Mujeres Enamoradas

CAPÍTULO XIII ''EL MININO''

Pasaron los días y Úrsula no recibió noticias. ¿Iba Birkin a ignorarla? ¿Dejaría de prestar atención a su secreto? Sentía un terrible peso de ansiedad y una profunda amargura. A pesar de lo cual, le constaba que se estaba engañando a sí misma y que Birkin actuaría. Úrsula no dijo nada a nadie. Y, como cabía prever, recibió una nota de Birkin en la que la invitaba a tomar el té, en compañía de Gudrun, en su casa alquilada en las afueras de la ciudad. Inmediatamente, Úrsula se preguntó: «¿Y por qué invita también a Gudrun? ¿Es que quiere protegerse o piensa que me negaría a ir sola?». La idea de que Birkin quería protegerse atormentaba a Úrsula. Pero, a fin de cuentas, se limitó a decirse: «No quiero que Gudrun esté presente, porque deseo que Birkin me diga más cosas. No diré nada a Gudrun e iré sola. Así me enteraré de lo que quiero saber». Úrsula se encontró sentada en el tranvía que subía por la cuesta que llevaba a las afueras de la ciudad, al lugar en que Birkin tenía su casa. A Úrsula le parecía haber penetrado en un mundo de sueños, libre de las imposiciones de la actualidad. Contemplaba las sórdidas calles de la ciudad que desfilaban allí abajo, se sentía un espíritu ajeno al universo material. ¿Qué tenía que ver con ella aquel universo? Úrsula palpitaba informe en el fluido de la vida fantasmal. Ya no podía siquiera tener en cuenta lo que cualquier ser humano dijera o pensara de ella. La gente se encontraba fuera de su esfera, había quedado totalmente exonerada. Había caído, extraña y oscura, del envoltorio de la vida material, tal como una mora cae del único mundo que siempre ha conocido, había caído del envoltorio para penetrar en la realidad de lo desconocido. Cuando la patrona la requirió, Úrsula encontró a Birkin de pie en medio de la estancia. También Birkin había salido de los habituales límites de su personalidad. Úrsula le vio agitado y estremecido, como un cuerpo frágil y sin sustancia, silencioso como el nudo de una fuerza violenta, una fuerza que Birkin desprendía y que estremeció a Úrsula hasta casi hacerle perder la conciencia de sí misma. Birkin preguntó: —¿Vienes sola? —Sí, Gudrun no ha podido venir. Birkin adivinó por qué al instante. Y los dos quedaron sentados en silencio, en la terrible tensión de la estancia. Úrsula tenía conciencia de que era una habitación agradable, con mucha luz, y, por su forma, inducente a la tranquilidad. También se dio cuenta de la presencia de una fucsia, con colgantes flores escarlata y purpúreas. Para romper el silencio, Úrsula dijo: —¡Qué bonitas son las fucsias! —Sí, lo son. Oye, ¿crees que he olvidado lo que dije? Úrsula sintió que su mente quedaba casi anulada por una súbita debilidad. A través de la negra niebla que la envolvía, dijo con dificultad: —No quiero que lo recuerdes si no quieres recordarlo. —No. No es eso. Ahora bien, si queremos conocernos el uno al otro, tenemos que comprometernos para siempre. Si vamos a entablar una relación, incluso una amistad, ha de ser con carácter definitivo e irrevocable. En su voz había un metálico sonido de desconfianza, casi de irritación. Úrsula no contestó. Sentía el corazón tan contraído que no pudo hacerlo. Era incapaz de hablar. Birkin, al percatarse de que Úrsula no iba a contestar, prosiguió, casi amargamente, su confesión: —No puedo decir que sea amor lo que tengo para ofrecer. Y no es amor lo que quiero. Es algo mucho más impersonal, mucho más duro… Y menos frecuente. Hubo un silencio, y, en este silencio, Úrsula dijo: —¿Quieres decir con eso que no me amas? Al decir estas palabras, Úrsula experimentó un dolor furioso. —Efectivamente, si quieres expresarlo de esa manera. Aun cuando quizá no sea cierto. No lo sé. De todas maneras, no siento por ti la emoción del amor. No, no quiero sentirla. Porque esa emoción se desvanece cuando se plantean los temas fundamentales. Con los labios insensibles, siguió preguntando: —¿Que el amor se desvanece ante los temas fundamentales? —Así es. Y en última instancia, uno se encuentra solo, más allá de la influencia del amor. Hay un yo impersonal que está más allá del amor, más allá de toda relación emotiva. Y lo mismo te pasa a ti. Pero queremos engañarnos y creer que el amor es la raíz de todo. Y no lo es. El amor es las ramas. La raíz se encuentra fuera del alcance del amor, la raíz es una especie de desnudo aislamiento, un yo aislado, que no tiene relaciones y que con nadie se mezcla y que no puede tener relaciones ni mezclarse. Úrsula le contemplaba con ojos dilatados y preocupados. El rostro de Birkin estaba incandescente en su abstracto apasionamiento. Agitada, Úrsula le preguntó: —¿Quieres decir que no puedes amar? —Sí, si te gusta decirlo de ese modo. He amado. Pero hay un más allá, un más allá en el que no hay amor. Úrsula no podía aceptar eso. Se sintió aplastada por la aseveración de Birkin. Pero no podía someterse a ella. Preguntó: —¿Cómo puedes saberlo si nunca has amado verdaderamente? —Lo que he dicho es verdad. Hay un más allá, en ti, en mí, que se encuentra fuera del alcance del amor, tal como las estrellas, por lo menos algunas, se encuentran fuera del alcance de nuestra visión. Úrsula trepidó: —¡En ese caso, el amor no existe! —En última instancia, hay otra cosa. En última instancia, el amor no existe. Úrsula meditó esas palabras unos instantes. Luego, iniciando el movimiento de levantarse del asiento, dijo en tono definitivo, en tono de rechazo: —En ese caso me voy a casa. ¿Qué hago aquí? —Ahí está la puerta. Eres libre de hacer lo que quieras. En ese momento decisivo, Birkin se dominó a la perfección, bellamente. Úrsula permaneció inmóvil unos segundos, luego volvió a sentarse. Casi con burlón desprecio, exigió: —Si no hay amor ¿qué hay? Mirándola fijamente, luchando consigo mismo con todas sus fuerzas, Birkin repuso: —Algo. —¿Qué? Birkin guardó silencio un rato, incapaz de mantener la comunicación con Úrsula, mientras se hallara en aquel estado de oposición. Por fin, Birkin, con tono de pura abstracción, dijo: —Hay un último yo, desnudo e impersonal, más allá de la responsabilidad. Y en ti también está tu yo. Y ése es el terreno en el que quisiera encontrarme contigo, no en el plano emotivo, en el plano amoroso, sino más allá, allá donde no hay palabras ni términos de acuerdo. En este punto somos dos seres desnudos y desconocidos, dos criaturas sumamente extrañas, y, así, yo quisiera acercarme a ti, y que tú te acercaras a mí. Y no habría obligación posible, porque en este punto no hay modelos de actuación, porque en este plano la comprensión no ha madurado. Es un plano inhumano, absolutamente inhumano, por lo que no cabe recurrir a las normas en forma alguna, debido a que se encuentra fuera del ámbito de todo lo aceptado, y nada de cuanto se conoce es aplicable. Sólo cabe seguir los impulsos, tomar lo que se tiene delante, no hay responsabilidad posible, ni se puede pedir, ni se puede dar, y cada cual sólo puede actuar de acuerdo con los deseos primigenios. Úrsula escuchó ese discurso, con la mente atontada, casi insensible: tan imprevisto y directo era lo que Birkin le dijo. Úrsula decidió: —No es más que puro egoísmo. —Puro, sí. Egoísmo, no. No, debido a que no sé lo que quiero de ti. Me entrego, yo, yo me entrego a lo desconocido cuando voy a ti; me entrego sin reservas, sin defensas, totalmente desnudo, a lo desconocido. Sólo es preciso el compromiso entre los dos, el compromiso de despojarnos de todo, de prescindir incluso de nosotros mismos, de dejar de ser, a fin de que aquello que es verdaderamente nuestro yo pueda tener lugar en nosotros. Úrsula siguió la línea de sus propios pensamientos. E insistió: —Pero si me deseas, ¿se debe a que me amas? —No. Se debe a que creo en ti, caso de que crea en ti. Riendo, súbitamente ofendida, Úrsula dijo: —¿No lo sabes con certeza? Birkin la miraba fijamente, sin apenas prestar atención a sus palabras. Birkin repuso: —Sí, forzosamente he de creer en ti, ya que de lo contrario no estaría diciendo lo que digo. Pero eso es la única prueba que tengo. En este preciso instante, mi fe en mi creencia en ti no es muy fuerte que digamos. Este brusco regreso al cansancio y a la falta de fe motivó que Úrsula sintiera nuevamente antipatía hacia Birkin. Con voz burlona, Úrsula insistió: —¿No te parezco bella? Birkin la miró, para enterarse de si le parecía bella o no. Dijo: —No siento que me parezcas bella. Con mordaz acento de burla, Úrsula insistió: —¿Ni siquiera atractiva? Súbitamente exasperado, Birkin frunció el entrecejo. Gritó: —¿Es que no te das cuenta de que lo que te he dicho nada tiene que ver, en absoluto, con la apreciación visual? No quiero verte, he visto a infinidad de mujeres y estoy harto de verlas. Quiero una mujer a la que no vea. Úrsula rio: —Lamento no poder volverme invisible para complacerte. —Sí, para mí eres invisible si no me obligas a tener conciencia visual de ti. Pero la verdad es que no quiero verte ni oírte. Adoptando de nuevo el tono burlón, Úrsula le preguntó: —En ese caso, ¿por qué me has invitado a tomar el té? Pero Birkin no le hizo el menor caso. En voz alta, hablaba para sí: —Quiero encontrarte en ese lugar en el que tú ignoras tu propia existencia, quiero encontrar ese tú que tu común personalidad niega a rajatabla. Pero no quiero tu belleza ni quiero tus sentimientos femeninos, y no quiero tus pensamientos, tus opiniones, tus ideas… Todo eso, para mí, son bagatelas. —Es usted muy vanidoso, Monsieur. ¿Cómo sabes cuáles son mis sentimientos femeninos, mis pensamientos y mis ideas? Ni siquiera sabes lo que pienso de ti ahora. —Y a mí no me importa lo más mínimo. —Me pareces muy tonto. Pienso que pretendes decirme que me quieres y que estás dando todos estos rodeos a ese fin. Con súbita exasperación Birkin levantó la vista: —Muy bien, pues vete y déjame en paz. Ya estoy harto de tus mercenarias bufonadas. La cara de Úrsula se relajó en una genuina expresión de risa. Mofándose de Birkin, dijo: —¿Crees que realmente son bufonadas? Birkin, a juicio de Úrsula, acababa de hacerle una profunda confesión de amor. Sin embargo, sus palabras eran absurdas. Hubo un largo, muy largo silencio. Úrsula se sentía contenta y excitada como una niña. Birkin salió de su estado de concentración, y comenzó a mirarla de manera sencilla y natural. Con voz serena, dijo: —Quiero una extraña conjunción contigo, no un simple encuentro, ni un trato, sino un equilibrio, un puro equilibrio de dos seres, tal como las estrellas se equilibran entre sí. Úrsula le miró. Birkin estaba profundamente serio, y a Úrsula la seriedad siempre le había parecido un tanto ridícula y vulgar. Le daba una sensación de incomodidad y de limitación de la libertad. Birkin le gustaba, le gustaba mucho. Pero ¿para qué sacar las estrellas a colación? Riendo, Úrsula dijo: —¿No ha sido todo muy repentino? Birkin comenzó a reír y dijo: —Sí, más valdrá que estudiemos las cláusulas del contrato antes de firmarlo. Un joven gato gris, que había estado durmiendo en el sofá, saltó al suelo, estiró sus largas patas traseras y arqueó el esbelto lomo. Luego se sentó, erecto y mayestático, para pensar un poco. Y después, como una flecha, salió de la habitación y, por las puertas abiertas del balcón, pasó al jardín. Levantándose, Birkin dijo: —No sé qué habrá visto… El joven gato trotó señorial por el sendero, balanceando la cola. Se trataba de un gato del país, normal y corriente, con patas blancas y con lúcido aspecto de joven caballero. Otro gato, encogido, erizado el pelo, de color gris pardusco, penetraba furtivamente en el jardín, por encima de la verja. El minino de la casa se acercó majestuosamente, con masculina indiferencia, a la gata recién llegada. Ésta se agazapó y humildemente oprimió el cuerpo contra la tierra, cual suave y peluda paria, y miró, alzando la vista al minino, con sus ojos agrestes, verdes y bellos como dos grandes joyas. El minino miró negligentemente a la gata. Ésta se acercó unas cuantas pulgadas más al gato, avanzando hacia la puerta trasera de la casa, agazapada, con un maravilloso y suave aire de humildad, moviéndose como una sombra. El minino, con los majestuosos pasos de sus esbeltas patas, anduvo tras la gata, y, de repente, por pura y simple voluntad de abusar de ella, le lanzó un leve zarpazo a un lado de la cara. La gata se alejó raudamente, aunque distanciándose sólo unos pasos, como una hoja seca arrastrada por el viento, y luego se agazapó pasiva, en sumisa y selvática paciencia. El minino fingió olvidarse de la gata. Con expresión mayestática parpadeó, orientada la vista hacia el paisaje. Poco después, la gata se alzaba y, suavemente, como una velluda sombra gris pardusca, se alejó unos pasos. La gata aceleró la marcha, causando la impresión de que fuera a desaparecer en un instante, como un sueño, y ése fue el momento en que el gato gris, el joven gran señor, saltó ante la gata, y le propinó un leve y elegante zarpazo. La gata, sumisa, se quedó quieta. Birkin dijo: —Es una gata salvaje. Ha venido del bosque. Durante un momento, los ojos de la gata salvaje miraron alrededor, lanzando destellos, y como grandes hogueras de verdes llamas, se fijaron en Birkin. En el instante siguiente, en rápida y suave carrera, la gata se situó en mitad del jardín. Allí se detuvo y miró alrededor. El minino, con movimiento de pura y absoluta superioridad, volvió la cara hacia su amo y cerró despacio los ojos, allí, en pie, en estatuaria y juvenil perfección. Los ojos redondos, verdes e interrogantes de la gata salvaje miraban constantemente, como raras hogueras. Y, una vez más, como una sombra, la gata se deslizó hacia la cocina. En un bello y potente salto, fácil como el viento, el minino ya había alcanzado a la gata, y le había propinado dos zarpazos, limpios y rotundos, con su blanco y delicado puño. La gata se encogió y, deslizándose, retrocedió sin protestar. El minino anduvo hacia ella, y la golpeó una o dos veces, sin prisa, con imprevistos movimientos de sus mágicas patas blancas. Indignada, Úrsula gritó: —¿Por qué le hace esto? Birkin repuso: —Mantienen relaciones íntimas. —¿Y por eso pega a la gata? Riendo, Birkin contestó: —Sí. El gato quiere que la gata no tenga la menor duda acerca del cariz de la situación. —¡Pues me parece un comportamiento horrible! Úrsula salió al jardín y, dirigiéndose al gato, gritó: —¡Basta ya, abusón! ¡Deja de pegarle! La gata salvaje se desvaneció como una rápida e invisible sombra. El minino miró a Úrsula y luego apartó desdeñosamente la vista de ella para fijarla en su amo. Birkin le preguntó: —¿Eres un abusón? El joven y esbelto gato le miró, y achicó despacio las pupilas. Luego apartó la vista para mirar el paisaje, lejos, como si se hubiese olvidado totalmente de los dos seres humanos. Úrsula le dijo: —Minino, no me gustas nada. Eres un abusón, igual que todos los machos. —No. Lo hace con justificación. No es abusón. Se limita a pedir insistentemente a la pobre gata vagabunda que reconozca que él es algo así como su destino, el destino de la gata. Sí, porque, como puedes ver, la gata es ligera y promiscua como el viento. Estoy totalmente de acuerdo con el minino. Desea una estabilidad perfecta. —¡Sí, ya lo veo! Quiere hacer su voluntad. Sé perfectamente lo que significan tus bellas palabras: ganas de mandar y nada más. A eso se le llama ser mandón. El joven gato volvió a mirar a Birkin, manifestando así su desdén por la ruidosa mujer. Dirigiéndose al gato, Birkin dijo: —Estoy totalmente de acuerdo contigo, Miciotto. Defiende tu dignidad masculina y tu superior comprensión. Una vez más el minino contrajo las pupilas, como si mirase al sol. Luego, aparentando repentinamente que no tenía relación alguna con los dos seres humanos, se fue al trote, con fingida espontaneidad y alegría, erecta la cola, gracioso el aire de sus blancas patas. Riendo, Birkin anunció: —Ahora volverá a encontrar a su belle sauvage, y le dará amenas lecciones gracias a su superior sabiduría. Úrsula miró al hombre que estaba de pie en el jardín, con el cabello agitado por el viento y una irónica sonrisa en los ojos. Úrsula gritó: —¡Me irrita tanto la idea de la superioridad masculina! ¡Y además es totalmente falsa! Si tuviera una mínima justificación no me molestaría. —A la gata salvaje no le molesta. Se da cuenta de que está justificado. —¡Mentira! ¡Eso se lo cuentas a tu tía! —De acuerdo, se lo contaré. —Es lo mismo que Gerald Crich con su yegua: ganas de abusar brutalmente, una auténtica Wille zur Macht, baja y mezquina. —Reconozco que la Wille zur Macht es baja y mezquina. Pero en el caso del minino, se trata del deseo de llevar a esa hembra a un estado de puro y estable equilibrio, a una relación trascendente y estable con el macho individual. Contrariamente, esa gata, sin el minino, es un ser extraviado, una suave y esporádica porción de caos. Se trata de una volonté de pouvoir, si quieres, de pouvoir en cuanto verbo. —¡Sofismas! ¡No es más que el viejo cuento de Adán! —Claro que sí. Adán mantuvo a Eva en el paraíso indestructible cuando la tuvo sólo para él, como una estrella en su órbita. Señalando a Birkin con el dedo, Úrsula gritó: —Sí, sí… ¡Una estrella en su órbita! ¡Mentira! ¡Un satélite, un satélite de Marte, eso será! ¡Ahora te has puesto en evidencia! Quieres un satélite. Marte y su satélite… ¡Tú mismo lo has dicho! ¡Has caído en tu propia trampa! Birkin sonrió embargado por sensaciones de frustración, diversión, irritación, admiración y amor. Úrsula era rápida, radiante, como una llama tangible, vengativa y compleja en su peligrosa sensibilidad inflamada. Birkin dijo: —Es que no lo he dicho todo aún. Dame la oportunidad de hablar al menos. —¡No, no! No estoy dispuesta a dejarte hablar. Lo has dicho: un satélite. Y no estoy dispuesta a dejar que te escurras de la trampa en que has caído. Tú mismo lo has dicho. —Nunca creerás que yo no he dicho eso. No he mencionado ningún satélite, ni siquiera he insinuado tal concepto, y, además, tampoco pensaba en satélites. Verdaderamente indignada, Úrsula le ofendió: —¡Tramposo! La patrona se acercó a la puerta y anunció: —El té está listo. Los dos miraron a la mujer, de manera muy semejante a aquella en que los gatos les habían mirado a ellos, hacía poco. —Gracias, señora Daykin. El silencio de la interrupción se hizo entre los dos. Fue un momento de tregua. Birkin dijo: —¿Tomamos el té? Serenándose, Úrsula repuso: —Sí, gracias. Se sentaron a la mesa de té, uno frente al otro. —No he dicho satélite, y ni siquiera lo he insinuado. Quería decir dos estrellas iguales y separadas en equilibrada conjunción. Úrsula comenzó a comer inmediatamente, y dijo: —Tú mismo te has delatado. Has revelado completamente el jueguecito que te traías entre manos. Birkin advirtió que Úrsula no haría el menor caso de sus explicaciones, por lo que comenzó a servir el té, Úrsula gritó, refiriéndose a lo que comía: —¡Está muy bueno! —Ponte tú misma el azúcar. Birkin le entregó la taza. Todo era bello; las tazas y los platos eran preciosos, pintados de reluciente malva y verde, elegantes eran las formas de los cuencos y de los platos de cristal, y las cucharillas antiguas, todo sobre mantel de hilo gris pálido, negro y púrpura. Todo era fino y sofisticado. Pero Úrsula veía allí la influencia de Hermione. Casi enojada, dijo: —¡Tienes un servicio de té muy hermoso! —Sí, me gusta. Me produce verdadero placer utilizar objetos que sean atractivos en sí mismos, cosas agradables. Y, en ese aspecto, la señora Daykin es una maravilla. Para complacerme, procura que todo sea lo más bonito que quepa encontrar. —En realidad, las patronas son mejores que las esposas actualmente. Se preocupan muchísimo más. Tu casa, ahora, es mucho más bonita y con más detalles que si estuvieras casado. Riendo, Birkin dijo: —No olvides la soledad. —No. Me da celos que los hombres tengan patronas tan perfectas y vivan en casas alquiladas tan bonitas. No pueden desear más. —Desde el punto de vista del funcionamiento de una vivienda, debemos esperar que así sea. Esa gente que se casa para tener un hogar da asco. —De todas maneras, en la actualidad, el hombre apenas tiene necesidad de una mujer. —En los aspectos superficiales, quizá sea así, con la salvedad de necesitarla para compartir el lecho y para que le dé hijos. Pero, esencialmente, la mujer sigue siendo tan necesaria como siempre. Ocurre que nadie se toma la molestia de ser esencial. —¿Esencial en qué sentido? —Creo que lo único que mantiene con vida al mundo es la mística conjunción, la suprema armonía entre las personas, es decir, la vinculación. Y la vinculación suma es la que se da entre hombre y mujer. —Pero eso es muy viejo, está pasado. ¿Por qué el amor ha de ser un vínculo? No, no lo acepto. —Si caminas hacia el oeste, no puedes caminar, al mismo tiempo, en dirección al norte, al este y al sur. Si aceptas la armonía, eliminas todas las posibilidades de caos. Úrsula declaró: —El amor es libertad. Birkin replicó: —No me vengas con demagogia barata. El amor es una dirección que excluye todas las restantes direcciones. Es una libertad en unión, si lo prefieres. —No. El amor lo abarca todo. —Eso no es más que demagogia sentimental. Sucede que te gusta el caos. Eso de la libertad en el amor, esa libertad que es amor y ese amor que es libertad, no significa más que puro nihilismo. En realidad, si se llega a la total armonía, el amor es irrevocable, y el amor nunca es puro hasta el instante en que llega a ser irrevocable. Y cuando es irrevocable tiene una sola dirección, como las estrellas en su trayectoria. Con amargura, Úrsula gritó: —¡Otra vez! ¡La vieja moral muerta! —No, es la ley de la creación. Es la entrega. Uno debe entregarse a una conjunción con el otro… entregarse para siempre. Y eso no significa renunciar a uno mismo, sino mantener el propio yo en místico equilibrio e integridad, igual que una estrella que se equilibra con otra. —Siento desconfianza hacia ti siempre que sacas a relucir las estrellas. Si fueras sincero, no tendrías necesidad de recurrir a realidades tan lejanas. Irritado, Birkin replicó: —Muy bien, desconfía. Me basta con confiar en mí mismo. —Y ahí cometes otro error. No confías en ti mismo. No crees plenamente en lo que dices. No deseas de verdad esa conjunción, ya que si la desearas de veras no hablarías de ella sino que la convertirías en realidad. Birkin quedó parado unos instantes. Preguntó: —¿Cómo? Desafiante, Úrsula repuso: —Amando, sencillamente. Birkin, irritado, guardó silencio. Luego se explicó: —Pues te diré que no creo en esa clase de amor. Y tú sólo quieres que el amor esté al servicio de tu egoísmo, quieres que el amor esté subordinado a ti. El amor es un proceso de dominio, para ti… Para ti y para todos. Odio ese proceso. Echando la cabeza hacia atrás, como una cobra, destellantes los ojos, Úrsula gritó: —No. Es un proceso de dignidad. Y quiero tener dignidad. Secamente, Birkin observó: —Dignidad y dominio, dignidad y dominio: te comprendo perfectamente. Primero dignidad y dominio, y luego dominada por los dignos; comprendo perfectamente tu clase de amor. No es más que un tictac, tictac, una danza de recíproca oposición. En tono de burla mordaz, Úrsula preguntó: —¿Estás seguro de que sabes lo que es mi amor? —Sí, totalmente. —¡Y con arrogancia además! ¿Cómo es posible que una persona tan arrogante esté en lo cierto? Tu arrogancia demuestra que estás equivocado. Birkin, mortificado, volvió a guardar silencio. La larga conversación y las discusiones sostenidas habían dejado agotados a los dos. Birkin pidió: —Háblame de ti y de tu familia. Úrsula le habló de los Brangwen, le habló de su madre… Luego le habló de Skrebensky, su primer amor, y de sus experiencias subsiguientes. Birkin la escuchó muy quieto, mirándola mientras hablaba. Parecía escucharla con reverencia. La cara de Úrsula era hermosa y rebosante de una luz sorprendida, mientras explicaba a Birkin hechos que la habían herido profundamente o que la habían dejado perpleja. La hermosa luz de la manera de ser de Úrsula parecía dar calor y consuelo al alma de Birkin. Para sí, con apasionada insistencia, aunque casi sin esperanzas, Birkin pensaba: «Si realmente pudiera entregarse…». Sin embargo, al mismo tiempo, en su corazón surgió una risita irresponsable. Irónicamente, Birkin dijo: —Cuánto hemos sufrido todos… Úrsula le miró, y en su cara apareció un resplandor de selvática alegría, un extraño resplandor de luz amarilla, nacido en sus ojos. Con voz aguda, con expresión de temeridad, Úrsula gritó: —¿Verdad que sí? Es casi absurdo, ¿no crees? —Totalmente absurdo. El sufrimiento sólo sirve para aburrirme. —Me pasa lo mismo. Birkin casi tenía miedo de la burlona valentía que expresaba la cara de Úrsula. Era una mujer capaz de llegar hasta los últimos extremos, de cruzar los cielos y los infiernos si ello fuera preciso. Birkin la contemplaba con recelo, temía a una mujer capaz de semejante abandono, capaz de aquella concienzuda y peligrosa labor de destrucción. Sin embargo, en su fuero interno, Birkin también reía. Úrsula se acercó a Birkin y le puso la mano en el hombro, mirándolo desde lo alto, con extraños ojos de luz dorada, muy tiernos, pero con una curiosa expresión endiablada, en el fondo. Úrsula suplicó: —Di que me quieres, dime «mi amor». Birkin miró el fondo de los ojos de Úrsula y comprendió. En la cara de Birkin hubo un leve estremecimiento de burlona comprensión. Con solemne tristeza, Birkin dijo: —Te quiero cuanto debo quererte. Pero quiero que este amor sea otra cosa. Inclinando su cara maravillosamente luminosa sobre Birkin, Úrsula insistió: —¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no te parece suficiente? Birkin puso los brazos alrededor del cuerpo de Úrsula, y contestó: —Porque podemos conseguir algo mejor. Con voz fuerte, con la voluptuosa voz de la entrega, Úrsula dijo: —No, no podemos. Sólo podemos amarnos el uno al otro. Dime «mi amor», anda, dilo. Úrsula puso los brazos alrededor del cuello de Birkin. Éste la atrajo hacia sí y la besó suavemente, murmurando con voz sutil, con voz de amor, ironía y sumisión: —Sí, mi amor, sí, mi amor. Dejemos que el amor baste. Te quiero, te quiero, y todo lo demás me aburre. Acurrucándose junto a él, muy dulcemente, Úrsula murmuró: —Sí.



#49885 en Novela romántica

En el texto hay: amor complicado

Editado: 16.08.2018

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