Entretanto, Úrsula se había alejado del lago de Willey Water, siguiendo el curso de un alegre arroyuelo. La tarde estaba llena de cantos de alondras. En las luminosas faldas de las colinas se veía el mortecino resplandor ígneo de las aulagas. Junto al agua florecían los nomeolvides. Había vida y miradas en todas partes. Úrsula, absorta, seguía adelante, junto al arroyo. Quería ir a la laguna del molino, situada más arriba. La amplia casa del molino estaba desierta, salvo por un empleado y su esposa que vivían en la cocina. Úrsula cruzó el corral vacío, después un huerto abandonado a la mala hierba, y subió la cuesta, caminando junto a la acequia. Cuando llegó a lo alto para contemplar la vieja y aterciopelada superficie de la laguna que se extendía hacia ella, advirtió la presencia de un hombre, en la orilla, trabajando en una batea. Era Birkin, dedicado a aserrar maderas y a esgrimir el martillo. Úrsula se quedó en lo alto de la acequia, mirando a Birkin, que no se había dado cuenta de su presencia. Parecía muy ocupado, con aspecto de animal salvaje, activo y atento a su actividad. Úrsula pensó que lo mejor era irse, pues Birkin seguramente no deseaba hablar con ella. Parecía muy absorto en su tarea. Pero ella no quería irse. En consecuencia siguió caminando en espera de que Birkin alzara la vista. Lo cual hizo pronto. Cuando la vio, dejó las herramientas, se acercó a ella y le dijo: —Hola, ¿qué tal? Estaba reparando la batea, para que no entre agua. Anda, ven y dime si lo he hecho bien. Úrsula fue con él. Birkin dijo: —Estoy seguro de que eres digna hija de tu padre, por lo que podrás decirme si he hecho bien la chapuza. Úrsula se inclinó y examinó la remendada batea. Sin atreverse a juzgar, dijo: —Estoy segura de que soy digna hija de mi padre, pero no sé nada de carpintería. Yo creo que ha quedado bien. ¿Tú qué opinas? —Pues sí, creo que sí. Lo único que pretendo es que no se hunda y acabe yo en el fondo de la laguna. Aunque tampoco importaría gran cosa, porque me parece que sabría salir a flote. Ayúdame a echarla al agua. Entre los dos dieron la vuelta a la pesada batea y la empujaron hasta el agua. Birkin dijo: —Voy a probarla. Tú quédate aquí y observa lo que pasa. Si la batea se mantiene a flote, te llevaré a la isla. Úrsula, observando ansiosamente, dijo: —Adelante. La laguna era grande y tenía la perfecta quietud y el oscuro lustre propio de las aguas muy profundas. Aproximadamente en la parte central, había dos islillas con unos pocos árboles, cubiertas de maleza. Birkin, a bordo de la batea, se alejó de la orilla, y, al efectuar una torpe maniobra de giro, la batea se inclinó a un lado. Sin embargo, la barquichuela siguió adelante, de modo que pudo agarrarse a la rama de un sauce, y, tirando de ella, llevar la batea hasta la orilla de la isla. Birkin echó una ojeada al interior y dijo: —Hay mucha maleza, pero me gusta. Voy a buscarte. El agua cuela un poco en la barca. Instantes después, llegaba al lugar en que se encontraba Úrsula, y ésta subía a la húmeda batea. Birkin dijo: —Nos mantendremos a flote, seguro. Y volvió a dirigirse hacia la isla. Desembarcaron bajo las ramas de un sauce. Úrsula se quedó en la orilla, repelida por aquella pequeña jungla de plantas de mala ralea que se extendía ante ella, por la maloliente escrufularia y la cicuta. Pero Birkin se internó diciendo: —Voy a arrancar todo esto, entonces la isla quedará romántica, como en Paul et Virginie. Entusiasmada, Úrsula comentó: —Y podremos organizar meriendas a lo Watteau. A Birkin se le oscureció la cara: —Aquí no quiero meriendas a lo Watteau. Riendo, Úrsula observó: —Sólo quieres a tu Virginie. Con torcida sonrisa, Birkin dijo: —Con Virginie basta, sí. Mejor dicho, no. Tampoco quiero a Virginie aquí. Úrsula le miró atentamente. No le había visto desde su estancia en Breadalby. Estaba delgado, con las facciones sumidas, y muy mala cara. Úrsula, con sensación de desagrado, le dijo: —Has estado enfermo, ¿verdad? Birkin contestó fríamente: —Sí. Se habían sentado bajo las ramas del sauce y estaban contemplando la laguna, desde su retiro, allí, en la isla. Úrsula le preguntó: —¿Y no te ha producido sensación de miedo? Birkin la miró: —¿Miedo de qué? Había en Birkin algo inhumano y brusco que alteraba a Úrsula, que la sobresaltaba hasta el punto de obligarla a comportarse de forma distinta a la habitual en ella. Úrsula insistió: —Estar muy enfermo siempre produce miedo, ¿no es cierto? —No es agradable. Aunque todavía no he llegado a determinar si se siente verdadero miedo a la muerte o no. Depende del estado de ánimo. En cierto estado de ánimo, no se tiene el menor miedo a la muerte. En otro, mucho. —¿Y no da vergüenza? Siempre he creído que estar enfermo da mucha vergüenza. Las enfermedades son terriblemente humillantes, ¿no crees? Birkin pensó unos instantes y repuso: —Quizá. Cuando se está enfermo, se sabe constantemente que la propia vida tiene un vicio de origen. Y en eso radica la humillación. La enfermedad, en sí misma, no creo que importe mucho, comparada con lo anterior. Se está enfermo debido a que no se vive bien ni se puede vivir bien. Es la incapacidad de vivir lo que nos enferma, lo que nos humilla. En tono casi burlón, Úrsula le preguntó: —¿Y tú eres incapaz de vivir? —Pues sí. No puedo decir que mi vida cotidiana sea un éxito constante. Siempre me doy de narices contra un muro negro que se levanta ante mí. Úrsula se echó a reír. Estaba atemorizada, y siempre que sentía miedo se reía y fingía alegría. Mirando aquella parte de la cara de Birkin, Úrsula dijo: —¡Pobre nariz! —No es de extrañar que sea fea. Úrsula guardó silencio, luchando contra los engaños de que se hacía objeto a sí misma. Engañarse a sí misma era algo instintivo en ella. Dijo: —Pues yo soy feliz. La vida me parece tremendamente divertida. Con cierta fría indiferencia, Birkin opinó: —Me parece muy bien. Úrsula extrajo una porción de papel en el que había envuelto un poco de chocolate que había encontrado en el bolsillo, y comenzó a hacer una barca de papel. Birkin la observaba distraídamente. Había una expresión extrañamente patética y tierna en las móviles e inconscientes puntas de los dedos de Úrsula, agitadas y vulnerables. Úrsula dijo: —Gozo de las cosas en general. ¿Tú no? —Sí, claro. Pero me enfurece ver que no me aclaro en lo referente a aquella parte de mi personalidad que realmente pueda desarrollarse. Me siento liado y ofuscado, y no puedo aclarar nada. En realidad, no sé lo que debo hacer. Y hay que hacer algo. Úrsula le contradijo: —¿Y por qué tienes que estar siempre haciendo algo? Es una actitud propia de plebeyos. Creo que es mucho mejor comportarse como un auténtico patricio y no hacer nada, limitarse a ser uno mismo, como una flor andante. —Estoy totalmente de acuerdo siempre y cuando uno haya florecido. Sin embargo, no sé por qué, no consigo que mi flor florezca. O bien se marchita cuando sólo es un capullo, o los parásitos la devoran, o no es debidamente aumentada. Ni siquiera llega a capullo. No es más que un apretado nudo. Una vez más, Úrsula rio, debido a que se sentía intensamente atemorizada y exasperada. Pero, al mismo tiempo, se sentía ansiosa e intrigada. ¿Cómo cabía salir de aquel laberinto? Forzosamente tenía que haber una salida. Se hizo un silencio, y Úrsula sintió ganas de llorar. Cogió otra porción del papel en que había envuelto el chocolate, y se puso a hacer otra barquita. Por fin, preguntó: —¿Y a qué se debe el que ahora la vida humana no florezca y carezca de dignidad? —La idea del florecimiento y de la dignidad ha muerto. La humanidad se ha secado. Hay infinidad de seres humanos por ahí, sueltos, y tienen buen aspecto sonrosado. Sí, son nuestros saludables jóvenes. Pero, en realidad, son manzanas de Sodoma, frutos del mar Muerto, vulgares agallas, es decir, esas excrecencias en el tronco de los árboles, resultantes de haber depositado los insectos sus huevos allí. Y esa gente no significa nada, porque en su interior solamente hay amargas y corrompidas cenizas. Úrsula protestó: —¡Pero son buenas personas! —Suficientemente buenas para el vivir de nuestros días. Pero la humanidad es un árbol muerto, cubierto de las hermosas agallas formadas por la gente. Úrsula no pudo evitar envararse ante tal aseveración, por considerarla excesivamente pintoresca y rotunda. Pero tampoco pudo evitar inducir a Birkin a seguir adelante. Con hostilidad, le preguntó: —¿Y a qué se debe eso? Se estaban provocando el uno y el otro mutuamente, para llegar a una bella pasión contradictoria. —¿Preguntas a qué se debe que la gente rebose estupidez y amargas cenizas? Pues se debe a que no quiere caer del árbol, cuando la fruta está madura. Todos siguen en sus antiguos puestos, cuando esos puestos ya no significan nada, y siguen así hasta quedar infestados de gusanos y de podredumbre. Hubo una larga pausa. La voz de Birkin había adquirido un tono ardientemente sarcástico. Úrsula se sentía alterada y desorientada. Los dos se habían olvidado de todo, salvo de la abstracción en que se habían sumergido. En tono de exclamación, Úrsula preguntó: —Pero aun si todos están equivocados, ¿en qué aciertas tú? ¿En qué eres tú mejor que ellos? También en tono de exclamación, Birkin repuso: —¿Quién? ¿Yo? Yo no acierto en nada. En todo caso reconozco que no sé nada. Detesto lo que soy externamente. Me aborrezco a mí mismo como ser humano. La humanidad no es más que un gran conglomerado de mentiras, y, al fin y al cabo, una gran mentira es menos que una pequeña verdad. La humanidad es menos, mucho menos que el individuo, debido a que el individuo, algunas veces, es capaz de verdad, y la humanidad no es más que un árbol de mentiras. Y dicen que el amor es lo más grande, insisten en decirlo esos puercos embusteros, ¡y mira lo que hacen! Mira a los millones de individuos que no hacen más que decir que el amor es lo más grande y que la caridad es lo más grande, y fíjate en lo que hacen constantemente. Por sus obras los conoceréis. Y si miras sus obras, verás que no son más que puercos y cobardes embusteros, que no se atreven a asumir la responsabilidad de sus propios actos, y menos aún la de sus palabras. Con tristeza, Úrsula dijo: —Pero eso no es obstáculo para que el amor sea lo más grande, ¿no crees? Lo que esta gente hace no altera la verdad de lo que dice. —Totalmente. Sí, debido a que si lo que esos individuos dicen fuera verdad, no podrían evitar hacer honor a sus palabras. Pero resulta que defienden una mentira, y, a fin de cuentas, enloquecen. Es una mentira decir que el amor es lo más grande. Igual podrías decir que el odio es lo más grande, si tenemos noción de que los términos opuestos siempre se equilibran recíprocamente. Lo que la gente quiere es odio, odio y sólo odio. Y, en nombre de la justicia y del amor, la gente odia. Todos, por los mismísimos méritos del amor, destilan nitroglicerina, y quedan aniquilados, convertidos al fin en nitroglicerina. Ésta es la mentira que mata. Si queremos odiar, odiemos. Sí, matemos, asesinemos, torturemos, entreguémonos a la destrucción violenta. Pero no lo hagamos en nombre del amor. Aborrezco a la humanidad, y deseo que sea barrida de la faz de la tierra. La humanidad puede desaparecer, sin que nada ocurra, todos los seres humanos pueden perecer mañana sin que ello signifique la más leve pérdida. La realidad quedaría incólume, intacta. Incluso mejorada. En este caso, el verdadero árbol de la vida quedaría libre de la más repulsiva y onerosa cosecha de frutos del mar Muerto, de la intolerable carga de miríadas de simulacros de individuos, de un infinito peso de mortales mentiras. —¿Y realmente quieres que la humanidad entera sea aniquilada? —Así es. —¿Y que el mundo quede desierto? —Exactamente. ¿No te parece una idea hermosa y limpia la del mundo sin gente, todo césped, con una liebre sentada sobre sus patas traseras? La agradable sinceridad de la voz de Birkin indujo a Úrsula a guardar silencio para pensar lo que le acababa de decir. Y, realmente, resultaba agradable: un mundo limpio, bello, sin seres humanos. Era realmente deseable. El corazón de Úrsula dudó y luego quedó exultante de gozo. Pero, de todos modos, se sentía insatisfecha, y la causa de su insatisfacción era Birkin. Úrsula objetó: —Pero ¿de qué te serviría este mundo si tenemos en cuenta que también tú estarías muerto? —Moriría entusiasmado si supiese que el mundo iba a quedar realmente limpio de seres humanos. Es la idea más hermosa y liberadora que se puede concebir. Y luego jamás se volvería a crear otra sucia humanidad, profanadora del universo. —No. No habría nada. —¿Qué? ¿Qué dices? ¿Que no habría nada? ¿Sólo debido a que la humanidad habría sido barrida? Eres muy vanidosa. Quedaría todo. —¿Sin personas? —¿Crees que la creación es función del hombre? Pura y simplemente, no. Hay árboles, hierba y pájaros. Prefiero pensar en la alondra volando al alba, en un mundo sin seres humanos. El hombre es un error. Debe desaparecer. Está la hierba, están las liebres y las serpientes, y las presencias invisibles, que en realidad son ángeles que vagan libremente cuando la puerca humanidad no se lo impide, y también los demonios de pura seda, todo muy hermoso. Lo que Birkin acababa de decir gustó a Úrsula, le gustó mucho, como pura fantasía. Naturalmente, sólo de una agradable fantasía se trataba. Úrsula sabía muy bien, por sí misma, la realidad de la humanidad, la repulsiva realidad de la humanidad. Y también sabía que no iba a desaparecer de una manera tan limpia y tan cómoda. Todavía le quedaba mucho trecho por recorrer, un largo y horrendo camino. Su alma sutil, femenina y demoníaca lo sabía muy bien. Birkin decía: —Si el hombre fuera barrido de la faz de la tierra, la creación seguiría adelante maravillosamente, comenzando de nuevo, en un comienzo no humano. El hombre es uno de los errores de la creación, lo mismo que los ictiosauros. Si el hombre desapareciera de nuevo, creo que los días liberados darían lugar a cosas muy bellas, a cosas surgidas directamente del fuego. Con insidioso y diabólico conocimiento de los horrores de la persistencia, Úrsula afirmó: —Pero el hombre nunca desaparecerá, y el mundo seguirá con hombres en él. —¡Ah no! ¡No, no! Creo en los altivos ángeles y en los demonios que fueron nuestros predecesores. Y éstos nos destruirán porque carecemos de la precisa altivez. Los ictiosauros no eran altivos, se arrastraban, y se hundieron tal como nosotros nos estamos hundiendo. Además, mira la flor del saúco y las campánulas. Demuestran que la creación pura está vigente, como lo demuestra incluso la mariposa. Pero la humanidad jamás superará el estadio de oruga, se pudre en la crisálida y jamás llegará a tener alas. Es la anticreación, lo mismo que los micos y los mandriles. Mientras Birkin rabiaba, Úrsula le miraba. Parecía que en él hubiera cierta impaciente y constante furia, y, al mismo tiempo, que todo le divirtiera grandemente, en virtud de una suprema tolerancia. Úrsula recelaba precisamente de esa tolerancia, no de la furia. Advertía que Birkin tenía que intentar redimir al mundo constantemente y en contra de su propia voluntad. Y este conocimiento, si bien consolaba el corazón de Úrsula, en cierta manera, mediante un poco de autosatisfacción y estabilidad, la llenaba a la vez de agudo desprecio y odio hacia Birkin. Úrsula quería a Birkin para sí, y odiaba su faceta de Salvator Mundi. Antes que de una faceta, se trataba de una aureola difusa y generalizada que lo envolvía, y que Úrsula no podía tolerar. Birkin se comportaría de la misma manera, diría las mismas cosas y se entregaría completamente ante cualquier persona que apareciera junto a él, ante todos aquellos que recurrieran a él. Se trataba de una despreciable y extremadamente insidiosa forma de prostitución. Úrsula dijo: —Pero ¿crees en el amor individual, incluso en el caso de que no creas en el amor a la humanidad? —No creo en absoluto en el amor. Es decir, no creo en el amor en la misma medida en que no creo en el odio o en la pena. El amor es una emoción solamente, igual que todas las demás, y, en consecuencia, nada hay que objetar al amor mientras se siente. Pero no alcanzo a comprender cómo puede convertirse en un valor absoluto. Es un aspecto de las relaciones humanas, ni más ni menos. Y sólo es un aspecto de relaciones humanas concretas. Por eso no puedo concebir que uno tenga que sentir amor siempre, de la misma forma que es inconcebible sentir siempre tristeza o lejana alegría. El amor no es un desideratum, es una emoción que se siente o no se siente, según las circunstancias. —Entonces ¿por qué te preocupa la gente, si no crees en el amor? ¿Por qué te preocupa la humanidad? —¿Por qué? ¡Pues porque no puedo escapar de ella! Úrsula insistió: —Porque la amas. Estas palabras irritaron a Birkin: —Pues si la amo es que estoy enfermo. Con cierto tono de burla, Úrsula observó: —Y es una enfermedad de la que no quieres sanar. Ahora, Birkin, embargado por la sensación de que Úrsula quería insultarle, guardó silencio. Burlona, Úrsula le preguntó: —Si no crees en el amor, ¿en qué crees? ¿Sólo en el fin del mundo y en la hierba? Birkin comenzaba a sentirse tonto. Dijo: —Creo en las presencias invisibles. —¿Y en nada más? ¿No crees en nada visible, salvo la hierba y los pájaros? Tu mundo es muy pobre. Con fría superioridad, Birkin repuso: —Quizá. Ahora que había sido ofendido, Birkin adoptó aire de insufrible altanería, protegiéndose a través de la imposición de distancias. Úrsula miró con antipatía a Birkin. Pero Úrsula también se daba cuenta de que había sufrido una pérdida. Había en Birkin cierta pedante rigidez de escuela dominical, rigidez pedante y detestable. Pero, al mismo tiempo, era hombre de expresión atractiva y ágil, lo que infundía una gran sensación de libertad. Era la expresión de sus cejas y su barbilla, de toda su realidad física, tan viva, en cierto modo, a pesar de su aspecto enfermizo. Y esta dualidad de sentimientos que Birkin había provocado en Úrsula era la causa de aquel refinado odio que hacia él sentía en sus entrañas. Allí estaba la maravillosa y deseable agilidad vital de Birkin, aquella rara cualidad de hombre sumamente atractivo; pero, al mismo tiempo, también estaba aquel ridículo y mezquino refugiarse en el papel de Salvator Mundi, de maestro de la escuela dominical, en la más rígida pedantería. Birkin miro a Úrsula. Vio que su cara estaba extrañamente iluminada, como si un dulce y poderoso fuego interior penetrara en ella. Birkin se mantuvo suspenso, en maravillado asombro. Úrsula estaba iluminada por su propio y vivo fuego interior. Suspenso y maravillado, arrastrado por una atracción pura y perfecta, Birkin se acercó a Úrsula. Estaba sentada como una extraña reina, casi sobrenatural, en su sonriente riqueza y esplendor. La conciencia de Birkin recuperó rápidamente el equilibrio. Dijo: —Lo más importante, en lo referente al amor, es que odiamos la palabra amor debido a que la hemos vulgarizado. Debería ser proscrita, debería prohibirse su empleo durante muchos años, hasta que se nos ocurra una idea nueva y mejor. Surgió un rayo de comprensión entre los dos. Úrsula dijo: —Pero siempre significará lo mismo. Birkin gritó: —¡Oh Dios, no! ¡No permitamos que vuelva a significar esto! Olvidémonos de los viejos significados. —Pero significará lo mismo. En los ojos de Úrsula, fijos en Birkin, brillaba una extraña y perversa luz amarilla. Birkin dudó, desconcertado, replegándose sobre sí mismo: —No, no. La palabra esa, empleada tal como ahora se emplea, jamás volverá a significar lo mismo. No debemos pronunciar esa palabra. Burlona, Úrsula accedió: —No me queda más remedio que dejar a tu arbitrio el sacar esa palabra del Arca de la Alianza en el momento oportuno. Una vez más se miraron. Bruscamente, Úrsula se puso en pie de un salto, dio la espalda a Birkin y se alejó. Birkin se levantó despacio y se acercó al agua. Se puso en cuclillas en la orilla y comenzó a divertirse distraídamente. Cogió una margarita y la arrojó al agua de la laguna, de modo que el tallo de la flor actuaba como quilla, y la flor flotaba como un nenúfar, contemplando con su cara abierta el cielo. Giraba despacio sobre sí misma, en lenta, muy lenta, danza de derviche, mientras se alejaba. Birkin la observó un rato. Luego arrojó otra margarita al agua, y luego otra, y las observó con mirada brillante y benévola, en cuclillas cerca del agua. Úrsula dio media vuelta y miró. Tuvo una extraña sensación, como si algo ocurriese. Pero se trataba de algo intangible. Sentía que sobre ella se ejercía cierto dominio. Aunque no podía saber de qué se trataba. Sólo podía contemplar los menudos y luminosos discos de las margaritas girando lentamente, mientras navegaban en el agua oscura y lustrosa. La pequeña flotilla iba adentrándose en la zona iluminada, formando un grupo de puntos blancos y lejanos. Con miedo a que se prolongara más su confinamiento en la isla, Úrsula propuso: —Volvamos a la orilla siguiendo a las margaritas. Así lo hicieron a bordo de la batea. Úrsula se alegró de volver a encontrarse en tierra firme, libre. Por la orilla se dirigió hacia la acequia. Las margaritas estaban ampliamente desperdigadas en la laguna, como menudos objetos radiantes, como una exaltación, como puntos de exaltación, aquí y allá. ¿Por qué la conmovían tan poderosa y místicamente? Birkin dijo: —Fíjate, tu barco de papel de color púrpura las escolta. Son un convoy de balsas. Unas cuantas margaritas se acercaban despacio a Úrsula, dubitativas, en un tímido y luminoso cotillón sobre el agua oscura y límpida. El alegre y colorido candor de las margaritas, cuando estuvieron cerca de ella, conmovió de tal manera a Úrsula, que poco le faltó para llorar. Úrsula preguntó: —¿Por qué son tan bellas? ¿A qué crees que se debe el que sean tan bellas? La emoción en las palabras de Úrsula inhibió a Birkin, el cual dijo: —Son flores lindas, sí. Birkin añadió: —Cada margarita es un conjunto de florecillas, una colectividad, transformada en individualidad. Los botánicos las clasifican en el punto más alto de la escala del desarrollo. Al menos eso creo. ¿Recuerdas algo al respecto? Úrsula repuso: —Las margaritas compositae sí, al menos eso me parece. Úrsula jamás estaba segura de nada. Cosas que sabía perfectamente en un momento dado le parecían dudosas en el instante siguiente. Birkin dijo: —Eso lo explica todo. La margarita es una perfecta democracia en miniatura; en consecuencia, es la más importante entre todas las flores, y de ahí su encanto. Úrsula se opuso: —¡No, no, señor! No es una democracia. Birkin se mostró de acuerdo: —Ciertamente no lo es. Es la dorada multitud del proletariado, rodeada por la presuntuosa valla blanca de los ricos ociosos. —¡Qué odiosos son tus conceptos de ordenamientos sociales! —¡También es verdad! Pues digamos que una margarita es una margarita y basta. —Eso me parece mejor. Dejemos que sea un misterio. Luego, en tono burlón, Úrsula añadió: —Si hay algo que pueda ser un misterio para ti. Quedaron distanciados, olvidado cada cual del otro, igual que si estuvieran un poco atontados, los dos quietos, con la conciencia adormecida. El pequeño conflicto a que se habían visto arrastrados había desgarrado su conciencia, dejándolos como dos fuerzas impersonales allí, en contacto. Birkin se dio cuenta del abismo que mediaba entre los dos. Sentía deseos de decir algo para pasar a otro terreno más normal. Dijo: —¿Sabes que voy a arreglar unas habitaciones para poder vivir ahí, en el molino? Me visitarás, supongo. Podemos pasar buenos ratos ahí. Haciendo caso omiso de aquellas palabras que presuponían intimidad entre los dos, Úrsula dijo: —¿De veras vas a vivir aquí? Birkin se adaptó inmediatamente a la reacción de Úrsula y asumió aire de normal distancia. Prosiguió: —Si veo que puedo vivir solo, con el debido desahogo, dejaré mi actual trabajo. Para mí, ese trabajo no significa nada. No creo en la humanidad de la que finjo formar parte, me importan un pimiento las ideas sociales por las que vivo, odio el moribundo organismo social de la humanidad, y, por todo eso, trabajar en la enseñanza sólo puede ser un engaño. Dejaré este trabajo tan pronto como las circunstancias me lo permitan (quizá mañana), y viviré independientemente. —¿Tienes dinero suficiente para vivir? —Sí, unas cuatrocientas libras al año. Eso facilita las cosas. Hubo una pausa. Úrsula preguntó: —¿Y Hermione? —Eso ha terminado definitivamente. Fue un fracaso total y no podía ser otra cosa. —Pero ¿seguís tratándoos? —No vamos a fingir que jamás nos hemos visto. Hubo otra pausa, una pausa larga y tensa. Por fin, Úrsula preguntó: —¿Y no crees que eso no es más que una solución a medias? —No. Y tú misma podrás comprobarlo. Volvió a producirse una larga pausa. Birkin pensaba. Luego volvió a hablar: —Es preciso renunciar a todo, prescindir de todo, si se quiere conseguir lo que se desea. En tono de reto, Úrsula preguntó: —¿Y qué es lo que deseas? Birkin repuso: —No lo sé. Quizá la libertad en compañía. Úrsula había deseado que Birkin dijera «el amor». A sus oídos llegó el sonido de fuertes ladridos abajo. Pareció que los ladridos inquietaran a Birkin. Úrsula no sabía con certeza si realmente Birkin se había alterado al oír los ladridos, pero hubiera dicho que sí. En voz baja, Birkin dijo: —Me parece que es Hermione, que acaba de llegar, en compañía de Gerald Crich. Quiere ver las habitaciones del molino antes de que estén amuebladas. —Comprendo. Hermione quiere dar el visto bueno a tus muebles. —Probablemente. ¿Tiene alguna importancia? —No, claro, creo que no. De todas maneras, personalmente, no soporto a Hermione. Y te diré, a ti, que siempre estás hablando de mentiras, que Hermione no es más que una mentira. Úrsula meditó unos instantes, y, con acento decidido, añadió: —Sí, me molesta que Hermione te amueble esas habitaciones. Me molesta. Me molesta que la tengas siempre andando alrededor. Birkin, ceñudo, guardó silencio. Y luego dijo: —Quizá tengas razón. No deseo que amueble esas habitaciones, y no la tengo andando alrededor. Ocurre que no hay necesidad alguna de tratarla mal. De todas maneras, ahora debo bajar a verlos. ¿Vienes? Fría y dubitativamente, Úrsula contestó: —Me parece que no. —Anda, ven. Ven y verás las habitaciones. Por favor.