A medida que el día avanzaba, Úrsula tenía la impresión de que la sangre abandonaba su cuerpo y que en la nueva vaciedad se formaba una densa desesperación. Se desangraba de pasión e iba a morir desangrada. Nada quedaba. Sentada, se sentía suspendida en un estado de total nulidad, más insoportable que la propia muerte. Con la perfecta lucidez de los sufrimientos de la agonía, Úrsula se decía: «A no ser que ocurra algo, moriré. He llegado al término de mi vida». Se sentía aplastada y borrada por una oscuridad que era la antesala de la muerte. Se daba cuenta de que, durante toda su vida, no había hecho más que acercarse más y más al borde de aquel abismo sin más allá, y, desde aquel punto, tenía que saltar, igual que Safo, a lo ignoto. La conciencia de la inminencia de la muerte era como una droga. De una forma oscura, sin pensar en absoluto. Úrsula sabía que estaba cerca de la muerte. Había viajado durante toda su vida siguiendo el rumbo de los logros, y el viaje casi había concluido. Sabía cuanto debía saber, había experimentado cuanto debía experimentar, había quedado lograda en una especie de amarga madurez, y sólo faltaba caer de la rama del árbol a la muerte. Y hay que redondear el propio desarrollo hasta el final, hay que seguir en la aventura hasta su conclusión. El próximo paso la llevaría del borde del abismo a la muerte. ¡Así era! Este conocimiento le daba cierta paz. Después de todo, cuando una estaba lograda, la mayor dicha consistía en caer en la muerte, tal como un amargo fruto maduro se desprende y cae. La muerte es una gran consumación, una experiencia de consumación. Es una consecuencia de la vida. Y eso nos consta mientras vivimos. En ese caso, ¿qué necesidad hay de pensar más? Jamás podremos ver más allá de esa consumación. Basta con saber que la muerte es una experiencia grande y concluyente. ¿Para qué preguntar qué ocurre después de la experiencia, cuando todavía no conocemos la experiencia en sí misma? Muramos, puesto que la gran experiencia es aquella que sigue a todo lo demás, la experiencia de la muerte, que es la gran crisis ante la que hemos llegado. Si esperamos, fracasamos, ya que no hacemos más que perder el tiempo ante el umbral, en un estado de indigna inquietud. Ahí está, ante nosotros, como estuvo ante Safo, el espacio ilimitado hacia el que debemos emprender viaje. ¿Es que no tenemos el valor preciso para emprender ese viaje, es que tenemos que gritar «No me atrevo»? Sigamos adelante, penetremos en la muerte, sea lo que sea la muerte. Si el hombre es capaz de saber cuál es el próximo paso que debe dar, ¿por qué ha de temer el paso próximo cuando es el único que puede dar? ¿Por qué formularse preguntas acerca del único paso que cabe dar? Y sabemos con certeza cuál es el próximo paso. Es el paso con el que penetramos en la muerte. «Moriré, moriré muy pronto», se decía Úrsula con tal claridad que le
parecía estar en trance, en un trance sosegado, claro y cierto, con certidumbre superior a la certeza humana. Pero, en un lugar inconcreto, detrás, en la penumbra, había llanto y desesperación. Era preciso hacer caso omiso de eso. Era preciso ir a donde va el recto espíritu, no se puede permitir que el miedo nos haga fracasar. No se puede fracasar, no hay que prestar oídos a las voces menores. Si el más profundo deseo actual es penetrar en el desconocido mundo de la muerte, ¿cómo vamos a perder la verdad profunda para quedarnos con la superficial? Úrsula se dijo: «Que termine la vida». Era una decisión. No se trataba de quitarse la vida. No, Úrsula jamás se mataría, matarse era violento y repelente. Contrariamente, se trataba de conocer el próximo paso. Y el próximo paso llevaba al espacio de la muerte. ¿De veras? ¿O acaso…? Los pensamientos de Úrsula se sumieron en la inconsciencia, mientras estaba sentada, como dormida, junto al fuego. Y entonces el pensamiento volvió. ¡El espacio de la muerte! ¿Podía entregarse a él? Sí… era un dormir. Ya estaba harta. Hasta el momento había luchado y había resistido. Ahora le correspondía ceder, abandonar la resistencia. En una especie de trance espiritual, cedió, se entregó, y todo quedó en tinieblas. Podía sentir en las tinieblas la voz de su cuerpo, la indecible angustia de la disolución, la única angustia que es excesiva, las lejanas y horrendas náuseas de la disolución aposentada en el interior del cuerpo. Se preguntó: «¿Tan inmediata es la correspondencia del cuerpo con el espíritu?». Y supo, con la claridad del último conocimiento, que el cuerpo sólo es una de las manifestaciones del espíritu. La transmutación del espíritu integral es, al mismo tiempo, la transmutación del cuerpo físico —se dijo— a no ser que ejerza mi voluntad, a no ser que me absuelva a mí misma del ritmo de la vida, que me quede quieta y permanezca estática, que me separe del vivir, que me absuelva en el ámbito de mi propia voluntad. Pero más vale morir que vivir una vida que es una repetición de repeticiones. Morir es avanzar juntamente con lo invisible. Morir también es un goce, el goce de someterse a lo que es más grande que lo conocido, o sea, lo puramente desconocido. Esto es un goce. Pero vivir de forma mecanizada y separada, en el ámbito del movimiento de la voluntad, vivir como un ente ajeno a lo desconocido, es vergonzoso e ignominioso. En la muerte no hay ignominia. Y hay una ignominia total en la vida mecanizada y sin renovar. La vida puede ser verdaderamente ignominiosa y vergonzosa para el alma. Pero la muerte jamás es una vergüenza. La muerte, en sí misma, lo mismo que el espacio ilimitado, se encuentra fuera del alcance de nuestra capacidad de infligir ignominia. Al día siguiente sería lunes. ¡Lunes, comienzo de otra semana en la escuela! Otra vergonzosa y estéril semana escolar, de mera rutina y actividad
mecánica. ¿No era infinitamente preferible la experiencia de la muerte? ¿Acaso la muerte no era infinitamente más bella y noble que semejante vida? Una vida de estéril rutina, sin significado espiritual, sin verdadera finalidad. ¡Cuán sórdida era la vida, cuán terriblemente vergonzoso para el alma era vivir! ¡Mucho más digno y limpio era morir! Ya no se podía seguir tolerando aquella vergüenza de la sórdida rutina y de la mecánica nulidad. Cabía la posibilidad de fructificar en la muerte. Ya estaba harta. ¿Dónde, dónde cabía encontrar vida? Las flores no brotan en las activas máquinas, no hay ciclo que cubra la rutina, no hay espacio en el movimiento rotatorio. Y la vida toda era movimiento rotatorio, mecanizado, aislado de la realidad. En la vida, nada se puede buscar o esperar, y eso ocurría en todos los países y en todos los pueblos. La única ventana era la muerte. Se podía mirar, en el exterior, con emoción, el gran cielo oscuro de la muerte, de la misma manera que, en la infancia, se miraba por la ventana de la clase, y se veía la perfecta libertad del exterior. Pero una ya no era una niña, y una sabía que el alma estaba presa en el sórdido y vasto edificio de la vida, y no había salida, salvo la muerte. ¡Qué goce! Cuánta alegría producía el pensar que la humanidad, haga lo que haga, no puede apoderarse del reino de la muerte, no puede aniquilarlo. La humanidad había transformado el mar en calleja asesina, en sucia ruta de comercio, disputándose cada pulgada marítima, igual que las sucias tierras de las ciudades. La humanidad también reclamaba el aire, lo compartía, lo parcelaba, distribuyéndolo entre propietarios, la humanidad había también penetrado ilícitamente en el aire para luchar por su dominio. Todo había desaparecido, todo estaba amurallado, con pinchos en lo alto de los muros, y una estaba obligada a reptar ignominiosamente por entre los muros rematados con picas, a través del laberinto de la vida. Pero ante el grande, oscuro e ilimitado reino de la muerte, la humanidad fracasaba ridículamente. Todo lo antes dicho podían hacer en la tierra aquellos diversos y pequeños dioses. Pero quedaban en ridículo ante el reino de la muerte, ante cuya faz se revelaba su verdadera y vulgar estupidez. Cuán hermosa, grande y perfecta era la muerte, y cuán bueno era esperarla. En la muerte, una se podría quitar de encima todas las mentiras, toda la ignominia y toda la suciedad que le habían echado encima; en la muerte, podría limpiarse de todo en un baño de perfecta limpieza y alegre renovación, y seguir adelante, ignota, indubitada, sin ser humillada. A fin de cuentas, la promesa de la perfecta muerte representaba la riqueza en la vida. Y , sobre todo, constituía una alegría poder esperar la pura e inhumana naturaleza diferente de la muerte. Fuera lo que fuese la vida, jamás podría eliminar la muerte, la inhumana trascendencia de la muerte. No, no formulemos preguntas acerca de lo que es o de lo que no es. Saber es humano, y en la muerte no sabemos, no somos humanos. Y el goce de la muerte compensa la amargura y
la sordidez de nuestra humanidad. En la muerte no seremos humanos y no conoceremos. Esta promesa es nuestra herencia, y la esperamos igual que los herederos la fortuna legada. Úrsula estaba inmóvil, totalmente olvidada de todos, sola ante el fuego, en la sala de estar. Los pequeños jugaban en la cocina, los restantes miembros de la familia habían ido a la iglesia. Y Úrsula se había sumido en la última oscuridad de su alma. El sonido del timbre, en la cocina, la sobresaltó, y los niños acudieron corriendo por el pasillo, deliciosamente alarmados: —¡Úrsula, ha llegado gente! —Ya lo sé. No seáis tontos. También ella estaba sobresaltada, casi atemorizada. Apenas se atrevía a ir a la puerta. Ante ésta se encontraba Birkin, levantado hasta las orejas el cuello de su impermeable. Había venido ahora que Úrsula se había ido muy lejos. Úrsula tuvo conciencia de la noche lluviosa, detrás de Birkin. La joven dijo: —¡Ah, eres tú! En voz baja, mientras entraba en la casa, Birkin expuso: —Menos mal que estás en casa. —Los demás se han ido a la iglesia. Birkin se quitó el impermeable y lo colgó. Los niños espiaban, asomando la cabeza por la esquina de dos tabiques. Úrsula les dijo: —Vamos, Billy y Dora, ya podéis desnudaros. Mamá no tardará en volver y se enfadará si no estáis en cama. Los niños, en imprevista reacción angelical, se fueron sin replicar. Úrsula y Birkin entraron en la sala de estar. El fuego ardía lentamente, bajo. Birkin miró a Úrsula y quedó maravillado ante su luminosa belleza, ante sus ojos, grandes y esplendentes. La contemplaba un tanto distanciado, con maravilla en el corazón. Úrsula parecía impregnada de luz. Birkin le preguntó: —¿Qué has hecho hoy? —Nada. Estar sentada. Birkin la miró con fijeza. Se había producido un cambio en ella. Estaba separada. Se mantenía aparte, en su propio esplendor. Los dos guardaron silencio, sentados bajo la suave luz de la lámpara. Birkin tuvo la impresión de que debía marcharse, de que no hubiera debido ir allí. Sin embargo, careció de
la decisión precisa para iniciar la retirada. Pero estaba de trop. Úrsula se hallaba en un estado de ánimo que la dejaba ausente y aislada. Entonces oyeron las voces de los dos pequeños, que llamaban tímidamente a Úrsula, junto a la puerta, con una timidez que ellos mismos habían invocado: —¡Úrsula! ¡Úrsula! Úrsula se levantó y abrió la puerta. Allí se encontraban los dos, con largas camisas de dormir, muy abiertos los ojos, angelical la cara. Por el momento estaban siendo muy buenos, interpretando a la perfección el papel de dos obedientes niños. Billy, en un alto susurro, propuso: —¿Nos acuestas? Dulcemente, Úrsula repuso: —Vaya, veo que esta noche os portáis como angelitos… Entrad a darle las buenas noches al señor Birkin. Los niños, descalzos, entraron tímidamente en la sala. Billy tenía la cara ancha y sonriente, pero en sus redondos ojos azules había una expresión solemnísima de ser bueno. Dora, con su rubia melena, miraba retraída a Birkin, un poco rezagada, como una dríade sin alma. Con voz extrañamente suave y dulce, Birkin habló: —¿Venís a darme las buenas noches? Inmediatamente, Dora se alejó, como una hoja caída impulsada por una ráfaga de viento. Pero Billy avanzó deslizándose, despacio y de buena gana, levantando los labios gordezuelos para que le besaran. Úrsula vio cómo los labios carnosos y recogidos del adulto tocaban suavemente, muy dulcemente, los del niño. Luego Birkin abrió la mano y tocó la mejilla redondeada y confiada del niño, en leve caricia cariñosa. Ninguno de los dos habló. Billy tenía aspecto de querubín, o quizá de monaguillo, y Birkin era un ángel grave y alto que miraba a Billy desde arriba. Dirigiéndose a la pequeña, Úrsula dijo: —¿No quieres que te den un beso? Pero Dora se alejó un poco, como una dríade que no puede ser tocada. Úrsula dijo: —¿No quieres dar las buenas noches al señor Birkin? La niña efectuó un movimiento alejándose un poco más de Birkin. Úrsula exclamó:
—¡Oh, Dora, qué tontita eres! Birkin se dio cuenta de que la niña le miraba con desconfianza y antagonismo. No podía comprenderlo. Úrsula ordenó: —Andando. A la cama, antes de que llegue mamá. Poco después, en el dormitorio, Billy preguntó con ansiedad: —¿Quién estará con nosotros cuando recemos? —Quien tú quieras. —¿Tú? —Pues sí, yo. —Oye, Úrsula… —¿Qué, Billy? —¿Éste es el que te gusta? —Eso. Éste es el que me gusta. —¿Y quién es él? —Él es un pronombre personal. Hubo un momento de meditativo silencio. Luego Billy preguntó en tono confidencial: —¿De veras? Birkin estuvo sonriendo para sí, mientras se encontraba solo ante el fuego. Cuando Úrsula bajó del dormitorio de los niños, se hallaba sentado, inmóvil, con los brazos apoyados en las rodillas. Al verle inmóvil y sin edad determinada, a Úrsula le pareció un ídolo agazapado, imagen de una religión letal. Birkin volvió la cabeza para mirar a Úrsula, y su rostro, muy pálido e irreal, pareció emitir un resplandor blanco, casi fosforescente. Sintiendo una indefinible sensación de repulsión, Úrsula le preguntó: —¿Te encuentras mal? —No he pensado en ello. —¿Y no puedes saberlo sin necesidad de pensar en el asunto? Birkin la miró, con mirada oscura y rápida, y advirtió la repulsión que Úrsula experimentaba. No contestó la pregunta. Úrsula insistió: —¿Nunca sabes si te encuentras bien o te encuentras mal si no piensas en ello?
Fríamente, Birkin repuso: —No siempre. —¿Y no te parece perverso que sea así? —¿Perverso? —Sí, a mi juicio es criminal tener tan poca relación con el propio cuerpo que ni siquiera sepas si estás enfermo o no. Birkin le dirigió una tenebrosa mirada, y resolvió: —Sí. —¿Por qué no te quedas en cama cuando te encuentras mal? Tienes un aspecto horroroso. Con ironía, Birkin preguntó: —¿Ofensivamente horroroso? —Ofensivo totalmente. Repelente a más no poder. —Bueno… ¡Mala suerte! —Y llueve. Es una noche horrible. Es imperdonable que trates de esa manera a tu propio cuerpo, y creo que un hombre que da ese trato a su cuerpo merece sufrir. Mecánicamente, Birkin repitió: —Que da ese trato a su cuerpo. Eso hizo callar a Úrsula. Siguió un silencio. Los restantes miembros de la familia llegaron de la iglesia. Úrsula y Birkin tuvieron que hablar con las chicas, después con la madre y con Gudrun, luego con el padre y el chico. Brangwen, levemente sorprendido, saludó a Birkin: —Buenas noches. ¿Quería verme? Birkin repuso: —No. Bueno, quiero decir que no he venido para hablarle de nada en concreto. Hace un día muy malo, y he pensado que no le molestaría que viniera a su casa. Comprensiva, la señora Brangwen dijo: —Ha sido un día realmente deprimente. En ese instante se oyeron las voces de los pequeños, arriba:
—¡Mamá! ¡Mamá! La señora Brangwen levantó la cara, y con voz reposada, hablando para que la oyeran desde el lugar en que se hallaban, contestó: —Dentro de un instante estoy con vosotros. Luego se dirigió a Birkin: —¿Ha ocurrido alguna novedad en Shortlands? Lanzó un suspiro y añadió: —Supongo que no, pobrecillos… El padre preguntó a Birkin: —¿Ha estado en Shortlands hoy, supongo? —Gerald ha venido a mi casa a tomar el té, y luego le he acompañado a la suya. He tenido la impresión de que en Shortlands están todos excesivamente excitados y de que reaccionan de manera enfermiza. Gudrun intervino: —Siempre me ha parecido que esa gente carece del preciso dominio sobre sí misma. Birkin comentó: —O que ejerce un dominio excesivo sobre sí misma. Casi con resentimiento, Gudrun comentó: —Efectivamente, pasan de un extremo al otro. Birkin dijo: —Todos consideran que están obligados a comportarse de manera carente de naturalidad. La gente, cuando queda afectada por el dolor, debería taparse la cara y aislarse, tal como se hacía en tiempos pasados. Gudrun, sonrojada y exaltada, dijo: —¡Es verdad! No hay nada peor que este dolor públicamente manifestado… ¡No hay nada más horrible ni más falso! Cuando el dolor no es privado, oculto, ¿qué es? Birkin se mostró de acuerdo: —Exactamente. Sentí vergüenza mientras estaba allí y los veía a todos comportarse lúgubremente, con falsedad, dominados por la idea de que no podían comportarse de manera natural, ordinaria. La señora Brangwen, un tanto ofendida por esa crítica, comentó:
—No es fácil sobreponerse a un dolor como el que los Crich experimentan. Y después de decir estas palabras, subió al piso superior para ver a los niños. Birkin se quedó unos minutos más y luego se despidió. Cuando se hubo ido, Úrsula sintió un odio tan afilado contra Birkin, que tuvo la impresión de que su cerebro, íntegramente, se transformaba en un cortante cristal de aborrecimiento. Le parecía que todo su ser había quedado intensificado y afilado hasta convertirse en un dardo de puro odio. Úrsula ni siquiera podía imaginar a qué se debía ese fenómeno. Sencillamente, quedó dominada por el odio más penetrante, por un odio sumo, puro y claro, superior a toda comprensión. Ni siquiera podía pensar en aquel odio que la había transportado fuera de sí misma. Era lo mismo que si hubiese quedado posesa. Y durante varios días anduvo posesa por aquella exquisita fuerza de odio a Birkin. Era superior a cuanto había conocido anteriormente. Parecía que aquella fuerza la hubiera arrancado del mundo para transportarla a una horrible región, en la que nada de cuanto había sido su anterior vida se sostenía en pie. Sentíase perdida y ciega, verdaderamente muerta con respecto a su propia vida. Era incomprensible e irracional. Úrsula ignoraba por qué odiaba a Birkin. Su odio era totalmente abstracto. Con una fuerte impresión que la dejó atontada, se dio cuenta de que había quedado avasallada por aquel puro arrebato. Birkin era su enemigo. Bello como un diamante, e igualmente duro y precioso, era la quintaesencia de todo aquello que significaba antagonismo para Úrsula. Pensó en la cara de Birkin, blanca y de facciones puramente trazadas, y en sus ojos, en los que había aquella tenebrosa y constante voluntad de dominio. Úrsula se llevó la mano a la frente, para saber mediante el tacto si estaba loca, ya que hasta ese punto la había enajenado la blanca llama de odio esencial. Su odio no era temporal, y tampoco se debía a esto o aquello. No quería hacer nada contra Birkin. Ninguna quería tener ninguna vinculación con él. Su relación era inexpresable mediante palabras, se hallaba en tal extremo que no había palabras con que definirla. Era un odio puro, como una piedra preciosa. Parecía que Birkin fuera un rayo de esencial antagonismo, un rayo de luz que no sólo la destruía, sino que la negaba totalmente, que aniquilaba todo su mundo. Veía a Birkin como si éste fuera una clara nota de suma contradicción, un ser extraño, con la apariencia de una piedra preciosa, cuya existencia determinaba la no existencia de Úrsula. Cuando supo que Birkin volvía a estar enfermo, su odio se intensificó unos cuantos grados más, si era posible. El odio la atontaba y la aniquilaba, pero no podía esquivarlo. Úrsula no podía escapar a aquella transfiguración operada por el odio que la afectaba.