Todos los años, el señor Crich daba una fiesta en el lago, que en cierto modo superaba el carácter de fiesta familiar. Allí había una pequeña embarcación de recreo y varias barcas de remos. Los invitados podían tomar el té bajo el entoldado que se instalaba junto a la casa o bien a la sombra del gran nogal, junto a la caseta, en la orilla del lago. Ese año, entre los invitados se contaban los maestros de la escuela primaria de la localidad, así como los empleados con cargos directivos de la empresa de los Crich. Esa fiesta no le gustaba a Gerald ni a sus hermanos, pero se había convertido en consuetudinaria, y gustaba al padre por ser la única ocasión en que podía reunir a gente del distrito para que compartieran con él aquellos festivos momentos. Al señor Crich le agradaba ofrecer diversión y placeres a sus empleados y a quienes tenían menos dinero que él. Contrariamente, sus hijos preferían tratar con iguales en lo referente a posición económica. Les irritaba la humildad, la gratitud y la timidez de sus inferiores. De todos modos, los hijos del señor Crich asistían sin quejas a esa fiesta, como habían hecho casi desde la infancia y luego con más motivo, debido a que se sentían un poco culpables ante su padre, cuya voluntad no querían contrariar, ya que estaba muy enfermo. En consecuencia, Laura, alegremente, se dispuso a hacer las veces de su madre, en el papel de dueña de la casa, en tanto que Gerald se ocupó de las diversiones en el lago. Birkin había escrito a Úrsula diciéndole que esperaba verla en la fiesta, en tanto que Gudrun, a pesar de que se burlaba de la cortés superioridad de los Crich, estaba dispuesta a acompañar a sus padres si hacía buen tiempo. Y llegó el día señalado, un día de cielo azul y sol claro, con pequeñas ráfagas de viento. Las dos hermanas iban con vestido de crepé blanco y sombreros de suave terciopelo. Pero Gudrun llevaba una faja brillante, negra, amarilla y rosada, muy ancha, medias de seda de color de rosa y el sombrero adornado con una cinta negra, amarilla y rosada, cinta colgante que daba cierto aspecto de pesadez al sombrero. También llevaba al brazo una chaqueta de seda amarilla, todo lo cual daba a su figura cierto realce, de modo que su aspecto traía a la mente un cuadro del «Salón». Ese atuendo irritaba en gran manera al padre de Gudrun, que le dijo: —Oye, ¿crees que estamos en carnaval o qué? Pero Gudrun tenía, en realidad, aspecto elegante y brillante, y lucía su ropa con actitud desafiante. Cuando la gente la miraba y se reía de ella después de haber pasado, se complacía en decir con voz alta a Úrsula: —Regarde, regarde ces gens-là! Ne sont-ils pas des hiboux incroyables? Y mientras pronunciaba esta frase en francés, miraba hacia atrás, por encima del hombro a los que se reían. Úrsula replicaba en voz alta y clara: —Sí, realmente es increíble. Y de esta manera, las dos hermanas se mofaban de sus universales enemigos. Contrariamente, la rabia de su padre iba en constante aumento. Úrsula vestía toda de blanco, con la salvedad del sombrero, de color rosa y sin adornos, y de los zapatos, de color granate. Llevaba al brazo una chaqueta anaranjada. Y de esta manera se dirigían a pie a Shortlands, detrás de sus padres. Las dos se reían de su madre, quien, ataviada con un vestido veraniego a rayas negras y púrpura, y tocada con un sombrero de paja púrpura, avanzaba mucho más cohibida y tensa que sus hijas, como una pobre muchachita, sumisa al lado de su marido, quien, como de costumbre, tenía cierto aspecto desaliñado, incluso con su mejor traje, como si fuera padre de hijos pequeños y hubiera sostenido en brazos al benjamín mientras su esposa se vestía. Con calma, Gudrun dijo: —Fíjate en la pareja que va delante. Úrsula miró a sus padres, y, repentinamente, fue presa de un violento ataque de risa. Las dos muchachas se detuvieron en el camino y rieron hasta que se les saltaron las lágrimas, al volver a tener clara conciencia de la inhibida y poco mundana pareja formada por sus padres, que caminaban ante ellas. Ahogándose de risa, sin poderlo remediar, Úrsula gritó, mientras volvía a ponerse en marcha: —Nos estábamos riendo de ti como locas. La señora Brangwen volvió la cabeza, con expresión levemente exasperada e interrogativa: —¿Sí? ¿Y se puede saber por qué os doy tanta risa? No podía comprender que hubiera deficiencia alguna en su aspecto exterior. Era mujer dotada de tranquila suficiencia, de fácil indiferencia ante todo género de críticas, como si se hallara muy por encima de ellas. Siempre vestía de forma un tanto rara y por regla general desaliñada, pero llevaba las ropas con total tranquilidad y satisfacción. Fuera lo que fuese lo que se pusiera, siempre y cuando tuviese cierto aspecto de corrección, le sentaba bien, de manera que nada se podía objetar a su aspecto. Era instintivamente aristocrática. Úrsula, riéndose, no sin ternura, de la expresión ingenuamente intrigada de su madre, dijo: —Estás solemne como una baronesa de provincias. Como un eco, con voz cantarina, Gudrun dijo: —¡Exactamente igual que una baronesa de provincias! La natural dignidad de la madre se tornó solemnemente rígida, y las dos chicas volvieron a soltar agudas carcajadas. El padre, sulfurado, dijo: —¡A casa, pareja de idiotas! ¡No sabéis más que reír como idiotas! Úrsula, componiendo una mueca de burla ante el enfado de su padre, exclamó con voz hueca: —Mm-mmer! Amarillentas chispas danzaron en los ojos del padre, se inclinó llevado por verdadera ira, y dijo a la señora Brangwen, que se disponía a seguir su camino: —Supongo que no serás tan tonta como para hacer caso de ese par de estúpidas mocosas. Vengativo, el padre añadió a gritos: —Ya me encargaré yo de que ese par de tontas no anden riendo y chillando detrás de mí… Las dos muchachas, detenidas en la vera del camino, junto al seto, se reían sin poderlo evitar de la rabia de su padre. La señora Brangwen, enojada al ver que su marido estaba verdaderamente furioso, dijo: —Eres tan tonto como ellas por hacerles caso. En tono de burlona advertencia, Úrsula gritó a su padre: —Padre, que viene gente. El padre dirigió una rápida mirada alrededor, y echó a andar, tieso de rabia, para ponerse al lado de su mujer. Y las muchachas le siguieron, debilitadas por la risa. Cuando la gente a que Úrsula se había referido hubo pasado, Brangwen gritó en voz alta y estúpida: —Si seguís así, me vuelvo a casa. No consentiré que os burléis de mí de esa manera en la vía pública. Estaba verdaderamente fuera de sí. Al percatarse del tono ciegamente vengativo del padre, las risas abandonaron bruscamente a las dos hermanas, y el desprecio contrajo su corazón. Las palabras «en la vía pública» les habían parecido odiosas. ¿Qué les importaba a ellas la «vía pública»? Pero Gudrun adoptó una actitud conciliadora. Con insólita dulzura que molestó a sus padres, gritó: —No reíamos para hacerte enfadar. Reíamos porque te queremos. Irritada, Úrsula dijo: —Si tan quisquillosos son, nos pondremos delante de ellos. Y así, yendo las chicas delante, llegaron a Willey Water. El lago estaba azul y límpido, los prados inclinados, descendentes, resplandecían al sol, a un lado del lago, y el denso y oscuro bosque formaba una marcada pendiente al otro lado. La pequeña embarcación de recreo se alejaba trabajosamente de la orilla, con la estridente musiquilla a bordo, atestada de invitados, impulsada por las ruedas con canaletes. Cerca de la caseta del lago había un grupo de gente alegremente vestida, que, contemplada desde lejos, parecía pequeña, diminuta. Y en la carretera un grupo de gente del pueblo contemplaba con envidia la fiesta que se desarrollaba allá, a lo lejos, como almas a las que no se ha dado entrada en el paraíso. En voz baja, fija la vista en los abigarrados invitados, Gudrun dijo: —¡Dios! ¡Vaya multitud! Y tendremos que estar ahí, mezcladas. El aprensivo horror que Gudrun tenía a las multitudes deprimía a Úrsula, quien dijo, angustiada: —Sí, parece bastante horrorosa. En la misma voz baja, deprimente, Gudrun insistió: —¡Imagina lo que será tratar con esa gente! A pesar de lo cual, Gudrun siguió avanzando decidida. Angustiada, Úrsula dijo: —Bueno, supongo que podremos zafarnos de ellos. Gudrun opinó: —Estamos en aprietos si no lo conseguimos. El tono de irónico aborrecimiento y de aprensión, muy marcado, de estas palabras tuvo la virtud de exasperar a Úrsula, que dijo: —Tampoco hace falta que nos quedemos. —Desde luego, yo no estaré ni cinco minutos entre esos. Cuando ya estaban muy cerca, vieron a dos policías junto a la entrada a la finca. Gudrun dijo: —¡Policías! ¡Para que no nos escapemos! Menuda fiesta… Angustiada, Úrsula añadió: —Más valdrá que ayudemos un poco a nuestros padres ahí dentro. No sin desprecio, Gudrun observó: —Mamá es perfectamente capaz de desenvolverse en esa fiestecita. Pero a Úrsula le constaba que su padre tenía allí conciencia de su rudeza, y estaba irritado, se sentía deprimido. Por eso, Úrsula tampoco se encontraba tranquila y a sus anchas. Esperaron, ante la entrada a la finca, la llegada de sus padres. El padre, hombre alto y flaco, con sus ropas desaliñadas, estaba nervioso e irritable como un chiquillo en el momento de disponerse a penetrar en aquel acto social. Sospechaba que no era un caballero, y lo único que, en realidad, sabía con certeza, era que estaba absolutamente exasperado. Úrsula se puso al lado de su padre, todos entregaron las entradas al policía y entraron en la zona cubierta de césped, los cuatro juntos: el hombre alto, sudoroso, con su tez rojiza y la estrecha frente de muchacho fruncida por la irritación, la mujer tranquila de cara lozana, perfectamente segura de sí misma, a pesar de que el cabello se le caía hacia delante, en uno de los lados de la cabeza, luego Gudrun, con los ojos redondeados, tenebrosos y alerta, su cara suave, ovalada e impasible, casi enfurruñada, de manera que causaba la impresión de replegarse sobre sí, llevada por la antipatía, a pesar de que seguía avanzando, y después Úrsula, con extraña, intrigada y brillante expresión en la cara, la expresión que siempre adoptaba cuando se encontraba en una situación falsa. Birkin fue el ángel de la guarda. Se acercó sonriente a ellos, con su afectada cortesía social que, sin que jamás se supiera por qué, siempre resultaba un tanto extraña. Pero Birkin se quitó el sombrero y les sonrió con una genuina sonrisa en los ojos, por lo que Brangwen, aliviado, gritó cordialmente: —¿Qué tal? ¿Cómo está? ¿Se encuentra ya mejor? —Sí, mucho mejor. ¿Qué tal, señora Brangwen? Soy buen amigo de Gudrun y de Úrsula. En los ojos de Birkin había una sonrisa cálida y natural. Birkin solía tratar de manera suave y halagadora a las mujeres, principalmente cuando no eran jóvenes. Tranquila y satisfecha, la señora Brangwen dijo: —Sí, las he oído hablar de usted a menudo. Birkin rio. Gudrun, sintiendo que aquellas palabras disminuían la importancia de su persona, apartó la vista. La gente, en pie, formaba grupitos; unas cuantas mujeres se habían sentado a la sombra del nogal, con la taza de té en la mano. Un camarero vestido de etiqueta iba diligente de un lado a otro, algunas muchachas paseaban con sus sombrillas y una sonrisa tonta en la cara; unos cuantos hombres jóvenes que habían estado remando, estaban sentados con las piernas cruzadas en el césped, virilmente remangadas las camisas, las manos descansando en los muslos cubiertos con pantalones de blanca franela, las coloridas corbatas al viento, riendo y esforzándose en conversar ingeniosamente con jóvenes damiselas. Picada, Gudrun pensó: «Deberían tener la educación de ponerse la chaqueta y de no adoptar ese aire de intimidad». Le horrorizaba aquel tipo de muchacho, peinado hacia atrás con fijador, y con modales confianzudos. Apareció Hermione Roddice, con un hermoso vestido blanco, de encaje, y arrastrando a su espalda una enorme capa de seda, manchada con grandes flores bordadas, y manteniendo en equilibrio sobre su cabeza un inmenso sombrero aplanado. Presentaba un aspecto impresionante, pasmoso, casi macabro, tan alta, con el borde de su gran capa de color crema, vívidamente manchada, arrastrando por el suelo a su espalda, con el espeso cabello caído sobre la frente casi tapándole los ojos; con su cara rara, alargada y pálida, y las manchas de color flotando alrededor de su cuerpo. Gudrun oyó que unas muchachas, a su espalda, decían, refiriéndose a Hermione: —¡Qué rara es! Y Gudrun de buena gana hubiera asesinado a las chicas. Hermione se acercó con aire de gran amabilidad, dirigiendo una lenta mirada a los padres de Gudrun, y canturreó: —¿Cómo estáis? Fue un momento duro, exasperante para Gudrun. Hermione se encontraba tan fuertemente encastillada en su superioridad social, que era capaz de acercarse para conocer a la gente, impulsada por pura y simple curiosidad, igual que si fueran objetos de una exposición. Gudrun también era capaz de hacerlo. Pero le molestaba que alguien se hallara en la posición precisa para hacérselo a ella. Hermione, con aire importante, y haciendo a los Brangwen objeto de una gran distinción, los llevó al lugar en que se encontraba Laura Crich, recibiendo a los invitados. Hermione entonó: —Te presento a la señora Brangwen. Y Laura, que iba con un rígido vestido de hilo bordado estrechó la mano de la señora Brangwen y dijo que se alegraba mucho de volverla a ver. Entonces se acercó Gerald, vestido de blanco, salvo el blazer negro y castaño, muy apuesto. También fue presentado a los padres de las chicas Brangwen, e inmediatamente comenzó a hablar con la señora Brangwen, tratándola como si fuera una lady, y con su marido, a quien trató como si no fuera un gentleman. El comportamiento de Gerald era terriblemente inequívoco. Estrechaba la mano aquel día con la izquierda, ya que se había lesionado la derecha, que llevaba vendada en el bolsillo de la chaqueta. Gudrun se alegró mucho de que nadie, entre los que formaban su grupo, preguntara a Gerald qué le había ocurrido en la mano derecha. La embarcación a vapor se acercaba con mucho jadeo, la música alborotando, la gente gritando excitada a bordo. Gerald fue a dirigir el desembarco de los pasajeros. Birkin se ocupó de ir en busca de té para la señora Brangwen; el marido de ésta se había unido a un grupo de maestros de la escuela primaria. Hermione se había sentado junto a la señora Brangwen, y las chicas fueron al embarcadero para ver la llegada de la embarcación de recreo. La embarcación lanzaba alegres pitidos, las mecánicas ruedas con canaletes, quietas, guardaban silencio. Fueron lanzadas las amarras a la orilla, y la embarcación tocó tierra con sordo sonido de choque. Inmediatamente, los pasajeros se apretujaron para bajar cuanto antes. En seco tono de mando, Gerald gritó: —¡Esperen! Sí, tenían que esperar a que la embarcación estuviera firmemente amarrada, a que hubieran puesto la pequeña pasarela. Cumplido lo anterior, los pasajeros desembarcaron hablando a gritos, como si acabaran de llegar de América. Las muchachas gritaban: —¡Ha sido estupendo! ¡Delicioso! Los camareros bajaron de la embarcación y se dirigieron a toda prisa a la caseta, llevando cestos. El patrón se quedó en el puente. Al ver que todos habían desembarcado sanos y salvos, Gerald se dirigió a Gudrun y Úrsula: —¿Os gustaría embarcar en la próxima salida y tomar el té a bordo? Fríamente, Gudrun repuso: —No, gracias. —¿No te gusta el agua? —¿El agua? Sí, me gusta mucho. Gerald la miró con expresión escrutadora: —En ese caso, ¿será que no te gusta ir en una de esas embarcaciones? Gudrun tardó en contestar, y, cuando lo hizo, habló muy despacio: —Tampoco es eso. No. Tenía la cara encendida, parecía estar enojada por algo. Úrsula explicó: —Un peu trop de monde. Gerald soltó una corta carcajada: —¿Qué? Trop de monde! Sí, sí, va bastante gente. Gudrun se volvió hacia él con vivacidad, y gritó: —¿Has ido alguna vez de Westminster Bridge a Richmond en uno de esos vapores del Támesis? Gerald repuso: —No, no he hecho ese viaje. —Bueno, pues es una de las experiencias más infames que he vivido. Gudrun siguió hablando deprisa, excitada, coloradas las mejillas: —Pues no había sitio donde sentarse, nada de nada, en absoluto, y un individuo, encaramado, cantaba «El agua de los abismos nos balancea», y no dejó de cantar ni un instante. Era ciego, y cantaba acompañándose con un órgano, uno de esos órganos portátiles, y esperaba que le diéramos dinero. Ya puedes imaginar lo que fue el viajecito. A cubierta llegaba constantemente el olor a los guisos que se preparaban abajo, las vaharadas de aceite caliente de las máquinas. El viaje duró horas y horas, y durante millas, literalmente millas, unos muchachos horrendos nos siguieron por la orilla, chapoteando en el repelente barro del Támesis, y se metían en el agua hasta la cintura, con los pantalones puestos al revés, la parte delantera atrás, y así se metían hasta las caderas en el horroroso barro del Támesis, con la cara siempre vuelta hacia nosotros, chillando, chillando exactamente igual que animales de carroña: «¡Aquí estamos, señor! ¡Aquí estamos, señor!». Igual, exactamente igual, que devoradores de carroña, absolutamente repulsivos. Y los paterfamilias que iban a bordo se reían cuando los muchachos se hundían en aquel horroroso cieno, y de vez en cuando les arrojaban medio penique. Y era increíble ver la avidez de la expresión de aquellos muchachos y cómo se tiraban de cabeza a aquella basura cuando les arrojaban medio penique. Verdaderamente, ningún buitre, ningún chacal podría siquiera soñar con llegar a la bajeza de aquellos muchachos. Y jamás, nunca más volveré a subir a bordo de una embarcación de recreo. Gerald no dejó de mirar a Gudrun ni un instante mientras habló, y en su cara había cierta expresión emocional. Y no era lo que Gudrun había dicho lo que emocionaba a Gerald, sino la propia Gudrun. Le producía una emoción menuda, como un leve picor. Gerald dijo: —Naturalmente, en todo organismo civilizado forzosamente hay unos cuantos gusanos. Úrsula protestó: —¿Qué? ¡Yo no tengo gusanos! Gudrun observó: —¡No, no es eso! Es la naturaleza del espectáculo. Paterfamilias riendo y pensando que todo es muy divertido, y arrojando medios peniques, y materfamilias, con las regordetas rodillas separadas, y comiendo, siempre comiendo sin parar. Úrsula habló: —Sí. Los muchachos, en sí mismos, no son los gusanos. Los gusanos son toda la gente, el organismo político en su integridad, como dirías tú. Gerald rio y apaciguó: —Bueno, no os preocupéis. Nadie os obligará a subir a esa embarcación. Esta reprimenda hizo sonrojar rápidamente a Gudrun. Durante unos instantes guardaron silencio. Gerald, como un centinela, vigilaba a la gente que iba subiendo a bordo. Era un hombre apuesto, muy dueño de sí mismo, pero aquel aire de militar vigilancia resultaba un tanto irritante. Gerald preguntó: —¿Tomaréis el té aquí o preferís acercaros a la casa, donde hemos puesto el entoldado sobre el césped? Úrsula, que siempre se precipitaba, preguntó: —¿No podemos coger una barca de remos y escaparnos? Sonriendo, Gerald preguntó: —¿Escaparos? Gudrun, sonrojándose ante la franca rudeza de Úrsula, dijo: —Es que aquí no conocemos a nadie. Somos totalmente extrañas. Tranquilo, Gerald observó: —Bueno, pues en menos de un minuto os puedo presentar a bastante gente si queréis. Gudrun le miró, para averiguar si había dicho esas palabras con mala intención. Luego le dirigió una sonrisa y dijo: —Bueno, sabes perfectamente lo que queremos decir. Oye, ¿no podemos ir allí y explorar aquella orilla? Gudrun había indicado una arboleda, en un promontorio en el lado del prado, cerca de la orilla, hacia la mitad de la longitud del lago. Añadió: —Parece un sitio absolutamente delicioso. Incluso nos podremos bañar. ¡Qué hermoso es ese paraje con esta luz! Realmente, parece un lugar del Nilo, al menos tal como imaginamos el Nilo. El gracioso entusiasmo que Gudrun mostró por aquel distante lugar hizo sonreír a Gerald. Con ironía, preguntó: —¿Estás segura de que se encuentra lo bastante alejado? Pero, inmediatamente, añadió: —Pues sí, podríais ir allá, si encontramos una barca libre. Parece que ahora están todas ocupadas. Gerald paseó la vista por el lago, y contó las barcas. Con acento ensoñador, Úrsula exclamó: —¡Qué delicioso sería! Gerald preguntó: —¿Y no vais a tomar el té? Gudrun contestó: —Bueno, podemos tomar una taza, rápidamente, y luego irnos allá. Gerald, sonriendo, miró a una y otra. Parecía un poco ofendido, pero dispuesto a complacerlas. Preguntó: —¿Sabéis manejar realmente bien una barca? Fríamente, Gudrun repuso: —Sí, muy bien. Úrsula gritó: —Las dos remamos fantásticamente. —¿De veras? Tengo una canoa ligera, que no he sacado por temor a que alguien se ahogara. ¿Os sentiréis seguras en esa lancha? Gudrun repuso: —Totalmente. Úrsula gritó, dirigiéndose a Gerald: —¡Eres un ángel! —Pues os ruego que penséis en mí y no tengáis un accidente. Yo he asumido la responsabilidad de cuanto ocurra en el lago. Gudrun le prometió: —Puedes estar tranquilo. Úrsula dijo: —Además, las dos nadamos muy bien. —Bueno, pues en ese caso diré que os preparen un cesto con el té, y podréis merendar solitas. ¿Es eso lo que queréis? Volviendo a sonrojarse, Gudrun gritó: —¡Qué maravilla! ¡Te has portado maravillosamente! ¡De veras! La sutil manera en que Gudrun le miró y transmitió su gratitud al cuerpo de Gerald, tuvo la virtud de estremecer la sangre en las venas de éste. Chispeándole los ojos, Gerald dijo: —¿Dónde está Birkin? A ver si me ayuda a sacar la canoa… En tono discreto, como si quisiera evitar la intimidad que sus palabras conllevaban, Gudrun preguntó: —¿Y tu mano? Está herida, ¿verdad? Era la primera vez que se hacía mención de la mano herida. La curiosa manera en que Gudrun se refirió a la lesión, sin preguntar directamente por ella, dio lugar a que Gerald sintiera de nuevo una sensación de caricia en las venas. Sacó la mano del bolsillo. La llevaba vendada. La miró y volvió a metérsela en el bolsillo. Gudrun se estremeció al ver la zarpa vendada. Gerald dijo: —Bueno, puedo arreglármelas con una sola mano. La canoa es ligera como una pluma. ¡Ahí está Rupert! ¡Rupert! Birkin abandonó el cumplimiento de sus deberes sociales y se acercó a ellos. Úrsula, que llevaba media hora muerta de curiosidad, preguntó a Gerald: —¿Qué te ha pasado en la mano? —¿La mano? Me la pilló una máquina. Úrsula exclamó: —¡Uf…! ¿Y te dolió mucho? —Sí. Al principio sí. Ahora está mucho mejor. La máquina me aplastó los dedos. Como si sintiera el dolor, Úrsula exclamó: —¡Oh! Odio a la gente que se hace daño. Sí, porque tengo la impresión de sentir su dolor. Úrsula sacudió su mano. Birkin preguntó a Gerald: —¿Qué quieres? Poco después, los dos hombres sacaban la esbelta embarcación de color castaño y la ponían a flote. Gerald preguntó: —¿Seguro que no vais a correr peligro? Gudrun repuso: —Seguro. Si tuviera la más leve duda, sería indecente que subiera a la canoa. En Arundel tenía una canoa, y puedes tener la seguridad de que no voy a correr el más leve peligro. Después de decir estas palabras, y de haber dado la suya, igual que si fuera un hombre, Gudrun, junto con Úrsula, subió a bordo de la frágil embarcación, y las dos la apartaron suavemente de la orilla. Los dos hombres las miraban. Gudrun remaba. Sabía que los dos hombres la estaban observando, y eso dio cierta lentitud y torpeza a sus movimientos. Los colores llameaban en su cara como una bandera. Mientras la canoa se deslizaba en el agua, alejándose, Gudrun gritó: —Muchas gracias. Es muy agradable, igual que ir sentada sobre una hoja flotante. La imagen hizo reír a Gerald. Desde lejos, la voz de Gudrun era aguda y extraña. Gerald la observó fijamente, mientras se alejaba remando. Había algo infantil en Gudrun, algo parecido al comportamiento confiado y respetuoso de un niño. Gerald no dejaba de mirarla mientras remaba. Y para Gudrun constituía una verdadera delicia interpretar de mentirijillas el papel de ser una mujer infantil y pegadiza para aquel hombre que estaba allí, de pie, en la orilla, tan apuesto y tan eficiente, con sus ropas blancas, y que era, además, el hombre más importante entre cuantos trataba en la actualidad. Gudrun no prestó la más leve atención al vacilante, borroso e indistinto Birkin, al lado del otro. En aquel momento una sola figura ocupaba su atención. La canoa, ligera y rumorosa, se deslizaba en el agua. Pasaron por al lado del grupo de bañistas que se encontraban en el lugar en que se alzaban las casetas rayadas entre los sauces, en el borde del prado, y avanzaron paralelamente a la orilla desierta, dejando atrás los prados inclinados, del color del oro a la luz de la tarde ya avanzada. Otras barcas se deslizaban junto a la orilla boscosa, que se encontraba frente a aquella junto a la que las muchachas navegaban, y a sus oídos llegaba el sonido de risas y voces. Pero Gudrun seguía remando hacia la arboleda, en perfecto equilibrio, a lo lejos, envuelta en la luz dorada. Las hermanas encontraron un lugar acogedor, donde un arroyuelo desembocaba en el lago, con vegetación de juncos, hierba entre la que crecían rosáceas flores, y un margen cubierto de guijarros a un lado. Allí se acercaron delicadamente a la orilla, con su frágil embarcación, se quitaron zapatos y medias, y, chapoteando, llegaron a la orilla cubierta por la hierba. El agua del lago, formando leves ondas, estaba cálida y clara. Levantaron la canoa, la transportaron a la orilla y miraron satisfechas alrededor. Se encontraban solas, en la olvidada desembocadura de un arroyuelo, y, allí, en el promontorio, se alzaba la arboleda. Úrsula dijo: —Nos bañaremos sólo un instante y luego tomaremos el té. Miraron alrededor. Nadie podía verlas, nadie podía llegar de improviso. En menos de un minuto, Úrsula se había despojado de sus ropas, se había deslizado desnuda en el agua, y estaba nadando lago adentro. Poco después, Gudrun la seguía. Nadaron en silencio, en estado de beatitud durante unos minutos, trazando círculos ante la desembocadura del arroyo. Luego volvieron a la orilla, y, corriendo como ninfas, se metieron en la arboleda. Trotando ágilmente por entre los troncos de los árboles, totalmente desnudas, con el viento agitando su melena, Úrsula dijo: —¡Qué bonito es ser libre! Las hayas de la arboleda, grandes y espléndidas, formaban una estructura del color gris del acero con sus troncos y sus ramas, con verdes brotes horizontales aquí y allá, en tanto que, al norte, el espacio abierto y distante parecía relumbrar y se veía como se hubiera visto por una ventana. Cuando, a fuerza de correr y bailar, las dos hermanas se hubieron secado, se vistieron rápidamente, y se sentaron para beber el fragante té. Se instalaron en la parte norte de la arboleda, con la amarilla luz del sol iluminando la falda cubierta de hierba de la colina, solas en aquel mundo silvestre y pequeño, un mundo que les parecía sólo para ellas. El té estaba caliente y era aromático, y en el cesto también había deliciosos canapés de coco y caviar, y pastelillos rezumantes de vino dulce. Con deleite, mirando a su hermana, Úrsula preguntó: —¿Eres feliz, pequeña? Gravemente, con la vista fija en el sol poniente, Gudrun repuso: —Úrsula, soy perfectamente feliz. —Yo también. Cuando estaban juntas, en las circunstancias que les gustaban, las dos hermanas se sentían en plenitud, en un mundo exclusivamente suyo. Y ése era uno de aquellos momentos perfectos, momentos de libertad y dicha, como sólo los niños conocen, en que todo parece una deliciosa y perfecta aventura. Cuando hubieron terminado el té, las dos hermanas se quedaron quietas, sentadas, en silencio, serenas. Entonces, Úrsula, que tenía una voz fuerte y bonita, comenzó a cantar para sí misma, en voz baja, «Annchen von Tharau». Gudrun la escuchaba, sentada a la sombra de los árboles, y sentía nacer angustia en su corazón. Úrsula causaba una fuerte impresión de paz y de suficiencia, allí sentada, cantando suave e inconscientemente su canción, parecía fuerte y segura, en el centro de su propio universo. Y Gudrun se sentía fuera de aquel universo. Siempre experimentaba aquella dolorosa y desolada sensación, la sensación de ser ajena a la vida, de ser una espectadora, en tanto que Úrsula participaba, y eso hacía sufrir a Gudrun la conciencia de su propia denegación, y la inducía siempre a exigir a su hermana que se diera cuenta de su existencia, que mantuviera una relación con ella. En tono curiosamente bajo, sin apenas mover los labios, Gudrun dijo: —¿Te molesta que haga un poco de Dalcroze, siguiendo esta canción? Mortificada por tener que repetir lo dicho, Gudrun replicó: —¿Cantarás mientras yo hago Dalcroze? Úrsula meditó unos instantes, centrando su desperdigada atención. Desorientada, preguntó: —¿Mientras tú haces…? Sufriendo las torturas de la inhibición, incluso ante su propia hermana, Gudrun dijo: —Mientras hago movimientos Dalcroze. Con súbita comprensión sorprendida, infantil, Úrsula gritó: —¡Ah! ¡Rítmica Dalcroze! No entendía el nombre. ¡Claro que sí! Me gustará mucho verte. ¿Qué quieres que cante? —Cualquier cosa que te guste. Ya cogeré el ritmo. Pero a Úrsula no se le ocurría canción alguna por mucho que se esforzara en ello. Sin embargo, de repente, con voz burlona y conteniendo la risa, comenzó a cantar: —«Mi amor es dama de alta alcurnia…». Gudrun, como si una invisible cadena entorpeciera el movimiento de sus manos y de sus pies, comenzó a bailar lentamente, según las normas de la euritmia, con movimientos de aleteo y latido en sus pies, efectuando con las manos y los brazos ademanes lentos y regulares, ya abriendo los brazos de par en par, ya alzándolos por encima de la cabeza, separándolos suavemente, alzando la cara, mientras sus pies no dejaban de golpear el suelo y de avanzar al ritmo de la canción, como si ésta fuera una extraña fórmula de encantamiento, de manera que la blanca y arrebatada forma de Gudrun se deslizaba de acá para allá, en rara e impulsiva rapsodia, como alzada por una brisa mágica, estremeciéndose en ágiles y breves carreras. Úrsula estaba sentada en la hierba, abierta la boca en la emisión del canto, rientes los ojos, como si pensara que la escena fuera una divertida broma, pero destellos amarillos aparecían en sus ojos cuando percibía parte de las inconscientes sugestiones rituales en el complejo estremecimiento, ondulación y deslizamiento de la blanca forma de su hermana, forma presa en un ritmo puro, sin pensamiento, arrebatado, en tanto que su voluntad se había endurecido bajo cierta especie de hipnótica influencia. «Mi amor es dama de alta alcurnia… Mi amor… es morena pero no es negra…», seguía cantando Úrsula riente, cantando la canción satírica, mientras Gudrun bailaba más y más deprisa, más y más entregada, golpeando con las plantas de los pies el suelo como si quisiera liberarse de una atadura, lanzando violentamente las manos hacia aquí y hacia allá, y volviendo a golpear el suelo, corriendo con la cara alzada, ofrecido y bello el cuello, entornados los ojos, ciega. El sol, amarillo, estaba ya bajo y se iba hundiendo más y más, y en el cielo flotaba una luna delgada y sin fuerza. Estaba Úrsula totalmente absorta en su canción cuando Gudrun dejó de bailar bruscamente, y dijo con leve ironía: —¡Úrsula! Ésta abrió los ojos, saliendo así de su trance: —¿Sí? Gudrun, quieta, con una burlona sonrisa, señalaba hacia un lado. Úrsula, asustada, se puso en pie de un salto, y exclamó: —¡Oh…! Con acento sarcástico, Gudrun observó: —No te preocupes, son excelentes personas. A la izquierda había un pequeño grupo de reses Highland, de vivos colores, suavemente vellosas a la luz del atardecer, alzándose divergentes sus cuernos contra el cielo, que levantaban inquisitivamente las jetas, para enterarse de qué era lo que allí pasaba. Los ojos les brillaban por entre el pelo enmarañado, y las sombras cubrían sus desnudos hocicos. Con miedo, Úrsula preguntó: —¿No serán peligrosos? Gudrun, quien, por lo general, temía al ganado, movió negativamente la cabeza, en movimiento extraño, casi dubitativo, casi sarcástico, con una leve sonrisa en los labios. En voz alta, estridente, parecida al grito de la gaviota, dijo: —¿Verdad que tienen encanto? Úrsula, alterada, repuso: —Sí, mucho. Supongo que no nos harán nada, ¿verdad? Una vez más, Gudrun dirigió una enigmática mirada a su hermana y meneó la cabeza. Como si también quisiera convencerse a sí misma, pero como si, al mismo tiempo, hubiera depositado su confianza en un secreto poder del que estuviera dotada y que debiera poner a prueba, dijo: —Estoy segura de que no nos harán nada. En su voz alta, estridente, añadió: —Siéntate y vuelve a cantar. Con acentos patéticos, Úrsula dijo: —Me dan miedo. Y siguió mirando el grupo de ganado robusto y bajo, aquellas reses de inmóviles coyunturas, que la miraban con ojos tenebrosos y perversos, por entre la maraña de su pelo. A pesar de todo, Úrsula volvió a sentarse en la hierba, tal como antes estaba. La aguda voz de Gudrun dijo: —No ofrecen el menor peligro. Canta algo. Lo único que tienes que hacer es cantar. Evidentemente, Gudrun había quedado presa en una extraña pasión por bailar ante aquellas reses recias y hermosas. Úrsula comenzó a cantar con voz temblorosa y falsa: —«En el corazón de Tennessee…». La voz de Úrsula sólo expresaba ansiedad. Sin embargo, Gudrun, con los brazos abiertos y la cara alzada, avanzó en extraña danza palpitante hacia el ganado, alzando su cuerpo hacia las reses, como en un trance, mientras sus pies golpeaban el suelo en un latir, cual dominados por un frenesí de inconsciente sensación, y sus brazos, sus muñecas, sus manos avanzaban, jadeaban, caían, se alzaban y caían, con sus pechos alzados y estremecidos hacia el ganado, ofrecida la garganta en voluptuoso éxtasis hacia las reses, mientras deslizándose se acercaba imperceptiblemente a ellas, extraña figura blanca, arrebatada en su propio trance, como una marea de extrañas fluctuaciones hacia el ganado, las reses que esperaban y que agachaban la cabeza en leve y brusca contracción, apartándose de Gudrun, contemplándola constantemente, como si estuvieran hipnotizadas, divergentes sus desnudas astas a la clara luz, mientras la blanca figura de la mujer fluía hacia ellas, en la lenta e hipnótica convulsión de la danza. Úrsula sentía la presencia de las reses allí, inmediata, ante ella, y le parecía que el eléctrico latido de los pechos de las reses se transmitiera a sus manos. Pronto tocaría las reses, las tocaría físicamente. Un terrible estremecimiento de temor y placer recorrió el cuerpo de Gudrun. Y Úrsula, en todo momento fascinada, siguió cantando la canción aguda, leve, irrelevante, que penetraba en el pálido atardecer como un encantamiento. Gudrun oía la pesada respiración del ganado con irremediables miedo y fascinación. Valerosos y amables animales eran aquellos selváticos bueyes escoceses, selváticos y de suave pelo. De repente, uno de ellos soltó un bufido, bajó la cabeza y retrocedió. Una voz alta y brusca sonó al otro lado de la arboleda: —¡Ju… Ju-juy…! El grupo de reses se desintegró y volvió a reunirse de manera absolutamente espontánea, y todas ellas emprendieron corriendo la subida de la falda de la colina, y en su carrera la capa de pelo parecía ondularse como una llama. Gudrun se quedó quieta, en pie sobre la hierba, y Úrsula se levantó. Allí estaban Gerald y Birkin, que habían llegado a buscarlas, y Gerald había gritado para ahuyentar al ganado. Gerald gritó en tono perplejo y ofendido: —¿Se puede saber qué hacéis aquí? Con voz estridente y airada, Gudrun preguntó: —¿Y se puede saber por qué habéis venido? Automáticamente, Gerald repitió: —¿Se puede saber qué hacéis? Úrsula, riendo, con voz insegura, repuso: —Euritmia. Gudrun, con aire reservado, miraba tenebrosa y resentida a los recién llegados, y quedó callada, en suspenso unos instantes. Luego echó a andar, colina arriba, siguiendo el mismo camino que el ganado, que se había reunido en un grupo prieto, pequeño, hechizado, un poco más arriba. Gerald gritó, dirigiéndose a Gudrun: —¿Adónde vas? Y, acto seguido, la siguió colina arriba. El sol se había puesto, detrás de la colina, y las sombras se pegaban a la tierra. En lo alto, una luz viajera impregnaba el cielo. Birkin, en pie ante Úrsula, mirándola con móvil sonrisa sarcástica, dijo: —Mala canción para bailar. Y, al instante siguiente, Birkin cantaba en voz baja para sí, y bailaba una grotesca danza ante Úrsula, moviendo laciamente extremidades y tronco, con pálidos reflejos en el rostro, unos reflejos constantes, mientras con los pies golpeaba rápida y burlonamente la tierra, en un veloz tabaleo, y su cuerpo colgaba lacio y estremecido entre la cara y los pies, como una sombra. Úrsula, con tono de risa dominando sobre el de temor, dijo: —Me parece que todos nos hemos vuelto locos. Birkin repuso: —Lástima que no estemos más locos todavía. Siguió con su incesante danza estremecida. De repente, Birkin se inclinó hacia Úrsula y le besó levemente las puntas de los dedos, acercando luego su cara a la de la muchacha, y mirándola a los ojos, con una pálida sonrisa. Úrsula dio un paso atrás, como si hubiera sido objeto de una afrenta. Irónicamente, quedando de repente en absoluta inmovilidad, y adoptando de nuevo su aire de reserva, Birkin dijo: —¿Ofendida? Pensaba que te gustaba todo lo que fuera fantasía. Confusa, desorientada, casi afrentada, Úrsula repuso: —No de esta clase. Sin embargo, en su fuero interno, Úrsula se sentía fascinada por la visión del cuerpo lacio y vibrante de Birkin, perfectamente abandonado a la soltura de su balanceo, y también por la pálida y sarcástica cara que tenía allí, ante ella, en lo alto. Sin embargo, Úrsula se envaró automáticamente, en una reacción de alejamiento, y censuró la actitud de Birkin. Casi le parecía una obscenidad en un hombre por lo general tan serio. Burlón, Birkin preguntó: —¿Y por qué no de esta clase? E inmediatamente reanudó aquella danza increíblemente rápida, relajadamente ondulante, mientras miraba malévolo a Úrsula. Y, moviéndose, en la rápida danza casi siempre sobre el mismo palmo cuadrado, se acercó un poco a Úrsula, y adelantó bruscamente la cara, en la que había destellos increíblemente burlones, satíricos, y de nuevo la hubiera besado si Úrsula no se hubiera echado atrás. Asustada, Úrsula gritó: —¡No! ¡No hagas eso! Con ironía, Birkin comentó: —Cordelia al fin. Úrsula se envaró como si estas palabras fueran un insulto. Le constaba que Birkin se las había dicho con intención de insultarla, y eso la dejó desorientada. Gritando, la muchacha contestó: —¿Y tú, por qué andas siempre hablando como si llevaras el corazón en la boca, llenándotela de esa forma tan horrorosa? Birkin replicó, complacido con su ocurrencia: —Para poder escupirlo más fácilmente. Gerald Crich, afilada y reluciente la cara por la firmeza de su decisión, siguió a largas zancadas a Gudrun. Las reses se habían reunido, juntos los hocicos, en lo alto de la ladera, para contemplar la escena que se desarrollaba más abajo, en la que dos hombres vestidos de blanco se cernían alrededor de las blancas formas de las dos mujeres, y las reses se fijaban principalmente en Gudrun, que avanzaba despacio hacia ellas. Gudrun se detuvo un instante, volvió la cabeza atrás y miró a Gerald, y luego miró a las reses. Después, en brusca decisión, levantó los brazos y echó a correr directamente hacia los bueyes de larga cuerna, en estremecidas e irregulares carreras, deteniéndose un segundo para mirar a las reses, alzando después las manos para volver a correr hacia ellas, destellante su figura, hasta que los bueyes dejaron de patear el suelo, cedieron, resoplando de terror, alzaron la cabeza del suelo, e iniciaron la huida, penetrando al galope en el atardecer, haciéndose sus cuerpos diminutos a lo lejos, sin dejar de correr. Gudrun se quedó mirando al ganado, con expresión desafiante, de máscara, en el rostro. Gerald llegó junto a ella y le preguntó: —¿Por qué has querido asustarlos? Gudrun hizo caso omiso de la presencia de Gerald, limitándose a volver la cara en dirección opuesta. Gerald insistió: —No sé si sabes que es peligroso lo que has hecho. Son feroces cuando se revuelven. En voz alta y burlona, Gudrun preguntó: —¿Cuando se revuelven hacia dónde? ¿Cuando se revuelven para huir quizá? —No. Cuando se revuelven contra ti. Riéndose de Gerald, Gudrun preguntó: —¿Cuando se revuelven contra mí? Gerald no aprehendió el significado de estas palabras. Dijo: —De todos modos, hace pocos días mataron a cornadas a la vaca de un granjero de estos contornos. —¿Y a mí qué me importa? Gerald replicó: —¡Pues a mí, sí! A fin de cuentas, ese ganado es mío. —¿Que es tuyo dices? ¡No te lo has tragado entero todavía! Gudrun alargó la mano y añadió: —Anda, dame uno de esos bueyes. Indicando el lado opuesto de la colina, Gerald repuso: —Ya sabes dónde están. Puedes quedarte con un buey y, si quieres, te lo mandaré a tu casa. Gudrun le miró con expresión inescrutable. Le preguntó: —¿Imaginas que me das miedo? ¿Que tú y tu ganado me dais miedo? Los ojos de Gerald se contrajeron peligrosamente. En su cara apareció una leve sonrisa dominante. Dijo: —¿Y por qué he de pensar eso? Gudrun le contemplaba fijamente, con sus ojos tenebrosos, dilatados, primarios. Se inclinó hacia delante, levantó el brazo, e imprimiéndole un movimiento giratorio, propinó un leve bofetón en la cara de Gerald, con el dorso de la mano. Burlona dijo: —Por esto. Y Gudrun sintió en su alma un insuperable deseo de ejercer una violencia profunda en la persona de Gerald. Cerró los ojos al temor y al desencanto que llenaban su mente consciente. Deseaba hacer su voluntad, y no estaba dispuesta a dejarse dominar por el temor. El leve revés en la cara hizo retroceder a Gerald. Se puso mortalmente pálido, y una llama peligrosa entenebreció sus ojos. Durante unos segundos, quedó sin habla, la sangre ahogaba sus pulmones, la gran bocanada de indomables emociones le dilató el corazón hasta el punto que parecía fuera a reventar, que el muro de contención de un pantano rebosante de negras emociones se hubiera desmoronado y que éstas lo hubieran arrastrado. Por fin, arrancando las palabras de sus pulmones, en voz tan suave y tan baja que a Gudrun le parecía fruto de un sueño en su fuero interno, y no emitida en el aire exterior, Gerald dijo: —Tú has sido la que ha dado el primer golpe. Involuntariamente, con firme seguridad, Gudrun repuso: —Y propinaré el último. Gerald guardó silencio. No contradijo a Gudrun. Ésta se quedó quieta, con aire negligente, con la mirada apartada de Gerald, fija en un punto lejano. Automáticamente, en el límite de su conciencia, se formuló una pregunta: «¿Por qué te comportas de esa manera intolerable y ridícula?» Pero Gudrun estaba enojada, y casi alejó totalmente de sí aquella pregunta. No pudo alejarla del todo, por lo que se sintió un tanto inhibida. Gerald, muy pálido, la miraba fijamente. En sus ojos brillaban destellos penetrantes, absortos y luminosos. Gudrun se volvió bruscamente hacia él, y en tono casi insinuante le dijo: —Tú eres quien me induce a portarme de esta manera, ¿comprendes? —¿Yo? ¿Y qué hago para que así sea? Pero Gudrun le dio la espalda y emprendió el camino de regreso al lago. Abajo, en el agua, iban apareciendo las luces de las linternas, como pálidos fantasmas de cálida llama flotando en la palidez de la primera media luz. La oscuridad se extendía sobre la tierra como laca, en lo alto estaba el cielo pálido, todo rosáceo, y el lago en una zona parecía pálido como la leche. A lo lejos, en el embarcadero, menudas puntas de rayos de colores penetraban el ocaso. Estaban encendiendo las luces de la embarcación de recreo. Por doquier, los árboles difundían sus sombras. Gerald, como una extraña presencia, con sus ropas de verano, descendía por la ladera cubierta de hierba, abierta, siguiendo el mismo camino de Gudrun. Y ésta se había detenido para esperarle. Cuando Gerald llegó, Gudrun alargó la mano, le tocó, y dijo suavemente: —No te enfades conmigo. Una llamarada envolvió a Gerald, que quedó en estado de inconsciencia. Sin embargo, pudo aún tartamudear: —No estoy enfadado contigo. Estoy enamorado de ti. Gerald había perdido el tino e hizo un esfuerzo para conseguir un mínimo dominio mecánico de sí mismo, para no hundirse definitivamente. Gudrun rio con risa argentina, un poco burlona, pero que, al mismo tiempo, constituía una intolerable caricia. Gudrun dijo: —Bueno, es una manera de decirlo. La terrible carga obnubilante en su mente, la horrorosa obnubilación, la pérdida de todo el dominio de sí mismo era demasiado para Gerald. Cogió el brazo de Gudrun, con la mano que no estaba lesionada, y lo oprimió con fuerza. Manteniéndola quieta, en su poder, Gerald dijo: —¿Hacemos las paces? Gudrun miró aquella cara de fija mirada, aquella cara cuajada, ante ella, y se le heló la sangre. Suavemente, como si estuviera drogada, con voz como un arrullo, embrujada, repuso: —Hacemos las paces. Gerald anduvo al lado de Gudrun, como un cuerpo sin mente que avanzara a zancadas automáticas. Sin embargo, se recuperó un poco durante el trayecto. Sufría cruelmente. Había matado a su hermano, de chico, y era un ser apartado, como Caín. Úrsula y Birkin estaban sentados el uno al lado del otro, ante las barcas, hablando y riendo. Birkin burlándose amablemente de Úrsula. Birkin olisqueó el aire y dijo: —¿No hueles a agua estancada? Tenía muy aguda sensibilidad para percibir los olores, que interpretaba y comprendía sin dificultad. Úrsula repuso: —Es agradable. —Todo lo contrario. Es alarmante. Riendo, Úrsula preguntó: —¿Y por qué es alarmante? —Hierve, hierve y hierve, es un río de tinieblas que cría lirios y serpientes e ignis fatuus, y que siempre fluye hacia delante. Esto es lo que jamás tenemos en cuenta: que fluye hacia delante. —¿Qué es lo que fluye hacia delante? —El otro río, el río negro. Siempre pensamos en el plateado río de la vida que infunde luz al mundo entero, y que sigue adelante hacia los cielos, desembocando en un luminoso mar eterno, refugio de multitudes de ángulos. Pero el otro es nuestra verdadera realidad… —¿Cuál? Yo no veo otro. —Pues, a pesar de eso, es tu realidad. Es ese negro río de disolución. Fluye exactamente igual que el otro, ese negro río de corrupción. Y nuestros frutos son los frutos de este río. Así son nuestra Afrodita, nacida del mar, todas nuestras blancas flores fosforescentes de sensual perfección, toda la realidad de los tiempos presentes. Úrsula preguntó: —¿Quieres decir que Afrodita es realmente letal? Birkin replicó: —Quiero decir que es el floreciente misterio del proceso de la muerte, sí. Cuando la corriente de la creación sintética se detiene, nos encontramos formando parte del proceso inverso, de la sangre de la creación destructiva. Afrodita nació en el primer espasmo de la disolución universal, luego nacieron las serpientes, los cisnes y el loto, flor de agua estancada, y nacieron Gudrun y Gerald, nacieron en el proceso de la creación destructiva. —¿Y tú y yo? —Probablemente también. Por lo menos en parte, sin la menor duda. Aun cuando no sé si fue in toto. Úrsula no estaba de acuerdo: —¿Quieres decir que somos flores de disolución, fleurs du mal? Pues yo no me siento flor del mal. Birkin guardó silencio unos instantes. Por fin, replicó: —No creo que lo seamos, totalmente. Hay individuos que son puras flores de negra corrupción, lirios. Pero también debe de haber rosas, rosas cálidas y llameantes. Como sabes, Heráclito dice: «el alma seca es mejor». Comprendo perfectamente lo que quiere decir. ¿Tú lo comprendes? —No lo sé. Pero ¿qué importa que todas las personas sean flores de disolución, en el caso de que sean flores? —Nada. No importa nada. La disolución sigue adelante, de la misma manera que la producción sigue adelante. Se trata de un proceso progresivo que termina en la nada universal, en el fin del mundo, si así lo prefieres. Pero ¿a qué se debe que el fin del mundo sea tan bueno como el principio del mundo? Un tanto irritada, Úrsula comentó: —No creo que lo sea. —Oh, sí, sí… En última instancia, sí. Significa un nuevo ciclo de la creación, después. Aunque no para nosotros. Y si es el fin, nosotros pertenecemos al fin, y somos fleurs du mal. Y si somos fleurs du mal, no somos rosas de felicidad, ¿comprendes? —Pues yo creo que lo soy. Sí, creo que soy una rosa de felicidad. Irónicamente, Birkin preguntó: —¿De confección? Ofendida, Úrsula repuso: —No. Natural. —Si somos el fin, no somos el principio. —Sí, lo somos. El principio nace del final. —Nace después del final, y no en el final. Después de nosotros, y no de nosotros. —Eres diabólico y lo sabes muy bien. Quieres destruir nuestra esperanza. Quieres que seamos letales. —No. Sólo quiero que sepamos lo que somos. Airada, Úrsula exclamó: —¡No señor! Quieres que únicamente conozcamos la muerte. Detrás, como salida de la penumbra, la voz de Gerald dijo: —Tienes toda la razón. Birkin se levantó. Gerald y Gudrun se unieron a los otros dos. Los cuatro comenzaron a fumar en aquellos momentos de silencio, Birkin encendió los cigarrillos, uno tras otro. La llama de la cerilla vaciló en la penumbra, y todos fumaron en paz junto al agua. El lago estaba oscuro, la luz agonizaba sobre sus aguas allí, entre las tierras negras. El aire de alrededor era intangible, estaba y no estaba, y se oía un irreal sonido de banjos o de instrumentos semejantes. A medida que la flotante luz dorada en lo alto fue muriendo, la luna adquirió luminosidad, y causó la impresión de sonreír en su camino ascendente. Los oscuros bosques en la orilla opuesta se fundieron con la universal oscuridad, y por entre esta universal oscuridad remota luces desperdigadas se filtraban aquí y allá. A lo lejos, en el lago, se veían fantásticos hilos de pálidas luces de colores, como cuentas de fuego descolorido, verdes, rojas y amarillas. La música llegó hasta allá, en un leve soplo, cuando la embarcación de recreo, plenamente iluminada, efectuó un giro para penetrar en la gran sombra, balanceando su silueta de luces casi vivas, emitiendo pequeñas bocanadas de música. Todos encendían luces. Aquí y allá, cerca, en el agua leve, en el extremo opuesto del lago, donde el agua reposaba lechosa bajo la última blancura del cielo, y donde no había sombra alguna, y las solitarias y frágiles llamas de las linternas flotaban sobre las barcas invisibles. Se oía el sonido de los remos, una barca pasó de la palidez a la oscuridad, bajo el bosque, y allí las linternas parecieron cobrar vida ígnea, colgantes, como dulces globos sonrosados. Y, una vez más, en las aguas del lago se reflejaron quietos, sombríos haces de luz roja alrededor de las barcas. En todas partes, aquellas luces, silenciosas y sonrosadas, hijas del fuego, se deslizaban cerca de la superficie de las aguas, que devolvían de vez en cuando reflejos apenas visibles. Birkin fue a buscar las linternas en la mayor de las dos barcas, y las cuatro figuras, como sombras blanquecinas, se congregaron para encenderlas. Úrsula sostuvo en el aire la primera linterna, Birkin bajó la luz contenida en el interior del rosado cuenco formado por las palmas de sus manos, introduciéndola en las profundidades de la linterna. Prendió la llama en la linterna, y todos se apartaron para contemplar la gran luna brillante que colgaba de la mano de Úrsula, dando un extraño resplandor a su cara. La luz de la linterna vaciló y Birkin se inclinó sobre aquel pozo de luz. Su cara quedó iluminada como la de un aparecido, inconsciente y, al mismo tiempo, demoníaca. Úrsula quedó oscurecida, velada, inclinada sobre Birkin. Suavemente, éste dijo: —Ya está. Úrsula levantó la linterna. Había una bandada de estorninos cruzando un cielo de color turquesa, sobre una tierra oscura. Úrsula dijo: —Es bonito. Gudrun, que también deseaba sostener una linterna rebosante de belleza en alto, dijo: —Adorable. Luego añadió: —Enciéndeme una linterna. Gerald estaba al lado de Gudrun, sin poderla complacer, por tener una mano lesionada. Birkin encendió la linterna que Úrsula sostenía en alto. A Gudrun le latía ansiosamente el corazón, en espera de ver la hermosura de su linterna. Era de claro amarillo verdoso, con altas flores de recto tallo que tenebrosos surgían por entre sus hojas oscuras, elevando sus cabezas en el aire amarillento del día, con mariposas cernidas alrededor, en pura luz blanca. Gudrun soltó un grito menudo, un grito de excitación, como atravesada por una punzada de deleite. —¡Qué bonita! Pero ¡qué bonita! Su alma había quedado atravesada por la belleza, se sintió transportada fuera de sí. Gerald se inclinó hacia ella, penetrando en su zona de luz, para ver la linterna. Estaba muy cerca de ella, quieto, tocándola, mirándola a la clara luz amarilla y esplendente del globo. Y Gudrun volvió la cara hacia la de Gerald, levemente esplendente a la luz de la linterna, y quedaron juntos en luminosa unión, estrechamente unidos, rodeados de luz, de una luz que excluía a los demás. Birkin apartó la vista y se dispuso a encender la segunda linterna de Úrsula. En ésta se veía el fondo del mar, de color rojizo pálido, con negros cangrejos y algas que se movían sinuosamente bajo las aguas transparentes, y esas aguas adquirían un llameante color rojo, en lo alto. Birkin dijo a Úrsula: —Ahí tienes el cielo en lo alto y las aguas bajo la tierra. Fija la vista en las manos de Birkin junto a la linterna, para despabilar la luz, Úrsula contestó: —Todo menos la tierra. En voz vibrante, un tanto estridente, que causaba la impresión de alejar a los otros de ella, Gudrun dijo: —Me muero de ganas de ver cómo es mi segunda linterna. Birkin fue allá y la encendió. Era de un bello y profundo color azul, con un suelo rojo, y un gran pulpo blanco cuyos tentáculos flotaban como suaves corrientes marinas, envolviendo el globo de la linterna. El pulpo tenía cara, y esa cara miraba muy fijamente, desde el centro de la luz; miraba con fría fijeza. Horrorizada, Gudrun gritó: —¡Es aterradora! Y Gerald, a su lado, soltó una breve y baja carcajada. Gudrun, profundamente desilusionada insistió: —Realmente, da miedo… Gerald volvió a reír y dijo: —Cámbiala por la de Úrsula, la de los cangrejos. Gudrun guardó silencio un instante. Luego dijo: —Úrsula, ¿eres capaz de quedarte con esa cosa horrenda? Úrsula contestó: —Pues el colorido me parece muy bonito. Gudrun aclaró: —También a mí. Pero ¿eres capaz de llevar esa linterna colgando en tu barca? ¿No sientes deseos de destruirla ahora mismo? —Pues no, no la destruiría ni mucho menos. —¿Verdaderamente no te molesta cambiarla por la de los cangrejos? ¿De verdad que no te molesta? Gudrun se acercó a Úrsula para intercambiar las linternas. Entregando a Gudrun la linterna con los cangrejos, y cogiendo la del pulpo, Úrsula repuso: —No, no. Pero, a pesar de eso, Úrsula no pudo evitar cierto resentimiento ante la manera en que Gudrun y Gerald habían presumido de tener cierta superioridad sobre ella, cierto derecho de precedencia. Birkin dijo: —Andando. Las pondré en las barcas. Úrsula y Birkin se dirigieron hacia la mayor de las dos barcas. Gerald, sumido en las pálidas sombras de los primeros momentos de la noche, dijo, dirigiéndose a Birkin: —Supongo que me devolverás a la otra orilla, remando tú, claro. Birkin repuso: —¿Por qué no vas con Gudrun en la canoa? Será más interesante. Hubo un breve silencio. Birkin y Úrsula estaban quietos, oscuras sus figuras, con las linternas balanceándose en el aire, junto al agua. El mundo entero parecía una falsa ilusión. Gudrun se dirigió a Gerald: —¿Te parece bien la idea? —Desde mi punto de vista es perfecta. Tú eres quien debe decidir. No olvides que tendrás que remar. Y, francamente, no veo por qué has de acarrearme. Gudrun dijo: —¿Y por qué no? Puedo acarrearte a ti lo mismo que puedo acarrear a Úrsula. Por el tono de la voz de Gudrun, Gerald advirtió que la muchacha deseaba ir en la canoa, a solas con él, y que experimentaba una sutil satisfacción ante la perspectiva. Gerald cedió, impulsado por una extraña sumisión magnética. Gudrun entregó las linternas a Gerald para que las sostuviera, mientras ella iba a montar el timón en la popa de la lancha. Gerald la siguió, y se quedó en pie junto a Gudrun, con las linternas colgando junto a sus muslos cubiertos por las perneras de los pantalones de franela, resaltando sus luces las sombras alrededor. De las sombras, sobre Gudrun, surgió la voz de Gerald, con suave acento: —Dame un beso antes de emprender la marcha. Gudrun, pasmada, interrumpió su trabajo. Llevada por genuina sorpresa, exclamó: —Pero ¿por qué? Irónicamente, Gerald repitió: —¿Por qué? Gudrun le miró fijamente unos instantes. Luego se inclinó y besó a Gerald, le besó lenta y cálidamente en los labios. Luego cogió las linternas que Gerald sostenía, mientras éste permanecía atontado, sintiendo un fuego perfecto que ardía en todas sus coyunturas. Echaron la canoa al agua, Gudrun ocupó su lugar, y Gerald empujó. Solícita, Gudrun le preguntó: —¿No te lastimarás la mano al empujar? Puedo hacerlo yo perfectamente. En voz baja y suave que acarició a Gudrun con inexpresable belleza, Gerald dijo: —No, no hay peligro. Gudrun contemplaba a Gerald, sentado cerca de ella, muy cerca de ella, en la popa de la canoa, con las piernas hacia ella, y los pies tocando los suyos. Y remó suave y lentamente, ansiando que Gerald le dijera algo importante. Pero Gerald guardaba silencio. En voz suave, solícita, Gudrun le preguntó: —Te gusta esto, ¿verdad? Gerald soltó una breve carcajada, y en la misma voz baja e inconsciente, como si hablara otro ser en su interior, dijo: —Media un espacio entre nosotros. Y Gudrun tuvo mágica conciencia de que los dos se encontraban separados, equilibrándose sus cuerpos en la canoa. La invadió una oleada de aguda comprensión y placer. Con voz acariciadora, alegre, dijo: —Pero yo estoy muy cerca. —Aunque lejana. Una vez más Gudrun guardó silencio complacida, antes de contestar con voz sonora y emocionada: —Pero no podemos movernos mientras estemos navegando, creo yo. Gudrun acariciaba a Gerald de una forma sutil y extraña, y le tenía totalmente a su merced. En doce barcas, o quizá más, que navegaban en el lago, se balanceaban las linternas sobre el agua, que las reflejaba con calidad de fuego. A lo lejos, el pequeño vapor emitía su sonido de trompetas y de jadeo, y el de las ruedas con los canaletes que producían un leve sonido de chapoteo, y arrastraba sus hileras de luces de colores, iluminando de vez en cuando el escenario, en su integridad, con los vivos colores de una erupción de fuegos artificiales, cohetes que estallaban en el aire, de los que se desprendían multitudes de estrellas, cohetes de efectismo sencillo, que proyectaban su luz sobre la superficie del agua, revelando la presencia de las barcas que se deslizaban lentas, abajo. Luego la amable oscuridad lo envolvía todo de nuevo, las linternas y las menudas luces formando líneas brillaban suavemente, y se oían el sonido sordo de los remos y las ondulaciones de la música. Gudrun remaba de manera casi imperceptible. Al frente, no muy lejos, Gerald veía los globos de profundo azul y de color rosa de las linternas de Úrsula balanceándose suavemente, rozándose, mientras Birkin remaba, de modo que, en la estela de la barca, se perseguían evanescentes reflejos iridiscentes. También tenía conciencia del delicado colorido de las luces de su barca, proyectando suavidad a su espalda. Gudrun dejó quieto el remo y miró alrededor. La canoa se levantaba, impulsada por las más leves ondulaciones de la superficie del agua. Las blancas rodillas de Gerald estaban muy cerca de ella. En tono suave, casi reverente, Gudrun dijo: —Es muy hermoso. Miró a Gerald, mientras éste se inclinaba hacia atrás, contra el pálido cristal de la luz de las linternas. Gudrun podía ver su cara, pese a que era sólo pura sombra. Era como una penumbra. Y en el pecho de Gudrun ardía la pasión, penetrante, por Gerald, hermoso en su viril quietud y misterio. Gerald era como un puro efluvio de virilidad, como un aroma surgido de su silueta suave y firmemente moldeada, como una profunda perfección en su presencia, que la tocaba causándole la sensación del éxtasis, una emoción de pura embriaguez. Le gustaba mirar a Gerald. Por el momento, Gudrun no deseaba tocar a Gerald, no deseaba conocer mayormente la satisfactoria sustancia de su cuerpo vivo. Gerald era puramente intangible, pese a estar muy cerca de ella. Las manos de Gudrun reposaban como dormidas en el remo, sólo quería contemplar a Gerald, cual si fuera una sombra de cristal, y sentir su esencial presencia. Vagamente, Gerald dijo: —Sí, es hermoso. Gerald escuchaba los leves sonidos cercanos, la caída de las gotas de agua que se desprendían de los remos, el leve golpeteo de las linternas a su espalda, al entrechocar de vez en cuando, el rumor de la ancha falda de Gudrun, y un sonido ajeno, en tierra. Su mente casi estaba sumergida, casi había sido objeto de una transfusión, ajeno, por primera vez en su vida, a las cosas que le rodeaban. Sí, debido a que siempre había centrado agudamente, intensa y constantemente, la atención en sí mismo. Ahora la había liberado e, imperceptiblemente, se había fundido en una unidad con la realidad global. Era como un sueño puro y perfecto, el primer gran sueño de su vida. Siempre había sido precavido, tenaz. Pero allí estaba el sueño y la paz, el perfecto descanso. En tono dulcemente melancólico, Gudrun preguntó: —¿Llevo la canoa al embarcadero? —A cualquier sitio. Déjala que vaya a donde quiera. En la voz baja y átona de la más pura intimidad, Gudrun dijo: —Avísame si hay peligro de que topemos con alguien. —Con prestar atención a las luces basta. Y de esta manera, la canoa anduvo a la deriva, casi inmóvil, en silencio. Gerald deseaba aquel silencio, puro y entero. Pero Gudrun estaba inquieta, quería oír palabras, quería que Gerald le infundiera seguridad. Ansiosa de comunicación, preguntó: —¿No habrá alguien que te eche de menos ahí? Como un eco, Gerald dijo: —¿Que me eche de menos? ¡No! ¿Por qué? —Bueno, es que he pensado que quizá haya alguien que te esté buscando. —¿Y por qué han de buscarme? Pero apenas hubo pronunciado estas palabras, Gerald se acordó de los buenos modales, y con voz diferente dijo: —Quizá quieras regresar… —No, no quiero regresar. Te aseguro que no. —¿Estás bien aquí? ¿Seguro? —Seguro. Y volvieron a permanecer quietos, en silencio. La embarcación de recreo emitía su sonido de fanfarria, soltaba bocinazos, y en ella alguien cantaba. Entonces, como si la noche se quebrara bruscamente, se oyó un gran grito, una algarabía, un sonido de chapoteo, y el horrible ruido de las ruedas con canaletes al frenar la marcha, chirriando violentamente, en el momento en que fueron impulsadas en sentido inverso. Gerald se irguió, y Gudrun le miró atemorizada. Con voz irritada, con desesperación, escrutando la oscuridad, Gerald dijo: —Alguien ha caído al agua. ¿Puedes remar hacia allá? Aterrada y nerviosa, Gudrun preguntó: —¿Hacia dónde? ¿Hacia el vaporcito? —Sí. Con nerviosa aprensión Gudrun previno: —Corrige el rumbo si me equivoco. —Sigue recto. La canoa comenzó a avanzar rápidamente. Los gritos y los ruidos seguían sonando. Era un sonido horroroso, en la oscuridad, sobre la superficie del agua. Con lenta, indignada ironía, Gudrun dijo: —Esto tenía que ocurrir necesariamente. Pero Gerald apenas prestó atención a sus palabras, y Gudrun volvió la cabeza atrás para orientarse. Hermosas burbujas de luces balanceándose salpicaban el agua en la semioscuridad. El vapor de recreo no parecía estar lejos. Sus luces se balanceaban en la primera oscuridad de la noche. Gudrun remaba con todas sus fuerzas. Pero ahora que remar se había convertido en asunto grave, lo hacía con indecisión y torpeza, y le resultaba difícil manejar con rapidez el remo. Miró la cara de Gerald, que fijaba la mirada en la oscuridad, muy tenso y alerta, aisladamente centrado en sí mismo, dispuesto a actuar como un instrumento. Gudrun sintió que se le hundía el corazón y creyó morir. Dijo para sí: «Desde luego, nadie se ahogará. No, nadie morirá ahogado. Sería un hecho excesivamente raro y sensacional». Pero la cara tensa e impersonal de Gerald había dejado helado su corazón. Causaba la impresión de que Gerald perteneciera de una forma natural al mundo del terror y de las catástrofes, parecía que hubiera recuperado su verdadera forma de ser. Se oyó una voz infantil, el chillido alto y penetrante de una niña: —¡Di… Di… Di… Di…! ¡Oh, Di…! ¡Oh, Di…! Gudrun sintió que se le helaba la sangre. Gerald murmuró: —Es Diana. Alguna de las suyas tenía que hacer esa cría insensata. Y volvió a fijar la vista en el remo. A su juicio, la canoa no avanzaba con la suficiente velocidad. Esa tensión nerviosa casi impedía remar a Gudrun. Siguió remando con todas sus fuerzas. Las voces seguían hablando a gritos, lanzando llamadas o contestaciones: —¿Dónde? ¿Dónde? —Ahí, es éste. —¿Cuál? —No. ¡Nooo! ¡Maldita sea! ¡Ahí! Las barcas acudían lo más rápido que podían al lugar del accidente, procedentes de los más diversos puntos del lago, las linternas de colores se balanceaban junto a la superficie, y sus reflejos las seguían alzándose y descendiendo, con premura diversa. Volvieron a sonar los toques de sirena del vaporcito, sin que hubiera, al parecer, razón alguna. La canoa de Gudrun avanzaba deprisa, y las linternas se balanceaban a la espalda de Gerald. Una vez más se oyó la voz de la niña, chillando con notas de llanto e impaciencia: —¡Di! ¡Oh, Di! ¡Oh, Di! ¡Di! Era un sonido terrible en el aire oscuro de la noche. Gerald murmuró: —¡En cama tendrías que estar, Winnie! Inclinado, Gerald se deshacía el nudo de los cordones de los zapatos. Y luego se los quitó empujándolos con uno y otro pie. Arrojó el sombrero de fieltro al fondo de la barca. En voz baja, horrorizada, Gudrun le advirtió: —¡No puedes tirarte al agua con la mano lesionada! —¿Qué? No, no le pasará nada a la mano. En bruscos movimientos, Gerald se había quitado la chaqueta, dejándola caer entre sus pies. Con la cabeza descubierta, todo él vestido de blanco, se sentó. Sus manos se dirigieron a la hebilla del cinturón. Se estaban acercando al vapor, cuya alta forma se cernía sobre ellos, mientras sus innumerables luces lanzaban hermosos dardos, y sinuosas y veloces lenguas de luz de feo rojo, verde y amarillo, contra las lustrosas aguas negras, bajo la sombra de la embarcación. Desesperada, la voz de la niña gimió: —¡Sacadla! ¡Di! ¡Sacadla! ¡Oh, papá! ¡Papá! Alguien estaba en el agua con un salvavidas. Dos barcas se acercaron al lugar, sus linternas se balanceaban ineficaces, y las barcas trazaban círculos. —¡Ahí! ¡Rockley, ahí! Se oyó la voz aterrada del patrón del vapor: —Señor Gerald, la señorita Diana ha caído al agua. La voz seca de Gerald repuso: —¿Se ha arrojado alguien al agua, para salvarla? —El joven doctor Brindell, señor. —¿Dónde están? —No lo sé. Todos los buscamos, pero no los hemos encontrado por el momento. Se produjo un silencio terrible. Gerald preguntó: —¿En qué punto ha caído? El patrón contestó dubitativo: —Me parece que ahí, donde está la barca con las luces rojas y verdes. En voz baja, Gerald dijo a Gudrun: —Rema hacia allí. Angustiada, la voz de la niña gritaba: —¡Sácala, Gerald! ¡Sácala! Gerald no hizo caso de esa exhortación. Se puso en pie en la canoa y dijo: —Inclínate hacia ese lado, no sea que vaya a volcar. En el instante siguiente, Gerald se había arrojado limpiamente, suave y pesado, al agua. Gudrun sintió el violento balanceo de la canoa, el agua se agitó reflejando estremecidas luces que aparecían y desaparecían, y Gudrun se dio cuenta de la débil luz de la luna, y de que Gerald había dejado de estar con ella. La desaparición era posible. Una terrible sensación de tragedia privó a Gudrun de toda capacidad de pensamiento y sentimientos. Sabía que Gerald se había ido del mundo, y, ahora, sólo quedaba el mundo, el mismo mundo, y una ausencia, la ausencia de Gerald. La noche parecía grande y hueca. Las linternas se balanceaban aquí y allá, y la gente, en el vapor y en las barcas, hablaba en voz baja. A los oídos de Gudrun llegó la voz gimiente de Winifred: —¡Encuéntrala, Gerald, encuéntrala! Y oyó otra voz, de alguien que intentaba consolar a la niña. Gudrun remaba sin rumbo, yendo de un lado a otro. La terrible, uniforme, fría e ilimitada superficie del agua le infundía un terror indecible. ¿Cabía la posibilidad de que Gerald jamás regresara? Gudrun pensó que también ella debía arrojarse al agua para conocer aquel horror. Se sobresaltó al oír que alguien decía: —Ahí está. Y vio el movimiento de Gerald nadando, como una rata. Sin querer, Gudrun remó hacia él. Pero Gerald estaba cerca de otra barca, una barca mayor. Gudrun siguió remando hacia él. Forzosamente tenía que estar muy cerca de él. Le vio. Parecía una foca. Parecía una foca en el momento en que se agarraba a la borda de la barca. El cabello rubio, mojado, se le pegaba al cráneo redondo, su cara brillaba suavemente. Gudrun oyó su jadeo. Gerald subió a la barca. Y, oh, la belleza de sus lomos ceñidos, blancos y levemente luminosos, en el momento en que pasó sobre la borda, dio a Gudrun deseos de morir. La belleza de los imprecisos y luminosos lomos de Gerald, al subir a la barca, sus glúteos redondeados y suaves… eso fue demasiado para Gudrun, fue una visión excesivamente decisiva. Gudrun lo sabía. Era algo inevitable. La terrible fatalidad del destino, y aquella belleza… Para Gudrun, Gerald no era un hombre, era como una encarnación, era una gran fase de la vida. Vio que Gerald se pasaba las manos por la cara, para quitarse el agua de ella, y que luego se miraba la mano vendada. Y Gudrun supo que todo era inútil, que jamás podría ella ir más allá de Gerald, que éste era la última aproximación de la vida a ella. Oyó la voz de Gerald, brusca y mecánica, perteneciente al mundo de los hombres: —Apaga las luces. Así veremos mejor. Gudrun apenas podía creer que el mundo de los hombres existiera. Gudrun se inclinó, y, soplando, apagó las linternas. Tuvo dificultades en hacerlo. Todas las luces se apagaron, salvo los coloridos puntos de luz en los flancos del vapor. El grisáceo azul de las primeras horas de la noche se extendía uniformemente sobre las aguas, la luna estaba en lo alto, y aquí y allá se veían las sombras de las barcas. Una vez más se oyó el sonido de un choque contra el agua, y en ella desapareció Gerald. Gudrun estaba quieta, sentada, sintiendo debilidad en el corazón, atemorizada por la gran superficie lisa del agua, pesada, letal. Estaba sola, con el liso y sin vida campo del agua extendiéndose debajo de ella. No se trataba de un aislamiento bueno, sino de una terrible y fría separación, de un estado de suspensión. Gudrun se encontraba suspensa sobre la superficie de una insidiosa realidad, y así estaría hasta el momento en que desapareciera en el fondo de aquella realidad. Luego el sonido de las voces le dijo que Gerald había salido de nuevo del agua y había subido a la barca. Deseaba entrar en comunicación con Gerald. Con ansia suma reclamaba Gudrun aquella comunicación con Gerald, a través del invisible espacio del agua. Pero un aislamiento insoportable rodeaba su corazón, y no había nada que pudiera atravesar aquel aislamiento. Oyó la voz decisoria, la voz como un instrumento, pletórica del sonido del mundo: —Que se vaya el vapor. De nada sirve aquí. Buscad cabos para el dragado. Las ruedas de canaletes del vapor comenzaron a golpear el agua. Se oyó la voz enloquecida de Winifred: —¡Gerald! ¡Gerald! Gerald no contestó. Lentamente, el vapor trazó un patético círculo, un círculo torpe, y luego se dirigió despacio hacia la orilla, sumiéndose en la oscuridad. El sonido de los canaletes fue muriendo. Gudrun se balanceaba a bordo de su ligera embarcación, y, automáticamente, hundía el remo en el agua para guardar el equilibrio. Oyó la voz de Úrsula: —¿Gudrun? —¡Úrsula! Las barcas de las dos hermanas se juntaron. Gudrun preguntó: —¿Dónde está Gerald? Apesadumbrada, Úrsula repuso: —Ha vuelto a tirarse al agua. No hubiera debido, con la mano lesionada, y habiendo pasado lo que ha pasado. Birkin dijo: —Esta vez, cuando salga, le llevaré a su casa. La estela del vapor imprimía un balanceo a las barcas, Gudrun y Úrsula escrutaban el agua en busca de Gerald. Úrsula, que era la de más aguda vista de las dos, gritó: —¡Ahí está! En esta ocasión, poco tiempo había buceado. Birkin remó hacia Gerald, y Gudrun hizo lo mismo detrás de la barca de Birkin. Gerald nadó despacio, y se agarró a la borda de la barca con la mano lesionada. La mano resbaló, y Gerald volvió a hundirse. Secamente, Úrsula gritó: —¿Por qué no le ayudas a salir? Gerald reapareció, y Birkin se inclinó sobre la borda para ayudarle a subir a la barca. Gudrun contempló una vez más cómo Gerald salía del agua. Esta vez lo hizo despacio, pesadamente, con los ciegos movimientos de un torpe animal anfibio. De nuevo la luz de la luna brilló débilmente sobre la blanca y mojada figura, sobre la espalda inclinada sobre los lomos redondeados. Pero la figura parecía derrotada, aquel cuerpo estaba derrotado, subió a la barca, y se derrumbó con lenta torpeza. Jadeaba roncamente, como un animal atormentado por el dolor. Quedó sentado en la barca, relajado e inmóvil, con la cabeza rotunda y ciega, como la de una foca, inhumano y carente de conocimiento su aspecto. Gudrun temblaba mientras, mecánicamente, seguía la barca en que se encontraba Gerald. Birkin, sin hablar, remaba hacia el embarcadero. De repente, como si acabara de despertar, Gerald preguntó: —¿Adónde vas? Birkin contestó: —A casa. En tono de mando, Gerald precisó: —¡No! No podemos ir a casa mientras se encuentren en el agua. Da la vuelta. Voy a seguir buscándolos. Las dos mujeres se asustaron. La voz de Gerald era voz de mando, peligrosa, casi enloquecida, sin ofrecer posibilidad de oposición. Pero Birkin repuso: —No. No puedes. Había en la voz de Birkin una fluida y extraña fuerza de imposición. En aquella batalla entre dos voluntades opuestas, Gerald guardó silencio. Parecía dispuesto a matar a Birkin. Pero éste siguió remando rítmicamente, sin variar el rumbo, inhumanamente implacable. Con odio, Gerald dijo: —¿Por qué te metes en lo que no te importa? Birkin no contestó. Siguió remando hacia la orilla. Y Gerald guardó silencio, mudo como una bestia bruta, jadeando, castañeteándole los dientes, inertes los brazos, y con la cabeza como la cabeza de una foca. Llegaron al embarcadero. Y allí, Gerald, mojado y con aspecto de desnudez, subió los pocos peldaños. Allí estaba su padre, en pie, en la noche. Gerald dijo: —¡Papá! —Sí, hijo… Anda, vete a casa y quítate la ropa mojada. Gerald dijo: —No podremos salvarlos, padre. —Todavía hay esperanzas, hijo mío. —Mucho me temo que no. No hay modo de saber dónde se encuentran. No podremos encontrarlos. Y hay corrientes terriblemente frías. El padre dijo: —Vaciaremos el lago. Con voz neutra, añadió: —Vete a casa, descansa. Rupert, ve con Gerald y encárgate de que le atiendan. —En fin, padre, lo siento, lo siento infinitamente. Temo que la culpa haya sido mía. Pero no podemos hacer nada. Hasta ahora, he hecho lo que he podido. Desde luego podía seguir buceando, aunque por poco tiempo, y, además, inútilmente… Gerald, descalzo, se alejó caminando sobre las maderas del embarcadero. Y luego pisó un objeto cortante. Birkin dijo: —Vas descalzo. Desde abajo, Gudrun, que estaba amarrando la canoa, gritó: —¡Aquí están los zapatos! Gerald esperó a que le llevaran los zapatos. Fue Gudrun quien se los entregó. Y Gerald se calzó un pie. Dijo: —Cuando uno muere, todo termina. Entonces ¿para qué volver a vivir? Ahí, en esas aguas, hay espacio para millares de muertos. En un murmullo, Gudrun dijo: —Basta con dos. Gerald metió el otro pie en el zapato. Violentos estremecimientos sacudían su cuerpo, y, al hablar, le temblaba la mandíbula. —Quizá sea verdad. Pero es curioso ver cuán grande es el espacio que hay ahí, en el fondo; es todo un universo. Frío como el infierno, y allí te sientes impotente, igual que si te hubieran cortado la cabeza. Tan violentos eran sus estremecimientos, que apenas podía hablar. Prosiguió: —No sé si lo sabes, pero en nuestra familia ocurre algo raro. Cuando algo se tuerce, no hay manera de enderezarlo. No, en nuestra familia no hay manera. Lo he visto durante toda mi vida. No hay modo de enderezar lo que se ha torcido. Seguían por el camino hacia la casa. —Y, cuando se está ahí, abajo, con ese frío, todo es tan grande, tan ilimitado, tan diferente de lo que parece desde la superficie, tan interminable, que uno se pregunta cómo es posible que haya tanta gente viva, uno se pregunta por qué razón estamos aquí arriba. ¿Te vas? Espero volver a verte pronto. Buenas noches y muchas gracias. Realmente, muchas gracias. Las dos muchachas esperaron en la orilla unos instantes, para ver si aún quedaban esperanzas. La luna resplandecía clara en lo alto, con esplendor casi impertinente, las barquitas oscuras estaban apiñadas en el agua, se oían voces y gritos apagados. Pero todo era inútil. Gudrun regresó a su casa cuando Birkin reapareció. Le habían encomendado que abriera la compuerta que daba salida a las aguas del lago, compuerta que se encontraba en uno de los extremos del lago, cerca de la carretera, de manera que las aguas del lago pudieran quedar al servicio de las minas, en caso necesario. Birkin dijo a Úrsula: —Ven conmigo. Cuando haya terminado, te acompañaré a tu casa. Birkin fue a la casita del guardián del lago y cogió la llave de la compuerta. Por una puertecilla, junto a la carretera, entraron en el lugar en que la compuerta se hallaba, donde una alberca de piedra recibía las aguas sobrantes del lago. Una escalera, también de piedra, llevaba al fondo de la alberca. En lo alto de esos peldaños estaba el cierre de la compuerta. La noche era perfecta, gris plateada, y sólo el sonido de voces inquietas, desperdigadas, turbaba el silencio. El gris resplandor de la luna caía sobre el agua, las oscuras barcas se movían produciendo un leve rumor de remos. Pero la mente de Úrsula había dejado de tener sensibilidad, todo carecía de importancia, todo era irreal. Birkin insertó la llave de hierro de la compuerta, y empezó a darle vueltas con una llave inglesa. Los pernos comenzaron a levantarse lentamente. Birkin daba vueltas y vueltas a la llave, como un esclavo, y su blanca figura adquiría concreción. Úrsula apartó la vista de él. No podía soportar verle ocupado en dar pesadamente vueltas a la llave, inclinándose y enderezándose mecánica, laboriosamente, como un esclavo. De repente, sobresaltando a Úrsula, se oyó el recio ruido del agua al saltar por el oscuro hoyo, poblado de árboles, situado más allá de la carretera. El ruido adquirió más y más profundidad, convirtiéndose en un alto rugido, y después en el pesado y sordo trueno de una gran masa de agua cayendo reciamente, sin cesar. Este formidable y constante sonido de trueno producido por el agua llenó la noche entera, todo quedó dominado por ese trueno, ahogado y perdido. Úrsula tuvo la impresión de que su vida peligraba si no luchaba por conservarla. Se tapó los oídos con las manos y fijó la vista en la luna alta e impasible. Dirigiéndose a Birkin, gritó: —¿Podemos irnos ya? Birkin, en uno de los peldaños, miraba el agua para ver si su nivel descendía. Parecía fascinado por el agua. Miró a Úrsula y efectuó un movimiento afirmativo con la cabeza. Las oscuras barquitas se habían acercado a la orilla. En el linde de la carretera se había congregado una multitud de curiosos, para ver lo que pudiera verse. Birkin y Úrsula fueron a la casita del guardián para devolver la llave. Luego se alejaron del lago. Úrsula quería alejarse deprisa. No podía soportar el terrible y aplastante trueno producido por el agua liberada. Con voz aguda, para que Birkin la oyera, gritó: —¿Crees que han muerto? —Sí. —¡Es terrible! Birkin no prestó atención a esas palabras. Ascendían por la falda de la colina, alejándose más y más del ruido. Úrsula preguntó a Birkin: —¿Te ha afectado mucho? —No me preocupan los muertos, una vez que están muertos, claro está. Lo malo es que se pegan a los vivos y no los sueltan. Úrsula meditó unos instantes esas palabras. Luego dijo: —Sí. El hecho de la muerte, en sí mismo, no parece tener gran importancia, ¿verdad? —No. ¿Qué importa que Diana Crich esté viva o muerta? Escandalizada, Úrsula protestó: —¿Que no importa dices? —No. ¿Por qué ha de importar? Es mejor que haya muerto, así es más real. En la muerte será positiva. En vida era un ser angustiado y negativo. Úrsula murmuró: —Eres terrible. —No, no. Prefiero que Diana Crich haya muerto. No sé por qué, pero su vida constituía un error total. En cuanto al muchacho, pobre diablo, ha recorrido deprisa su camino en vez de recorrerlo despacio. No hay nada que objetar a la muerte. No hay nada mejor que la muerte. En tono de reto, Úrsula indicó: —Y a pesar de eso, no quieres morir. Birkin guardó silencio unos instantes. Con voz diferente, en un cambio que atemorizó a Úrsula, Birkin repuso: —Me gustaría haber aceptado ya la muerte. Me gustaría haber aceptado el proceso de la muerte. Nerviosa, Úrsula le preguntó: —¿Y no lo has aceptado? Caminaron un trecho en silencio bajo las copas de los árboles. Luego, despacio, como si tuviese miedo, Birkin dijo: —Hay una vida que pertenece a la muerte, y hay una vida que no es muerte. Uno está cansado de la vida que pertenece a la muerte, de nuestra clase de vida. Pero sólo Dios sabe si esta vida está acabada. Quiero un amor que sea como un sueño, como dormir, como nacer de nuevo, vulnerable como un niño en el instante de llegar al mundo. Úrsula escuchaba, en parte atenta y en parte ocupada en evitar la aprehensión de lo que Birkin decía. Cuando Úrsula tenía la impresión de comprender en líneas generales lo que Birkin decía, inmediatamente se alejaba de esa comprensión. Quería oír lo que decía Birkin, pero no deseaba quedar envuelta en ello. Era remisa a ceder en aquel punto en que Birkin quería que cediera, por cuanto le parecía que iba a ceder su mismísima identidad. Con tristeza, Úrsula preguntó: —¿Y por qué el amor ha de ser como dormir? —No lo sé. Para que sea como la muerte quizá. Realmente, quiero dejar esta vida. Y, sin embargo, el amor es más que la vida. Uno nace de nuevo y nace igual que un niño desnudo salido del claustro materno, desaparecidas las viejas ofensas, el cuerpo caduco, y con un aire nuevo alrededor, un aire que jamás uno ha respirado. Úrsula escuchaba e interpretaba las palabras de Birkin. Pero sabía tan bien como él que las palabras en sí mismas carecen de significado, que no eran más que algo parecido a una gesticulación, una exhibición tonta, igual que otra cualquiera. Y Úrsula tenía la impresión de sentir las gesticulaciones de Birkin en su propia sangre, lo que la inducía a inhibirse, a pesar de que su deseo la impulsaba hacia Birkin. Con voz grave, preguntó: —Pero ¿no dijiste que querías algo que no era amor, algo más allá del amor? Birkin se volvió hacia ella confuso. Siempre había confusión en el modo de hablar de Birkin. Pero se sentía obligado a hablar. Cualquiera que sea la dirección en que uno se mueva, si uno ha de avanzar, siempre se ve obligado a abrirse camino. Y conocer, expresar, era lo mismo que abrirse camino a través de los muros de una prisión, igual que el niño al nacer se abre camino entre los muros del útero materno. Actualmente, no puede haber un movimiento nuevo sin abrirse paso a través del cuerpo caduco, deliberadamente, con pleno conocimiento, en la lucha por salir. Birkin dijo: —No quiero amor. No deseo conocerte, Úrsula. Quiero salir de mí mismo y quiero que te pierdas a ti misma, para que nos encontremos, siendo diferentes. Uno no debería hablar cuando está cansado y es desdichado. No, porque entonces se porta como Hamlet, y lo que se dice parece mentira. Únicamente debes creerme cuando me comporto con un poco de orgullo y ligereza. Me odio a mí mismo cuando estoy serio. —¿Y por qué no puedes estar serio? Birkin pensó un momento, y, pesaroso, respondió. —No lo sé. Siguieron caminando en silencio, sin saber que decir. Birkin se sentía extraviado en un mundo vago. De repente, poniendo la mano sobre el brazo de Birkin, en un impulso amoroso, Úrsula comentó: —¡Qué extraño es que siempre hablemos de esta manera! Creo que de algún modo nos amamos. —Oh, sí, claro… Demasiado. Úrsula rio casi alegremente. Burlona, dijo: —Siempre tienes que salirte con la tuya. Eres incapaz de aceptar lo que se te da, tal como se te da. El humor de Birkin cambió. Se rio suavemente, dio un cuarto de vuelta, y tomó a Úrsula en sus brazos en medio del camino. En voz baja, afirmó: —Sí. Y besó la cara de Úrsula, le besó la frente, suavemente, con tan delicada dicha, que ella quedó muy sorprendida, incapaz de corresponderle. Eran besos suaves y ciegos, perfectos en su quietud. Sin embargo, Úrsula los rehuía. Eran besos como extrañas mariposas nocturnas, muy suaves y silenciosas, que se posaban en ella, surgidas de la oscuridad de su propia alma. Estaba inquieta. Se apartó y dijo: —¿No se acercará alguien? Los dos miraron la oscura carretera y echaron a andar de nuevo, camino de Beldover. De repente, para demostrar a Birkin que no era una superficial pudibunda, Úrsula lo abrazó, oprimiéndolo prietamente contra su cuerpo, y cubrió su rostro de besos apasionados, duros, feroces. Y, a pesar de lo distante de su manera de ser, Birkin sintió que la antigua sangre latía en su cuerpo. Birkin musitó para sí: «No, eso no, eso no», al sentir que aquel primero y perfecto estado de ánimo de suavidad y de amor durmiente se desvanecía y se alejaba al impulso de la torrencial pasión que recorría sus miembros y le llegaba a la cara, mientras Úrsula oprimía su cuerpo. Y no tardó en llegar el instante en que Birkin no era más que una perfecta y dura llama de pasión de deseo de Úrsula. Sin embargo, en el pequeño núcleo central de la llama anidaba la incesante angustia de búsqueda de algo diferente. Y esto último también desapareció. Birkin sólo deseaba a Úrsula, con un deseo extremo que parecía inevitable como la muerte, incuestionable. Entonces, satisfecho y destrozado, logrado y destruido, Birkin dejó a Úrsula, para dirigirse a su casa, y anduvo con rumbo incierto en la oscuridad, sumergido en el antiguo fuego de la pasión ardiente. A lo lejos, muy lejos, en aquella oscuridad, parecía oírse un leve lamento. Pero ¿qué importaba? No importaba, nada importaba, salvo aquella suma y triunfal experiencia de pasión física, que se había alzado de nuevo en llamas, como un soplo de vida nueva. «Me estaba convirtiendo en un muerto-vivo, en un saco de palabras únicamente», se dijo Birkin triunfal, mofándose de sí mismo. Sin embargo, a lo lejos, pequeño, el otro Birkin acechaba. Cuando regresó, se estaba procediendo al dragado del lago. Se quedó en la orilla y oyó la voz de Gerald. El sonido de trueno del agua al saltar seguía oyéndose en la noche. La luna brillaba, blanca. Y las colinas, más allá, tenían aspecto irreal. El nivel del agua del lago estaba descendiendo. El olor crudo de las márgenes del lago impregnaba el aire nocturno. En lo alto, en Shortlands, había luz en todas las ventanas, como si nadie se hubiera acostado. En el embarcadero se encontraba el viejo médico, padre del joven doctor desaparecido. Esperaba en silencio. Birkin también guardaba silencio y observaba. En una barca llegó Gerald, que dijo: —¿Todavía aquí, Rupert? No damos con ellos. El fondo del lago forma pendiente y llega a ser muy profundo. El agua está aprisionada entre dos márgenes muy empinadas, formando ramificaciones que son pequeños valles, y no hay manera de saber adónde las corrientes pueden llevarle a uno. Si se tratara de un fondo liso, sería más fácil. Queda uno desorientado y es muy difícil hacer bien el dragado. Birkin dijo: —¿Es imprescindible que estés aquí a estas horas? ¿No valdría más que te acostaras? —¿Acostarme? ¡Dios mío! ¿Crees que podría dormir? Los encontraremos, y no me iré hasta que los hayamos encontrado. —Pero los encontrarán exactamente igual sin tu presencia. ¿Por qué insistes en quedarte? Gerald miró fijamente a Birkin. Con ademán afectuoso, puso la mano sobre su hombro y precisó: —No te preocupes por mí, Rupert. Si debemos preocuparnos por la salud de alguien, ese alguien eres tú. ¿Cómo te encuentras? —Muy bien. Pero tú estás gastando energías inútilmente. Gerald guardó silencio unos instantes. Luego preguntó: —¿Que gasto energías? ¿Y qué otra cosa se puede hacer con ellas? —En fin, da igual, pero deja ya ese trabajo. Te estás imponiendo vivir unos momentos horrorosos, y, al mismo tiempo, te pones una rueda de molino al cuello, una rueda de molino formada por unos recuerdos terribles. Anda, vete a casa. Gerald repitió: —¡Una rueda de molino de recuerdos terribles! Una vez más, Gerald puso afectuosamente la mano en el hombro de Birkin: —Rupert, realmente tienes el don de decir las cosas de forma impresionante. De verdad. Birkin se sintió súbitamente desalentado. Le irritaba tener el don de decir las cosas de manera impresionante. Tal como se habla a un ebrio, Birkin propuso: —¿No quieres irte? Ven a mi casa… Cariñosamente, con el brazo sobre los hombros de Birkin, Gerald contestó: —No. Muchas gracias, Rupert. Si te parece bien, mañana iré con mucho gusto a tu casa. Lo comprendes, ¿verdad? Quiero ver este trabajo terminado. Mañana iré a tu casa. La verdad es que lo mejor que puedo hacer mañana es ir a verte y charlar contigo. Sí. Eres muy importante para mí, Rupert, mucho más de lo que tú imaginas. Irritado, Birkin dijo: —¿Qué quieres decir con que más de lo que yo imagino? Tenía aguda conciencia de la mano de Gerald sobre su hombro. Y le desagradaba aquella situación de desacuerdo con Gerald. Sólo quería que Gerald se hurtara a aquel estado de fea desdicha. Cariñoso, el otro repuso: —Te lo explicaré otro día. —Ven conmigo. Ahora mismo. Te lo pido seriamente. Hubo una pausa intensa y real. Birkin se preguntaba a qué se debía que su corazón latiera con tanta fuerza. Los dedos de Gerald se engarfiaron con fuerza, comunicativos, en el hombro de Birkin, mientras aquél decía: —No. Quiero ver terminado este trabajo, Rupert. Muchas gracias, y conste que sé la intención con que me lo dices. Somos amigos, buenos amigos, Rupert, tú y yo. —Quizá, pero tengo la absoluta seguridad de que estás haciendo una tontería al quedarte en el barro, aquí. Después de decir estas palabras, Birkin se fue. Hasta el alba no encontraron los cadáveres. Diana estaba prietamente abrazada al cuello del joven médico, de modo que lo había ahogado. Gerald dijo: —Diana lo mató. La luna descendió por el cielo y, al fin, se puso. Las aguas del lago ocupaban la cuarta parte de la superficie anterior. Las márgenes de arcilla eran horribles, crudas, y despedían hedor a cruda podredumbre acuática. Por la colina oriental iba surgiendo la luz del amanecer. El agua seguía produciendo sonido de trueno al saltar por la compuerta. Mientras los pájaros lanzaban agudos gritos saludando a la primera luz del día, y las colinas detrás del desolado lago se alzaban radiantes con nuevas neblinas, una lenta y desordenada procesión ascendía hacia Shortlands. Transportaban los cadáveres en camilla, Gerald iba al lado, los dos padres, ambos con barba gris, iban detrás, en silencio. Dentro de la casa, la familia esperaba. Alguien tenía que adelantarse para comunicar la noticia a la madre, en su gabinete. El médico, en secreto, hizo estériles esfuerzos para reanimar a su hijo, hasta que, agotado, tuvo que renunciar. Aquella mañana dominical, en los contornos de la finca reinó una excitación acallada, en susurros. Los mineros y sus familias reaccionaron como si aquella catástrofe les hubiera ocurrido a ellos personalmente, hasta el punto que, en realidad, se mostraron más afectados que si alguno de ellos hubiera muerto en accidente. ¡Gran tragedia, la ocurrida en Shortlands, la principal casa del distrito! ¡Una de las jóvenes señoritas, empeñada en bailar en la cubierta del vaporcito, jovencita caprichosa sin duda, se había ahogado, en plena fiesta, juntamente con el joven doctor! Durante la mañana del domingo, en todas partes, los mineros fueron de un lado para otro comentando la tragedia. En todas las comidas dominicales parecía que hubiera una extraña presencia. Parecía que el ángel de la muerte estuviera muy cerca y se sentía en el aire algo sobrenatural. Los hombres tenían expresión excitada y sobresaltada, y las mujeres adoptaron aire solemne. Algunas lloraron. Los niños gozaron con aquella excitación, al principio. Había una intensidad casi mágica en el aire. ¿Gozaron todos? ¿Gozaron todos con esa emoción? Gudrun tuvo locas ideas de ir corriendo a consolar a Gerald. No hizo más que pensar, en busca de la perfecta frase de consuelo. Estaba impresionada y atemorizada, pero prescindió de ello y pensó en la manera en que debía comportarse ante Gerald, en la interpretación del papel que le correspondía. Ésa fue su verdadera emoción: la manera en que debía interpretar su papel. Úrsula estaba profunda y apasionadamente enamorada de Birkin, y no era capaz de nada. Reaccionó con perfecta insensibilidad ante todas las conversaciones centradas en el accidente, pero su expresión de lejanía parecía indicar que estaba preocupada. No hizo más que aislarse, siempre que podía, para quedarse sola, sentada, deseando volver a ver a Birkin. Quería que Birkin fuera a su casa. Y no se contentaba con menos. Birkin tenía que visitarla inmediatamente. Le esperó. Se quedó en casa todo el día, esperando que Birkin llamara a la puerta. Dirigía automáticamente constantes miradas a la puerta. Quizá Birkin estuviera al llegar.