la repulsión del sumo terror que ésta sentía, y que la alejaba de las vías del tren, por lo que, alzada sobre sus patas traseras, giró sobre sí misma, y giró y giró, como si se encontrara en el centro de un remolino. Eso produjo en Gudrun una sensación de desmayo, un penetrante mareo que parecía empapar su corazón. Úrsula, totalmente fuera de sí, gritó con todas sus fuerzas: —¡No! ¡No! ¡Déjala! ¡Déjala que se aleje! ¡Necio! ¡Necio! Y Gudrun odió intensamente a Úrsula por no saber dominarse. La voz de Úrsula, tan recia y tan desnuda, le parecía insoportable. La expresión del rostro de Gerald se endureció. Clavó su cuerpo en la yegua como se clava un cuchillo en la carne, y la obligó a dar media vuelta. La respiración de la yegua sonaba como un rugido, sus ollares eran dos anchos y ardientes orificios, tenía la boca abierta, frenéticos los ojos. Era una imagen repulsiva. Pero Gerald no disminuyó su presión, casi mecánicamente implacable, agudamente clavado en ella, como una espada. La violencia había cubierto de sudor tanto al hombre como al caballo. Pero, a pesar de ello, Gerald parecía tranquilo como un rayo de sol frío. Entretanto, los eternos vagones pasaban con su estruendoso rumor, muy despacio, unidos el uno al otro, uno tras otro, como un pesado sueño sin fin. Las cadenas que los unían gemían y chirriaban al compás de las variaciones de la tensión, la yegua braceaba e intentaba alejarse mecánicamente, con el terror cuajado en ella, ya que el hombre la tenía dominada. Ciegas y patéticas eran las manos de la yegua al golpear el aire, y el hombre, cercándola a horcajadas, hacía descender su cuerpo, casi como si la yegua fuera parte de su propia realidad física. Úrsula, en frenético odio y oposición a Gerald, gritó: —¡Está sangrando! ¡La yegua sangra! Sólo ella comprendía perfectamente a Gerald, en su pura oposición. Gudrun miró, vio los riachuelos de sangre en los ijares de la yegua, y palideció. Y, en ese momento, las destellantes espuelas, en implacable presión, volvieron a clavarse en las heridas. El mundo vaciló y se disolvió en la nada, ante Gudrun, que quedó sin capacidad de ver y comprender. Cuando Gudrun se recobró, su alma se hallaba fría y sosegada, sin sentimientos. Los vagones seguían desfilando estruendosos y el hombre y la yegua seguían luchando. Pero Gudrun estaba fría y lejos, y la yegua y el hombre ningún sentimiento inspiraban en ella. Estaba dura, fría e indiferente. Ya veían la techumbre del furgón de cola, con su pequeña atalaya cubierta, acercándose. El sonido de los vagones menguaba, y había esperanzas de alivio del intolerable ruido. El necio jadeo de la atontada yegua sonaba automáticamente, y el hombre que la montaba parecía relajarse confiadamente, con su voluntad reluciente y sin mácula. Llegó el furgón de cola y pasó despacio, y el hombre que iba en él contempló al pasar el espectáculo en la carretera. A través del hombre del furgón de cola, Gudrun pudo ver la escena entera como un espectáculo aislado y pasajero, como una visión solitaria en la eternidad. Parecía que los vagones que se alejaban hubieran dejado una estela de bello y agradable silencio. ¡Qué dulce es el silencio! Úrsula miró con odio los parachoques traseros del vagón cuyo tamaño disminuía a lo lejos. El guarda estaba de pie en la puerta de la caseta, presto a abrir la barrera. Pero Gudrun se adelantó bruscamente, de un salto, se puso ante el caballo, que seguía luchando, abrió el cerrojo de la barrera y separó las vallas, lanzando una hacia el guarda, y empujando corriendo la otra en sentido opuesto. Bruscamente, Gerald alivió la tensión de las riendas, y el caballo, liberado, saltó al frente, casi sobre Gudrun. Ésta no sintió miedo. En el momento en que Gerald tiraba de las riendas para hacer volver a un lado la cabeza de la yegua, Gudrun gritó en voz extraña y aguda, como la de las gaviotas, o como una bruja, allí, en el linde de la carretera: —Eres un orgulloso. Las palabras sonaron claramente, bien formadas. El hombre, volviendo su cuerpo, mientras el caballo parecía bailar, la miró con cierta sorpresa, con cierto intrigado interés. Cuando los cascos de la yegua hubieron bailado tres veces en las maderas, sonoras cual tambores, entre los rieles, el hombre y el caballo se alejaron a saltos potentes y desiguales, carretera arriba. Las dos muchachas los contemplaron mientras se alejaban. El guarda cruzó cojeando, golpeando con la pata de madera las maderas del paso a nivel. Había fijado, a uno y otro lado, las dos partes de la barrera abierta. Se volvió y dijo a las dos muchachas: —Buen jinete es el muchacho. Éste hará carrera a poco que le dejen. Con voz ardiente, insultante, Úrsula gritó: —Sí. ¿Y por qué no ha alejado al caballo hasta que hubieran pasado los vagones? Es un necio y un bruto. ¿Imagina que es muy viril torturar a un caballo? El caballo es un ser vivo, ¿por qué ha de tratarlo brutalmente y torturarlo? Hubo una pausa. Luego el guarda meneó la cabeza y dijo: —Sí, es una yegua muy bonita, pequeña y hermosa. No, el padre del muchacho jamás trató así a los animales… No, no. Son muy distintos esos dos, Gerald Crich y su padre. Son hombres muy diferentes, de naturaleza diferente… Hubo otra pausa, Úrsula gritó: —Pero ¿por qué lo hace?, ¿por qué? ¿Supone que ha hecho algo grande al maltratar a un ser que tiene diez veces más sensibilidad que él? Hubo otra cautelosa pausa. Y otra vez el guarda meneó la cabeza, como si prefiriera guardar silencio a decir lo mucho que pensaba. Sin embargo, replicó: —Supongo que quiere acostumbrar a la yegua a todo. Es una yegua árabe, purasangre. No, no es como los caballos de aquí, es totalmente distinta. Dicen que se la trajeron de Constantinopla. Úrsula opinó: —Más le hubiera valido dejarla entre los turcos. Estoy segura de que la hubieran tratado mejor que él. El hombre entró en la caseta para tomar su botecillo de té, y las chicas siguieron su camino por la carretera cubierta de una espesa y suave capa de polvillo negro. Gudrun tenía la mente atontada por la sensación del indomable y suave peso del hombre, hundiéndose en el vivo cuerpo del caballo, de los fuertes e indomables muslos del hombre rubio oprimiendo el palpitante cuerpo de la yegua, en absoluto dominio, en una especie de dominio suave, blanco, magnético, ejercido con los lomos, los muslos y las pantorrillas, abrazando y abarcando pesadamente a la yegua, para someterla a una indecible sumisión, una sumisión de sangre suave y terrible. Las muchachas caminaban en silencio. A su izquierda se alzaban los grandes montículos de la mina de carbón, y las formas cuadriculadas de las instalaciones de superficie. Inmediatamente debajo, la negra zona del ferrocarril, con los vagones quietos, parecía un puerto, una amplia bahía con rieles y con vagones anclados. Cerca del segundo paso a nivel, con gran número de relucientes vías, había una granja, propiedad de la empresa minera, y en un cercado, cerca de la carretera, se veía un gran globo de hierro, una caldera en desuso, grande, oxidada, perfectamente redonda y silenciosa. Las gallinas picoteaban alrededor de la caldera, unos pollos guardaban el equilibrio subidos al abrevadero y unos pajarillos se alejaban volando del agua, por entre los camiones. Al otro lado del ancho paso a nivel, en la linde de la carretera, había un montón de piedrecillas de color gris pálido, para reparar el piso de las carreteras, un carro con su caballo, y un hombre de edad mediana, con bigotes que parecían rodearle la cara, apoyado en una pala, que hablaba con un joven con polainas, situado junto a la cabeza del caballo. Los dos estaban frente al paso a nivel. Vieron aparecer a las dos muchachas, figuras pequeñas y coloridas, a poca distancia, bajo la fuerte luz de la última hora de la tarde. Ambas iban con ligeros y alegres vestidos veraniegos. Úrsula llevaba una chaqueta de punto de color naranja. Y Gudrun una de color amarillo pálido. Úrsula iba con medias amarillo canario. Y Gudrun, de vivo color de rosa. Las figuras de las dos mujeres parecían brillar en su avance por la llana zona del paso a nivel, en blanco, naranja, amarillo y rosa, destellando en su movimiento a través de un mundo ardiente cubierto de polvillo de carbón. Los dos hombres, muy quietos, en el calor, miraban. El mayor era un hombre de edad mediana, bajo, de facciones duras, enérgicas. El más joven contaría unos veintitrés años, aproximadamente. Los dos contemplaban en silencio el avance de las hermanas. Las contemplaron cuando se acercaban, mientras pasaban ante ellos, y mientras se alejaban por la polvorienta carretera, con viviendas a lo largo de uno de sus lados, y polvoriento trigo verde en el otro. Entonces, el mayor de los dos, el de los bigotes rodeándole la cara, dijo con tono de lujuria al otro: —Buena pieza la chica, ¿no? No ha de estar mal, no… El joven, riendo, interesado preguntó: —¿Cuál de las dos? —La de las medias rosas. ¿Qué te parece? Daría la paga de una semana para estar cinco minutos con ella. Sólo cinco minutos. El joven volvió a reír. Contestó: —Me parece que tu costilla no estaría de acuerdo. Gudrun había dado media vuelta y miraba a los dos hombres. Para ella eran seres siniestros, que la observaban allí, junto al montón de pálida escoria. El hombre con los bigotes alrededor de la cara provocó odio y aborrecimiento en ella. Desde lejos, el hombre le dijo: —De primera, de primera clase eres. El joven, meditativo, preguntó: —¿Crees que vale el salario de una semana? —¿Que si lo creo? ¡Ahora mismo pondría el dinero aquí! El joven miró objetivamente a Gudrun y a Úrsula, como si quisiera averiguar qué había en ellas que valiera el salario de una semana. Meneó la cabeza con fatal desconfianza y dijo: —No. Yo no daría tanto dinero. El viejo afirmó: —¿No? ¡Pues yo sí! Y con la pala volvió a atacar el montón de piedrecillas. Las muchachas descendían por entre dos filas de casas con tejados de pizarra y negruzcas paredes de ladrillos. El pesado encanto dorado del ocaso ya cercano cubría la zona minera, y su fealdad cubierta de belleza era como un narcótico para los sentidos. La riqueza de aquella luz se posaba más cálidamente, más pesadamente sobre los caminos cubiertos de polvillo negro, y el esplendor de los últimos momentos del día infundía magia a aquella amorfa sordidez. Gudrun, evidentemente víctima de la fascinación, dijo: —Este lugar tiene una especie de belleza sucia. ¿No ejerce en ti una atracción caliente, espesa? En mí, sí. Me deja pasmada. Pasaban entre bloques de viviendas de mineros. En el patio trasero de algunas viviendas se veía a algún que otro minero, lavándose al aire libre, en la tarde calurosa, con el torso desnudo, con los anchos pantalones de burda tela caídos por debajo de las caderas. Mineros ya limpios, sentados en cuclillas, con la espalda en la pared de la casa, hablaban o guardaban silencio, gozando de puro bienestar físico, cansados, en físico descanso. Hablaban con fuerte entonación, y el acento abierto del habla dialectal acariciaba curiosamente la sangre. A Gudrun le parecía que aquel sonido la envolvía en caricias de obrero; en el ambiente había el eco de hombres físicos, una atractiva densidad de trabajo y virilidad impregnaba el aire. Pero eso se encontraba en todo el distrito minero, por lo que sus habitantes no se daban cuenta. Sin embargo, para Gudrun constituía una realidad fuerte y, en parte, repulsiva. Jamás había sabido por qué Beldover era tan profundamente diferente de Londres y del sur, por qué los sentimientos que suscitaba eran tan distintos, por qué se tenía la impresión de vivir en otro planeta. Gudrun se dio cuenta de que aquél era el mundo de los recios hombres de las entrañas de la tierra, que pasaban la mayor parte de su tiempo en la oscuridad. En sus voces, Gudrun oía la voluptuosa resonancia de la oscuridad, del fuerte y peligroso mundo subterráneo, indiferente e inhumano. También había en su voz el sonido de máquinas extrañas, pesadas, engrasadas. Aquella voluptuosidad era como la de la maquinaria, fría y férrea. Lo mismo le sucedía a Gudrun cada noche al regresar a su casa; tenía la impresión de encontrarse sumida en una onda de fuerza que la quebrantaba, de fuerza emanada de la presencia de miles de vigorosos, subterráneos y casi automáticos mineros, fuerza que penetraba en su cerebro y en su corazón, despertando en ella un mortal deseo y una dureza mortal. Entonces la avasalló una sensación parecida a la nostalgia, nostalgia de aquel lugar. Odiaba el lugar, sabía cuán irremediablemente aislado se hallaba, cuán horrible y cuán irremediablemente era diferente de todo. Alguna que otra vez, Gudrun batió sus alas, como una nueva Dafne, aunque no para convertirse en árbol, sino en máquina. Y, sin embargo, la nostalgia seguía avasallándola. Luchó para estar más y más en armonía con el ambiente del lugar, por cuanto ansiaba extraer de él satisfacción. Gudrun fue arrastrada fuera de la noche y llevada a la calle principal, fea e increada, aun cuando recargada de aquella misma atmósfera de intensa y oscura dureza. Siempre había mineros en un sitio u otro. Se movían con aquel extraño y deforme aire de dignidad, con cierta belleza y artificial serenidad en su porte, con gesto abstraído y casi de resignación en sus caras pálidas y, a menudo, flacas. Pertenecían a otro mundo, tenían un extraño encanto, sus voces rebosaban profunda e intolerable resonancia, cual la del zumbido de una máquina, una música más enloquecedora que la de las marinas sirenas de antaño. Se juntó con las restantes mujeres normales y corrientes, que en la tarde del viernes eran arrastradas al pequeño mercado. El viernes era el día en que los mineros cobraban, y su noche era noche de compras. Todas las mujeres estaban fuera de casa, todos los hombres se encontraban en la calle, de compras con la esposa o reunidos con sus camaradas. El pavimento de las calles quedaba oscurecido por la multitud de personas que se adentraba en el pueblo. El pequeño mercado, en lo alto de la colina, y la calle principal de Beldover quedaban negros de hombres y de mujeres que formaban una densa muchedumbre. Era de noche, las luces de petróleo hacían caluroso el aire del mercado y proyectaban luz rojiza sobre los rostros graves de las mujeres que compraban, y sobre las pálidas y abstraídas caras de los hombres. En el aire resonaban los gritos de los vendedores, que pregonaban sus mercancías, y las voces de la gente que hablaba, en tanto que densos caudales de seres humanos avanzaban hacia la compacta multitud congregada en el mercado. Las tiendas ardían de luz y estaban atestadas de mujeres; en las calles habían hombres, hombres principalmente, mineros de todas las edades. El dinero se gastaba casi con pródiga libertad. Los carros que llegaban no podían pasar. Tenían que esperar, y el conductor gritaba y aullaba hasta que la densa multitud le cedía paso. En todas partes, muchachos de los distritos contiguos charlaban con chicas, en pie en la calle, en las esquinas. Las puertas de las tabernas estaban abiertas de par en par y en los locales rebosantes de luz, una incesante corriente de hombres entraba y salía, todos los hombres se saludaban a gritos, o cruzaban de un lado a otro para ir al encuentro de alguien, o estaban en pie formando pequeños grupos o círculos, discutiendo, discutiendo interminablemente. La sensación de las conversaciones, conversaciones en zumbidos, conversaciones hirientes, conversaciones medio secretas, las constantes discusiones sobre temas mineros y políticos vibraban en el aire como el discordante sonido de la maquinaria. Estas voces afectaban a Gudrun hasta el punto de dejarla sin fuerzas, casi desvanecida. Provocaban un extraño y nostálgico dolor de deseo, algo casi demoníaco, que jamás podría quedar satisfecho. Al igual que cualquier otra chica del distrito, Gudrun anduvo arriba y abajo, a lo largo de los doscientos pasos de iluminado pavimento inmediato al mercado. Sabía que su comportamiento era vulgar. Sus padres lo hubieran considerado intolerable. Pero la nostalgia la dominaba y tenía necesidad de estar inmersa en la multitud. Y Gudrun, en esas salidas nocturnas, a veces iba al cine, para sentarse entre muchachos palurdos, muchachos de aspecto chulapo, sin atractivo, paletos. Pero, a pesar de todo, Gudrun tenía la necesidad de mezclarse con ellos. Y, al igual que cualquier otra muchacha normal y corriente, Gudrun encontró a su «chico». Era un técnico, especializado en electricidad, uno de los técnicos incorporados a la industria del carbón, en virtud de los nuevos planes implantados por Gerald. Se trataba de un hombre entusiasta, inteligente, de un científico apasionado por la sociología. Vivía solo en una casita, a pensión, en Willey Green. Era un caballero en posición suficientemente desahogada. Su patrono difundía detalles acerca de la manera de ser del muchacho: exigía tener una gran bañera de madera en su dormitorio, y siempre, al regresar del trabajo, exigía que subieran a su cuarto cubos y cubos de agua, para tomar un baño, y, después, todos los días, se ponía camisa y paños menores limpios, y limpios calcetines de seda. Era refinado y exigente en todos esos asuntos; pero, por lo demás, sumamente sencillo y sin pretensiones. Gudrun sabía todo lo anterior. A casa de los Brangwen las habladurías llegaban de manera natural e inevitable. Primeramente, Palmer fue amigo de Úrsula. Pero, en su cara pálida, seria y elegante, había los mismos signos de aquella sensación de nostalgia que experimentaba Gudrun. También él sentía la necesidad de pasear arriba y abajo por la calle, en la tarde del viernes. Gudrun y él paseaban juntos, y así se inició una amistad entre los dos. Pero Palmer no estaba enamorado de Gudrun. En realidad, Palmer deseaba a Úrsula, pero, por extrañas y desconocidas razones, no podía ocurrir nada entre los dos. Le gustaba tratar a Gudrun, aunque sólo como mente afín y nada más. Y Gudrun no sentía nada real por Palmer. Era un científico y necesitaba el apoyo de una mujer. Pero se trataba de un hombre impersonal, dotado de la belleza propia de una elegante máquina. Excesivamente frío y destructivo, excesivamente egoísta, no podía dar verdadera importancia a las mujeres. Vivía en la órbita de los hombres. Individualmente, los despreciaba y detestaba, pero como masa le fascinaban, de la misma forma que le fascinaban las máquinas. Para él los hombres eran una nueva especie de maquinaria, aunque totalmente imprevisible en su comportamiento. El caso es que Gudrun paseaba por la calle o iba al cine en compañía de Palmer. Y la cara de Palmer, larga, pálida y de notable elegancia, se iluminaba cuando Gudrun hacía sus sarcásticas observaciones. Así eran aquellos dos: en cierto sentido, dos elegantes; en otro sentido, dos unidades absolutamente solidarias con la gente del pueblo, unidas a los deformes mineros de carbón. Parecía que el mismo secreto animara las almas de todos ellos, de Gudrun, de Palmer, de los jóvenes palurdos de sangre ardiente, de los flacos mineros de edad mediana. Todos tenían una secreta sensación de poderío, de una indecible capacidad de destrucción, y de una fatal tibieza, de cierta podredumbre de la voluntad. A veces, Gudrun se alejaba de todo, se echaba a un lado, para contemplarlo todo, para ver cómo se acoplaba a aquello. Y entonces la invadían una ira y un desprecio furiosos. Tenía la impresión de que se estaba hundiendo en una masa, juntamente con todos los demás, todos apretujados, mezclados y desalentados. Era horrible. Gudrun se ahogaba. Emprendía la huida, febrilmente se refugiaba en su trabajo. Pero pronto lo abandonaba. Salía al campo, al campo oscuro, pletórico de encanto. Y su hechizo comenzaba de nuevo a producirle efectos.