Mujeres Enamoradas

CAPITULO XII ''EL ALFOMBRADO''

Birkin inició el descenso de la ladera y Úrsula le siguió con desgana. De todos modos, Úrsula tampoco deseaba quedarse sola allí. Birkin dijo: —Parece que tú y yo nos conocemos bien ya. Úrsula no contestó. En la amplia y oscura cocina del molino, la esposa del trabajador allí empleado hablaba con voz chillona con Hermione y Gerald, quienes en la penumbra, en pie, tenían aspecto extrañamente luminoso, Gerald vestido de blanco, y Hermione con un vestido de reluciente gasa azulenca, mientras diez, doce o más canarios, en jaulas colgadas de la pared, cantaban enérgicamente. Las jaulas estaban situadas alrededor de una pequeña ventana rectangular, en el fondo de la cocina, por la que entraba la luz del sol, en un hermoso chorro, filtrada por las verdes hojas de un árbol. La voz de la señora Salmon chillaba para superar el canto de los canarios, canto que se alzaba más y más, enloquecido y triunfal, por lo que la voz de la mujer se elevaba más y más, en lucha con el canto, y los canarios replicaban con enloquecido entusiasmo. En medio de aquella barahúnda, Gerald gritó: —¡Ahí viene Rupert! Gerald, que era hombre de oído sensible, sufría horriblemente. Enojada, la mujer del empleado chilló: —¡Esos pájaros! ¡No dejan hablar! ¡Voy a taparlos! Y anduvo veloz de un lado a otro, lanzando sobre las jaulas de los pájaros un trapo para quitar el polvo, un delantal, una toalla, un mantel… Con voz excesivamente chillona, la mujer dijo: —¡Ahora os vais a callar y dejaréis que las personas hablen! Todos los presentes observaron a la mujer. Las jaulas pronto quedaron cubiertas, adquiriendo cierto aspecto fúnebre. Pero, a pesar de ello, bajo las toallas todavía sonaban, estremecidos, desafiantes trinos y gorjeos. Para tranquilizar a sus visitantes, la señora Salmon dijo: —Se callarán enseguida. Dentro de poco estarán dormidos. Cortésmente, Hermione preguntó: —¿De veras? Gerald repuso: —Sí. Se duermen inmediatamente cuando tienen la impresión de que ha anochecido. Úrsula inquirió: —¿Tan fácilmente se los engaña? Gerald repuso: —Sí, sí. ¿No sabes la anécdota de Fabre que, siendo niño, cogió a una gallina, le puso la cabeza bajo el ala, y la gallina se durmió? Es auténtica. Birkin preguntó: —¿Y Fabre se dedicó al estudio de las ciencias naturales? Gerald contestó: —Probablemente. Entretanto, Úrsula se había acercado a los canarios y espiaba por debajo de uno de los trapos. Vio a un canario, en un rincón, hecho una bola, ahuecadas las plumas, dispuesto a dormir. Úrsula gritó: —¡Qué ridículo! ¡Realmente cree que es de noche! ¡Qué absurdo! ¡No se puede sentir el menor respeto hacia un ser que se deja engañar tan fácilmente! Hermione también se acercó para ver el canario y canturreó: —¡Sí, es absurdo! Puso la mano sobre el brazo de Úrsula, y, riendo en voz baja, dijo: —Resulta cómico, ¿verdad? Es igual que un marido estúpido. Luego, sin quitar la mano del brazo de Úrsula, se la llevó aparte y le preguntó en su suave cantilena: —¿Cómo has venido? También hemos visto a Gudrun. Úrsula repuso: —He ido a la laguna y allí he encontrado a Birkin. —¡Vaya! Parece que estamos en territorio de las Brangwen… —Eso creía yo… He venido aquí para refugiarme cuando te he visto en el lago… Sí, para quitarme de en medio. —¿De veras? ¡Y por fin te hemos atrapado! Hermione alzó los párpados superiores, en un movimiento raro, divertido pero fatigado. Tenía siempre aquella expresión extraña, como de hallarse en trance, artificial e irresponsable. Úrsula dijo: —Iba a seguir paseando, pero Birkin quería que viera sus habitaciones. Ha de ser delicioso vivir aquí, ¿verdad? Perfecto. Abstraída, Hermione contestó: —Sí. Y sin más se alejó de Úrsula, dejó de tener conciencia de su existencia. En tono diferente, afectuoso, canturreó, dirigiéndose a Birkin: —¿Cómo te encuentras, Rupert? —Muy bien. —¿Estuviste bien atendido? En la cara de Hermione había aparecido aquella curiosa, siniestra y pasmada expresión. Encogió el pecho en movimiento convulsivo, causando la impresión de que casi se hallara en trance. Birkin repuso: —Muy bien atendido. Hubo una larga pausa, mientras Hermione le miraba con fijeza, bajo sus párpados pesados, como drogados. Por fin, Hermione dijo: —¿Y crees que serás feliz aquí? —Estoy seguro de que sí. La mujer del empleado del molino intervino: —Haré todo lo que pueda para que esté bien aquí. Y mi marido también. Por eso espero estará bien aquí. Hermione se volvió y le dirigió una lenta mirada. Dijo: —Muchas gracias. Luego apartó la vista de la mujer del empleado y se olvidó totalmente de ella. Recobró su posición, alzó la cara hacia Birkin y, dirigiéndose exclusivamente a él, preguntó: —¿Has medido las habitaciones? —No. Me he dedicado a reparar la batea. Despacio, equilibrada y desapasionada. Hermione propuso: —¿Las medimos ahora? Volviéndose hacia la mujer del empleado del molino, Birkin le preguntó: —¿Tiene una cinta métrica, señora Salmon? —Sí, señor, me parece que sí. Inmediatamente comenzó a buscar en un cesto, volvió y dijo: —Es la única que tengo; supongo que servirá. Hermione cogió la cinta, a pesar de que la mujer la ofrecía a Birkin, y dijo a la mujer: —Muchas gracias. Sí, servirá. Muchas gracias. Se volvió a Birkin, y, efectuando un alegre movimiento, dijo: —¿Lo hacemos ahora, Rupert? Un tanto remiso, Birkin dijo: —Los demás van a aburrirse. Dirigiéndose vagamente a Úrsula y a Gerald, Hermione les preguntó: —No os molesta, ¿verdad? Los dos contestaron: —En absoluto. Dirigiéndose de nuevo a Birkin, con la misma alegría, ya que iba a hacer algo juntamente con él, Hermione preguntó: —¿Qué habitación medimos primero? —Podemos medirlas según vayamos entrando. La esposa del empleado del molino, también contenta ante la posibilidad de tener algo que hacer, preguntó: —¿Les preparo el té mientras miden los cuartos? Hermione se volvió hacia ella con un extraño movimiento de intimidad que pareció envolver a la mujer, casi atraerla a su pecho, y que dejó a todos los demás separados, lejanos: —¿Puede hacer el té? Magnífico. ¿Y dónde lo tomaremos? —¿Dónde quieren tomarlo? ¿Aquí o fuera, en la hierba? Dirigiéndose a todos, Hermione preguntó: —¿Dónde tomamos el té? Birkin contestó: —En la ladera, junto a la laguna. Nosotros mismos nos encargaremos de llevar las cosas allá, señora Salmon. Si usted las prepara, nosotros las llevaremos. Complacida, la mujer exclamó: —¡Sí, señor! El grupo, por un pasillo, fue a la habitación delantera. Estaba vacía, pero limpia y soleada. La ventana daba al descuidado y enmarañado jardín. Hermione dijo: —Esto es el comedor. Vamos a medirlo, Rupert. Anda, ve allá. Gerald se acercó a Hermione: —Deja que aguante el extremo de la cinta. Inclinándose hasta tocar el suelo, ataviada con su vestido de brillante gasa azulenca, Hermione se negó: —No, gracias. Le producía gran placer hacer cosas con Birkin y dirigir ella la operación. Birkin la obedecía dócilmente. Úrsula y Gerald miraban. Hermione gozaba de la virtud de tener un íntimo en todo momento y de convertir a todos los demás en espectadores. Eso elevaba su espíritu, dándole sensación de triunfo. Tomaron medidas y discutieron allí, en el comedor, y Hermione decidió cómo debía alfombrarse. Las contradicciones producían una ira extraña y convulsiva en Hermione. Birkin siempre le dejaba hacer su voluntad, por el momento. Luego, por un cuarto de paso, entraron en la otra estancia delantera, que era un poco más pequeña que la primera. Hermione dijo: —Esto es el estudio. Rupert, tengo una alfombra que me gustaría pusieras aquí. ¿Me permites que te la regale? Por favor, me hace mucha ilusión. Groseramente, Birkin preguntó: —¿Cómo es? —No la has visto. Básicamente es de color rosa rojizo, después azul, un azul metálico, de intensidad intermedia, y también azul oscuro, muy suave. Me parece que te gustará. ¿Qué opinas? —Parece muy bonita. ¿Qué es? ¿Oriental? ¿Con pelusa? —Sí. ¡Es persa! De sedosa piel de camello. Creo que esas alfombras se llaman Bérgamos. Doce pies por siete. ¿Crees que es adecuada al cuarto? —Parece… Pero ¿por qué tienes que regalarme una alfombra cara? Me basta con mi vieja alfombra turca de Oxford. —Pero ¿puedo regalártela? Anda, deja que te la regale. —¿Cuánto te costó? Hermione le miró fijamente y contestó: —No me acuerdo. Sé que fue un precio muy barato. Birkin la miró, grave el rostro: —No la quiero, Hermione. Acercándose a Birkin, y poniendo la mano en su brazo, levemente, en ademán de súplica, Hermione insistió: —Pues deja que la regale al cuarto. Si no lo permites, me sentiré terriblemente defraudada. Desesperado, Birkin dijo: —Ya sabes que no me gusta que me regales cosas. Burlonamente provocativa, Hermione dijo: —Y no quiero regalarte cosas. Pero esto lo aceptarás, ¿verdad? Derrotado, Birkin accedió: —Bueno. Hermione había triunfado. Fueron al piso superior. Había dos dormitorios, encima, correspondiéndose con las dos estancias inferiores. Uno de ellos estaba a medio amueblar, y era evidente que Birkin había dormido en él. Hermione dio la vuelta al cuarto, observándolo todo muy atentamente, fijándose en todos los detalles, como si absorbiera las pruebas de la presencia de Birkin allí, en todos los objetos inanimados. Tentó la cama y examinó las sábanas. Oprimiendo la almohada, dijo: —¿Estás seguro de que la cama es verdaderamente cómoda? Con frialdad, Birkin contestó: —Totalmente. —¿Y que la cama es caliente? No veo el edredón. Estoy segura de que necesitas uno. Hay que evitar el peso de las mantas. —Tengo edredón. Está en camino. Midieron los dos dormitorios y estudiaron todos los detalles. Úrsula, de pie ante la ventana, contemplaba cómo la mujer del empleado del molino subía el té a la orilla de la laguna. Odiaba el parloteo de Hermione, quería tomar el té, quería hacer cualquier cosa menos aguantar aquellas consideraciones y trabajos. Por fin, todos subieron la cuesta, cubierta por el césped, y llegaron al lugar en que iban a tomar el té. Hermione lo sirvió. Hacía caso omiso de la presencia de Úrsula. Y ésta, disipado su mal humor, se dirigió a Gerald: —Hace pocos días no sabes cuánto te odié. Gerald, en leve sobresalto, preguntó: —¿Y por qué? —Por maltratar a tu caballo. Te odié con furia. Hermione canturreó: —¿Qué hizo Gerald? —Obligó a su caballo árabe, un caballo hermoso y sensible, a estar con él junto al paso a nivel, mientras desfilaba un horrendo convoy de vagones. Y la pobre yegua quedó aterrada, sufriendo de una manera indecible. Fue la escena más horrorosa que se pueda imaginar. Serena e interrogante, Hermione preguntó: —¿Y por qué lo hiciste, Gerald? —Para que aprendiera a estarse quieta. ¿De qué me sirve a mí esta yegua en este país, si se aterroriza y sale al galope cada vez que oye el silbido de una locomotora? Úrsula dijo: —¿Y por qué torturarla sin necesidad? ¿Por qué obligarla a estar todo el rato junto al paso a nivel? Hubieras podido retroceder por la carretera y evitarle aquel horror. Con las espuelas le hiciste sangrar los flancos. ¡Qué horrible! Gerald se envaró: —Tengo que acostumbrarla a eso. Si quiero montar esa yegua con seguridad, debo enseñarle a soportar los ruidos. Apasionadamente, Úrsula replicó: —¿Y por qué ha de aguantar los ruidos? Es un ser vivo y no tiene por qué tolerar nada sólo porque tú quieras obligarle a ello. Tiene tantos derechos sobre su propio ser como tú sobre el tuyo. Gerald objetó: —En ese punto no estoy de acuerdo. Estimo que esta yegua está a mi servicio. Y es así no porque yo la haya comprado, sino porque lo establece el orden natural. Lo natural es que el hombre coja el caballo y lo use a su voluntad, y no que el hombre se ponga de rodillas ante el caballo y le suplique que haga su voluntad, para que el caballo realice así su maravillosa naturaleza. Úrsula se disponía a replicar cuando Hermione levantó la cara, y en su cantilena comenzó a decir: —Pues yo creo… Yo realmente creo que debemos tener la valentía de utilizar a los animales inferiores para satisfacer nuestras necesidades. Realmente creo que cometemos un error cuando contemplamos a todo ser vivo como si de nosotros mismos se tratara. Realmente entiendo que nos equivocamos cuando proyectamos nuestros sentimientos en todos los seres animados. Constituye una falta contra el sentido de discriminación, contra el sentido de la crítica. Secamente, Birkin asintió: —Totalmente de acuerdo. No hay nada más detestable que la sentimentaloide atribución de conciencia y sentimientos humanos a los animales. En tono fatigado, Hermione lo apreció así: —Sí, realmente debemos tener conciencia de nuestra posición. Si no utilizamos a los animales, los animales nos utilizarán a nosotros. Gerald intervino: —Así es. El caballo tiene voluntad, igual que el hombre; pero, en sentido estricto, carece de mente. Y si no se impone la propia voluntad al caballo, el equino impone la suya. Y eso es algo que no puedo evitar. No puedo evitar ser el amo del caballo. Hermione comentó: —Si aprendiéramos a utilizar nuestra voluntad, seríamos capaces de todo. La voluntad puede curarlo y arreglarlo todo. Estoy convencida de que es así siempre y cuando utilicemos debidamente, con inteligencia, la voluntad. Birkin le preguntó: —¿Qué significa «debidamente»? —Por ejemplo, si tienes el vicio de morderte las uñas, muérdetelas cuando no tengas ganas de mordértelas, imponte la obligación de morderte las uñas. Y así perderás el vicio. Gerald preguntó: —¿De veras? —Sí. Y en muchas otras cosas, mediante el empleo de la voluntad, me he corregido. Yo era una chica extremadamente extraña y nerviosa, y gracias a aprender a servirme de mi voluntad, sólo con la voluntad, me corregí. Úrsula había mirado fijamente a Hermione mientras ésta hablaba con su voz lenta, desapasionada, pero extrañamente tensa. Úrsula sintió un curioso estremecimiento de emoción. Hermione estaba dotada de cierto raro, oscuro poder convulsivo, que era fascinante y repelente al mismo tiempo. Con sequedad, Birkin comentó: —Es terrible utilizar la voluntad de esa manera. Es asqueroso. Se trata de una voluntad obscena. Hermione le miró largamente, con sus ojos de mirada pesada y sombría. Tenía la cara suave, pálida y delgada, casi fosforescente, y la mandíbula alargada y estrecha. Por fin, Hermione expuso: —Estoy segura de que no es así. Siempre mediaba un intervalo, siempre se daba un vacío entre lo que Hermione parecía sentir y experimentar y lo que en realidad decía y pensaba. Causaba la impresión de atrapar sus pensamientos desde lejos, en la superficie de un remolino de caóticas y tenebrosas emociones y reacciones, y Birkin siempre sentía repulsión al ver cuán infalible era Hermione en su capacidad de atrapar pensamientos. La voluntad jamás le fallaba. Su voz siempre era desapasionada y tensa, perfectamente segura de sí misma. Sin embargo, a Hermione la estremecía cierta sensación de náuseas, una especie de mareo que siempre amenazaba con avasallar su mente. Pero su mente permanecía intacta y su voluntad perfecta. Poco faltaba para que eso enloqueciera a Birkin. Sin embargo, éste jamás osaría quebrantar la voluntad de Hermione, dejar en libertad el vendaval de su subconsciente, y verla en su suprema locura. A pesar de lo cual, Birkin siempre atacaba a Hermione. Dijo a Gerald: —Sin embargo, los caballos no tienen una voluntad completa, como los seres humanos. El caballo no tiene una sola voluntad. En sentido estricto, todo caballo tiene dos voluntades. Con una de ellas desea someterse totalmente a la voluntad humana, y con la otra quiere ser libre, salvaje. A veces, las dos voluntades se aúnan. Y eso se advierte claramente cuando un caballo, al que tú montas, da un brusco salto de rebeldía. Gerald repuso: —Que el caballo dé uno de esos saltos que tú dices me ha pasado muchas veces, pero para mí eso no ha significado que el caballo tuviera dos voluntades, sino sencillamente que se ha asustado. Hermione había dejado de prestar atención. Cuando se abordaban temas de esa naturaleza, Hermione se limitaba a ausentarse mentalmente. Úrsula preguntó: —¿Y por qué el caballo ha de querer someterse a la voluntad humana? Para mí es incomprensible. No creo que el caballo quiera semejante cosa. Birkin repuso: —Sí quiere. Y eso constituye el último y quizá el más alto impulso amoroso: someter la propia voluntad a la del ser superior. Mofándose alegremente, Úrsula comentó: —Tienes unas ideas muy curiosas en lo tocante al amor. —Las mujeres son como los caballos. En su interior actúan dos voluntades opuestas. Con una de ellas desean someterse totalmente. Con la otra, desean dar un salto y llevar a la perdición al jinete. Echándose a reír, Úrsula dijo: —Pues yo soy así, dada a saltar. —Es peligroso domesticar a los caballos, y mucho más peligroso es domesticar a las mujeres. El ser superior y dominante se enfrenta con un antagonista muy raro. Úrsula precisó: —Buena cosa. Con una leve sonrisa, Gerald añadió: —Totalmente de acuerdo. Así resulta más divertido. Hermione no podía aguantar más aquello. Se levantó y dijo en su fácil cantilena: —¡Qué tarde tan hermosa! A veces tengo una sensación de belleza tan grande, que apenas puedo resistirla. Úrsula, a quien Hermione se había dirigido, también se levantó, conmovida hasta las últimas profundidades impersonales. Y Birkin le parecía casi un monstruo de odiosa arrogancia. Úrsula y Hermione caminaron por la orilla de la laguna, hablando de cosas bellas y tranquilizantes, mientras cogían velloritas. Úrsula dijo a Hermione: —¿No te gustaría un vestido de este color amarillo, con toques anaranjados? ¿Un vestido de algodón? Hermione se detuvo y miró la flor, dejando que el pensamiento entrara en ella y la tranquilizara. Dijo: —Sí. Sería muy lindo. Me encantaría. Y sonrió a Úrsula, con sentimiento de genuino afecto. Pero Gerald se quedó con Birkin, ya que quería sondearle y averiguar qué había querido decir al referirse a la doble voluntad de los caballos. En la cara de Gerald bailaba una móvil expresión excitada. Hermione y Úrsula se alejaron juntas, vagando sin rumbo, repentinamente unidas por un vínculo de profundo afecto e intimidad. Deteniéndose ante Úrsula, y acercando a ella los puños crispados, Hermione dijo: —No quiero que me obliguen a entrar en ese mundo de crítica y análisis de la vida. Quiero ver las cosas enteras, sin que las despojen de su belleza. Quiero verlas en su integridad, en su natural carácter sagrado. ¿No crees que ya no se puede aguantar más que torturen imponiendo más y más conocimientos? Úrsula repuso: —Efectivamente. Estoy harta de tanto hurgar y rebuscar. De nuevo detuvo Hermione su avance y se volvió hacia Úrsula: —¡Cuánto me alegra! A veces… A veces, me pregunto si estoy obligada a someterme a toda esa comprensión, si no me comporto con debilidad al rechazarla. Pero es que tengo la sensación de que no puedo… no puedo. Se trata de una comprensión que parece destruirlo todo. Todo, toda la belleza y… toda la verdadera santidad, quedan destruidas… Y sin eso no puedo vivir. Úrsula dio su opinión: —Sería un error vivir sin eso. Es terriblemente irreverente pensar que todo debe ser comprendido, ahí, en la cabeza. Realmente algo hay que dejar en manos del Señor. Siempre ha sido así, y siempre será así. Tranquilizada, como una niña, Hermione dijo: —Sí, así debe ser, claro. Y Rupert… Hizo una pausa, alzó la cara hacia el cielo, en meditación, y prosiguió: —Rupert sólo sabe destrozar las cosas, hacerlas añicos. En realidad, es como un niño que se siente obligado a desmontarlo todo para ver cómo funciona. Y creo que está en un error. Tal como tú has dicho, es irreverente. —Como destrozar un capullo para ver cómo será la flor. —Sí. Y esto lo mata todo, ¿no crees? Elimina todas las posibilidades de florecimiento. —Claro, se trata de una actitud puramente destructiva. —¡Así es! Hermione dirigió una larga y lenta mirada a Úrsula, como si estuviera dispuesta a aceptar que Úrsula la bendijera. Las dos mujeres guardaron silencio. Tan pronto como estuvieron de acuerdo, comenzaron a desconfiar la una de la otra. Úrsula se dio cuenta de que, contra su voluntad, se retraía de Hermione. Era lo único que podía hacer para atenuar la repulsión que le inspiraba. Regresaron al lado de los hombres, como dos conspiradoras que se han alejado para hablar a solas y llegar a un acuerdo. Birkin levantó la vista y las miró. Úrsula sintió odio hacia Birkin, al verle tan fríamente vigilante. Pero Birkin no dijo nada. Hermione habló: —¿Nos vamos? Rupert, ¿vienes a cenar a Shortlands? ¿Vienes ahora con nosotros? Birkin repuso: —No voy adecuadamente vestido, y ya sabes que Gerald observa estrictamente las normas de la etiqueta. Gerald dijo: —No creas. Sin embargo, si estuvieras tan harto como lo estoy yo de vivir en una casa en la que todos hacen lo que les da la gana, y van de cualquier manera, también preferirías que la gente se comportara pacífica y educadamente, por lo menos a la hora de las comidas. Birkin dijo: —Comprendido. Hermione insistió, dirigiéndose a Birkin: —Podemos esperar aquí mientras tú te vistes. —Como queráis. Birkin se levantó para entrar en el molino. Úrsula dijo que se iba. Pero, antes de emprender el camino, se volvió hacia Gerald y le dijo: —De todas maneras, debo decirte que el hombre, por muy amo y señor que sea de todos los seres de pelo y pluma, no por ello creo que tenga derecho a violar el modo de ser de las criaturas inferiores de la creación. Sigo creyendo que hubiera sido mucho más sensato y elegante por tu parte retroceder al trote por la carretera, mientras el tren pasaba. Y también hubiera sido mucho más considerado. Sonriendo, aunque un tanto enojado, Gerald repuso: —Ya. Muy bien. Comprendo. Haré un esfuerzo para recordarlo la próxima vez. Mientras se iba, Úrsula se dijo: «Todos piensan que soy la clásica hembra entrometida». Úrsula se había alzado en armas contra todos ellos. Regresó apresuradamente a su casa, sumida en pensamientos. Hermione la había conmovido en gran manera. Las dos habían entrado realmente en contacto, de modo que se había cerrado un pacto entre ellas. Pero, a pesar de eso, Úrsula no podía aguantar a Hermione. Apartó de su mente ese pensamiento. Se dijo: «En realidad, Hermione es buena. En realidad, Hermione desea cuanto es justo y bueno». A continuación se esforzó en estar de acuerdo con los sentimientos de Hermione y en aislarse de Birkin. Últimamente Úrsula era totalmente hostil a este último. A pesar de lo cual se sentía unida a él, en virtud de un vínculo desconocido, de un profundo principio. Eso producía el efecto de irritarla y de redimirla, al mismo tiempo. De vez en cuando violentos estremecimientos la sacudían, estremecimientos nacidos en su subconsciente, y le constaba que había retado a Birkin y que éste, consciente o inconscientemente, había aceptado el reto. Se trataba de una lucha a muerte entre los dos, o de una lucha para una nueva vida. Sin embargo, no había modo de saber en qué consistía aquel conflicto.



#49904 en Novela romántica

En el texto hay: amor complicado

Editado: 16.08.2018

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