Birkin yacía enfermo, impertérrito, en pura oposición a todo. Le constaba lo poco que faltaba para que la vasija que contenía su vida se quebrase. Y también sabía lo recia y durable que era. Sin embargo, lo anterior le importaba muy poco. Valía mil veces más correr el riesgo de morir que aceptar una vida no deseada. Pero lo mejor era insistir, insistir, insistir eternamente, hasta quedar satisfecho viviendo aún. Sabía que Úrsula se proyectaba en él. Sabía que toda su vida reposaba en Úrsula. Pero prefería no vivir a aceptar el amor que Úrsula le ofrecía. La antigua modalidad del amor le parecía una terrible servidumbre, una especie de obligación impuesta por el Estado. Ignoraba qué era lo que atentaba en su interior, pero la sola idea del amor, del matrimonio, de los hijos y de una vida compartida en la horrible intimidad de la satisfacción doméstica y conyugal, le repelía. Quería algo más claro, más abierto, más lozano. La ardiente y estrecha intimidad entre hombre y mujer le parecía una aberración. La manera en que los casados cerraban sus puertas, y se encerraban en su propia y exclusiva alianza entre sí, incluso amándose, le asqueaba. Veía a toda una comunidad de desconfiadas parejas aisladas en sus casas o en pisos privados, siempre emparejados, sin otra vida, sin otro presente, sin admitir relaciones desinteresadas, un calidoscopio de parejas aisladas, separatistas, parejas matrimoniales formando entidades sin significado. Cierto es que la promiscuidad le repelía todavía más que el matrimonio, y la vinculación extramatrimonial no era más que otra forma de matrimonio, una reacción ante el matrimonio legal. Y la reacción resultaba todavía más aburrida que la acción. Odiaba la sexualidad globalmente considerada por estimarla limitativa en gran manera. La sexualidad era lo que transformaba al hombre en la quebrada mitad de una pareja, y a la mujer en la otra mitad, asimismo quebrada. Y quería ser íntegro y solo, y que la mujer fuera íntegra y sola. Deseaba que la sexualidad volviera a quedar situada en el mismo nivel que los restantes apetitos, que fuera considerada como un proceso funcional y no como un logro, una culminación. Creía en el matrimonio por sexualidad. Pero además deseaba una mayor conjunción, en la que el hombre disfrutara del ser y la mujer disfrutara del ser, siendo dos seres puros, cada uno de los cuales constituía la libertad del otro, equilibrándose como los dos polos de una misma fuerza, como dos ángeles o como dos demonios. Deseaba ansiosamente ser libre, aunque no bajo la presión de una
necesidad de unificación, ni tampoco torturado por deseos insatisfechos. Los deseos y las aspiraciones debían alcanzar su objetivo sin esa tortura actualmente impuesta, igual que en un mundo abastecido abundantemente de agua la simple sed carece de importancia, ya que se satisface casi inconscientemente. Y quería estar junto a Úrsula con la misma libertad con que estaba consigo mismo, íntegro y solo, claro y lozano, aunque equilibrándose y polarizándose con Úrsula. La fusión, la incorporación, la mezcla del amor había llegado a ser ferozmente repulsiva para él. Pero le parecía que la mujer siempre se comportaba de manera horrible y rapaz, animada por las ansias de posesión, por la codicia de atribuirse a sí misma gran importancia en el amor. La mujer quería tener, poseer, imponer y dominar. Era preciso proyectarlo todo en la mujer, en la Gran Madre de todo, de la que todo procede y a la que todo debe ser devuelto. Le llenaba de una furia casi enajenada esa tranquila presunción de la Magna Mater, presunción de que todo era suyo, debido a que ella lo había parido. El hombre era suyo por esa razón. Como Mater Dolorosa lo había parido, y, como Magna Mater lo reclamaba para sí, en cuerpo y alma, en su sexualidad, en su significado, en todo. La Magna Mater le inspiraba horror, la consideraba detestable. La mujer volvía a alentar sus grandiosas aspiraciones, la mujer, la Gran Madre. Había tenido ocasión de verlo en Hermione. Hermione, la humilde, la sumisa, no era más que la constante Mater Dolorosa, en su sumisión, reclamando lo que en derecho le correspondía, con horrible e insidiosa arrogancia y femenina tiranía, reclamando para sí al hombre que había parido con dolor. Y merced precisamente a esos sufrimientos y a esa humildad, encadenaba a su hijo, lo transformaba en su eterno prisionero. Y Úrsula, Úrsula era lo mismo, o lo contrario. También ella era la horrenda y arrogante reina de la vida, igual que la abeja reina de la que todas las demás dependen. Veía las llamas amarillas en los ojos de Úrsula, conocía la increíble e insuperable presunción de primacía que albergaba. Úrsula no se daba cuenta. Contrariamente, estaba siempre dispuesta a darse con la frente contra el suelo, ante el hombre. Pero sólo lo hacía cuando estaba segura de su hombre, cuando podía adorarlo tal como la mujer adora a su hijo recién nacido, con la adoración de la total posesión. Era intolerable esa posesión en manos de la mujer. El hombre siempre tenía que considerarse el fragmento roto, arrancado de la mujer, y la sexualidad era la cicatriz todavía dolorida de aquella rotura. El hombre tenía que ser añadido a la mujer si quería tener un lugar propio, si quería ser íntegro. ¿Por qué? ¿Por qué teníamos que considerarnos a nosotros mismos, hombres y mujeres por igual, quebrados fragmentos de una unidad? No era
verdad. No somos fragmentos rotos de una unidad. Contrariamente, somos la individualización en la pureza y la claridad del ser de algo que antes estaba mezclado. La sexualidad es lo que queda en nosotros de lo que estaba mezclado y sin resolver. La pasión representa una mayor separación de lo antes mezclado, de manera que cuanto es viril queda incorporado al ser del hombre, y cuanto es femenino al de la mujer. Hasta el momento en que los dos quedan claros e íntegros como ángeles, la mezcla de la sexualidad queda superada en el más alto sentido, con lo que dos seres individuales, en compensada conjunción, quedan como dos estrellas. En los viejos tiempos, los tiempos anteriores a la sexualidad, estábamos mezclados, cada uno de nosotros era una mezcla. El proceso de individualización dio lugar a la gran polarización de los sexos. Lo femenino se concentró en un lado y lo viril en el otro. Pero la separación era imperfecta incluso en aquellos tiempos. Y de esa manera transcurre nuestro ciclo en este mundo. Y ahora ha de amanecer el nuevo día en que cada uno de nosotros sea un ser, consumado en la diferencia. El hombre será puro hombre, la mujer pura mujer, ambos perfectamente polarizados. Pero desaparecerá totalmente la horrible fusión, la mezcla, la autoabnegación del amor. Sólo habrá la pura dualidad de la polarización, cada uno inmune a la contaminación del otro. En el hombre y en la mujer, la individualidad será primordial y la sexualidad quedará subordinada aunque perfectamente polarizada. Cada uno tendrá su individual ser separado, regido por sus propias leyes. El hombre tendrá su pura libertad, la mujer la suya. Cada cual reconocerá la perfección de la relación sexual polarizada. Cada cual reconocerá la diferente naturaleza del otro. Esto meditó Birkin mientras estaba enfermo. En ocasiones le gustaba estar lo bastante enfermo para tener que guardar cama. Sí, debido a que mejoraba muy rápidamente y comprendía las cosas de forma clara y segura. Hallándose Birkin en cama, Gerald le visitó. Cada uno de los dos hombres sentía un afecto profundo e inquietante hacia el otro. Los ojos de Gerald tenían un mirar rápido e inquieto, y en toda su persona había un aire tenso e impaciente, como si estuviera entregado a desarrollar alguna actividad. Obediente a los convencionalismos, vestía de negro. Presentaba aspecto serio, muy comme il faut. Tal como iba, quedaba apuesto, con su cabello rubio casi blanco, con reflejos como delgados rayos de luz, la cara expresiva y rozagante, el cuerpo colmado de nórdicas energías. Gerald sentía verdadero afecto por Birkin aunque no acababa de creer en él. Birkin era irreal, inteligente, caprichoso, maravilloso, pero le faltaba sentido práctico. Gerald estimaba que su propio criterio era mucho más sólido y seguro que el de Birkin. No cabía duda de que Birkin era un hombre delicioso, un espíritu maravilloso, aunque no se le debía tomar en serio, no cabía considerarle un hombre de veras en el mundo de los hombres de veras.
Amablemente, cogiendo la mano del enfermo, Gerald dijo: —Vaya, hombre, ¿otra vez enfermo? Siempre era Gerald el que asumía el papel de protector, el que ofrecía el cálido refugio de su fortaleza física. Sonriendo, no sin ironía, Birkin repuso: —Es el castigo de mis pecados, supongo. —¿Tus pecados? Sí, probablemente es eso. Es decir, ¿si pecaras menos gozarías de mejor salud? —No sé… En fin, a ver si me enseñas a no pecar… Birkin se quedó mirando irónicamente a Gerald. Luego le preguntó: —¿Cómo te van las cosas? Gerald miró a Birkin, advirtió que había hablado seriamente, y una cálida luz apareció en sus ojos. Repuso: —En cuanto hace referencia a mí, nada ha cambiado. Realmente, no creo que las cosas puedan cambiar. No hay cambio posible. —Supongo que te dedicas a tus negocios con la eficacia habitual en ti, y que haces caso omiso de las exigencias del alma. Gerald repuso: —Así es. Por lo menos en lo tocante a los negocios. En lo tocante al alma, te diré que tengo la seguridad de que no puedo decirte absolutamente nada. —No, claro. Riendo, Gerald dijo: —No esperarás que sea capaz de saber algo al respecto, supongo. —No. Y prescindiendo de los negocios, ¿cómo van tus restantes asuntos? —¿Mis restantes asuntos? ¿Cuáles? No sé a qué puedes referirte. —Sí, lo sabes muy bien. ¿Estás triste o contento? ¿Y qué me dices de Gudrun Brangwen? —¿Qué te digo de Gudrun? En el rostro de Gerald se formó un gesto de desorientación. Añadió: —Bueno, pues no sé qué decirte. Lo único que puedo decirte es que la última vez que la vi me dio un bofetón. —¡Un bofetón! ¿Por qué?
—No lo sé. —¡Increíble! ¿Y cuándo fue eso? —La noche de la fiesta, antes de que Diana se ahogara. Gudrun estaba asustando al ganado para que se fuera colina arriba, y yo fui tras de ella. ¿Recuerdas? —Sí, me acuerdo. Pero ¿por qué te atizó? Supongo que no hiciste nada para merecer el bofetón, ¿verdad? —¿Yo? Que yo sepa, no. Me limité a decirle que esas reses son peligrosas, lo cual es cierto. Entonces se volvió hacia mí de una forma muy rara, y me dijo: «Supongo que imaginas que tengo miedo de ti y de tu ganado, ¿verdad?». Yo le pregunté: «¿Por qué dices eso?», y ella, por toda respuesta, me dio un revés en la cara. Birkin soltó una rápida carcajada, como si la ocurrencia le hubiera complacido. Gerald le miró interrogativo, también se echó a reír y dijo: —Te aseguro que no me dio risa. En mi vida había quedado tan sorprendido. —¿Y no te enfureciste? —¿Que si me enfurecí? Claro… por menos de un pitillo la hubiera asesinado. —Ya… pobre Gudrun, seguramente sufrió horriblemente después, por haberse traicionado de manera tan flagrante. Birkin parecía enormemente divertido. Gerald, también divertido, preguntó: —Conque sufrió ¿eh? Los dos sonrieron divertidos maliciosamente. Birkin dijo: —Y no tuvo que sufrir poco si tenemos en cuenta lo puntillosa que es en lo tocante a su propio comportamiento. —¿Es puntillosa? En ese caso, ¿por qué lo hizo? Tengo la seguridad de que fue un acto que yo no provoqué en absoluto, totalmente injustificado. —Supongo que sería un impulso repentino. —Sí, de acuerdo, pero ¿qué pudo motivar ese impulso? Yo no le había hecho nada. Birkin sacudió la cabeza y dijo:
—Le salió la amazona que lleva dentro. —Bueno, más hubiera valido que en vez de salirle el Amazonas le hubiera salido el Orinoco. Los dos rieron la torpeza del chiste. Gerald recordaba que Gudrun le había dicho que el último golpe también lo propinaría ella. Pero cierto sentido de reserva le impidió decírselo a Birkin. Éste preguntó: —¿Sigues ofendido? —No, no sigo ofendido. La verdad es que lo ocurrido ya no me importa en absoluto. Gerald meditó unos instantes y, riendo, añadió: —Casi me he olvidado. Después Gudrun pareció lamentar su comportamiento. —¿De veras? ¿Y no os habéis vuelto a ver desde entonces? A Gerald se le nubló la cara: —No. En casa hemos estado todos… Bueno, en fin, ya puedes imaginar cómo hemos estado desde el día del accidente. —Sí. ¿Estáis reaccionando ya? —No lo sé. Desde luego fue un golpe. Pero tengo la impresión de que mamá no se siente afectada. En realidad, creo que aún no se ha enterado. Y lo más curioso es que siempre ha vivido entregada a sus hijos. Para ella nada tenía importancia, salvo los hijos. Y está reaccionando como si la víctima del accidente hubiera sido una criada. —¿De verdad? ¿Y a ti, te afectó mucho? —Es un golpe, evidentemente. Pero no puedo decir que lo sienta mucho. No me siento diferente. Todos tenemos que morir, y, al parecer, el que uno muera o no muera no parece tener gran importancia. Ahora soy incapaz de sentir dolor. Me he quedado frío. No me lo explico. Birkin le preguntó: —¿Te da igual morir? Gerald le miró, y en sus ojos azules se veía el brillo acerado del temple del arma blanca. Se sentía incómodo, pero indiferente. En realidad la idea de la muerte tenía gran importancia para él, le infundía un miedo terrible. Repuso: —No quiero morir, ¿por qué habría de quererlo? Pero la idea no me preocupa. Se trata de un asunto que no está en la agenda en cuanto a mí hace referencia. No me interesa, ¿comprendes?
Birkin recitó: —Timor mortis conturbat me. Luego añadió: —Sí, parece que la muerte ha dejado de ser el tema importante. Es curioso, pero no me preocupa en absoluto. Es como un mañana normal y corriente. Gerald dirigió una mirada escrutadora a su amigo. Las miradas de los dos hombres se encontraron y se produjo una tácita comprensión. Gerald achicó las pupilas y su rostro adquirió una expresión fría y sin escrúpulos, mientras miraba impersonalmente a Birkin, con una mirada que terminaba en un punto en el espacio, extrañamente penetrante y, al mismo tiempo, ciego. Con voz abstraída, fría, delgada, dijo: —Si la muerte ha dejado de ser el tema importante, ¿cuál es el tema importante? Parecía que Birkin hubiera descubierto el punto débil de Gerald, a juzgar por el tono de las palabras de éste. Como un eco, Birkin repitió: —¿Cuál es? Y se produjo un silencio burlón. Luego Birkin dijo: —Hay un largo camino que recorrer después del punto de la muerte intrínseca, antes de que desaparezcamos. —Lo hay, pero ¿cuál es ese camino? Gerald causaba la impresión de que quisiera conducir a Birkin a un conocimiento que el propio Gerald tenía, y mucho más claramente que Birkin. Éste dijo: —Un camino cuesta abajo por las laderas de la degeneración, de la degeneración mística y universal. Tenemos que pasar por muchas fases de pura degradación, fases largas, como edades históricas. Vivimos mucho después de la muerte, vivimos progresivamente, en avance. Gerald le había escuchado, en todo momento, con una leve y delgada sonrisa en los labios, como si él, por ignoradas razones, supiera mucho más que Birkin acerca de aquel asunto, como si sus conocimientos fueran directos y personales, en tanto que los de Birkin hubieran sido adquiridos mediante la observación y las conjeturas, sin que Birkin llegara a dar plenamente en el clavo, aunque aproximándose notablemente. Pero Gerald no estaba dispuesto a dar a conocer su secreto. Si Birkin conseguía averiguar esos secretos, que los averiguara, pero Gerald no le ayudaría, sino que seguiría misterioso hasta el final.
Dando un sorprendente cambio a la conversación, Gerald dijo: —Desde luego, quien lo ha sentido de veras ha sido papá. Esto acabará con él. Tiene la impresión de que el mundo entero se le derrumba alrededor. Ahora ha centrado todas sus preocupaciones en Winnie. Estima que debe salvar a Winnie. Dice que Winnie debería ingresar en una escuela, en régimen de internado, pero la chica no quiere ni oír hablar de eso, y, naturalmente, papá no la mandará jamás a una escuela de ese tipo. Desde luego la chica es muy rara. Cosa curiosa; ningún miembro de mi familia sabe vivir. Sabemos hacer cosas, pero no sabemos vivir. Es curioso ese rasgo familiar. Birkin, que estaba pensando en otra solución a aquel problema, dijo: —No, a Winnie no hay que mandarla a un internado. —¿No? ¿Por qué? —Es una chica rara, una chica especial, incluso más especial que tú. Y , en mi opinión, los niños especiales jamás deben ser enviados a la escuela. Esto último sólo debe hacerse en el caso de niños relativamente normales. Al menos eso es lo que yo creo. —Pues yo pienso lo contrario. Creo que si Winnie fuera a la escuela y se mezclara con otras niñas, eso contribuiría a hacerla más normal. —Es que no se mezclaría. Por ejemplo, tú jamás te mezclaste, ¿no es así? Y Winnie ni siquiera se tomaría la molestia de fingir mezclarse. Es una niña altiva, solitaria y naturalmente distinta. Si es de carácter solitario, ¿para qué transformarla en un ser sociable? —No, yo no quiero transformarla en nada. Pero creo que ir a la escuela la favorecería. —¿Te favoreció a ti? Gerald achicó las pupilas de fea manera. Para él, la escuela había sido un tormento. Sin embargo, jamás se preguntó si era realmente preciso pasar por aquella tortura. Causaba la impresión de tener fe en la educación mediante la tortura y la sumisión. Dijo: —Ni un instante dejé de odiar la escuela, pero comprendo que era necesaria. Me hizo entrar un poco en vereda. Y si no entras en vereda, por lo menos en ciertos aspectos, no puedes vivir. —Pues la verdad es que comienzo a pensar que sólo se puede vivir cuando uno se niega totalmente a entrar en vereda. De nada sirve esforzarse en seguir la línea trazada de antemano, cuando sólo sientes deseos de patear la línea en cuestión. Winnie tiene una personalidad especial, y a las personalidades especiales hay que darles un mundo especial.
—Muy bien. ¿Y dónde está ese mundo especial? —Construyámoslo. En vez de mutilarte para adaptarte al mundo, mutila al mundo para que se adapte a ti. En realidad, dos personas excepcionales bastan para crear otro mundo. Tú y yo formamos un mundo diferente, separado. Tú no quieres el mismo mundo en que se encuentran tus cuñados. Valoras las cualidades especiales. ¿Quieres ser normal y corriente? ¡Mentira! Quieres ser libre y extraordinario, en un extraordinario mundo de libertad. Gerald contemplaba a Birkin con mirada de sutil comprensión. Pero jamás reconocería abiertamente lo que pensaba. Sabía más que Birkin en cierto aspecto. Mucho más. Y esa era la causa de su ternura y su amor hacia Birkin, como si, en cierta manera, Birkin fuera joven, inocente, infantil. Asombrosamente inteligente, sí, pero incurablemente inocente. Con mordacidad, Birkin dijo: —Pero eres tan superficial, que básicamente me consideras un loco. Sobresaltado, Gerald repitió: —¡Un loco! Y el rostro de Gerald se abrió súbitamente, como iluminado por la simplicidad, tal como se abre una flor dejando de ser astuto capullo. Gerald dijo: —Jamás te he considerado loco. Gerald dirigió una extraña mirada a Birkin, una mirada que éste no pudo comprender, y dijo: —Considero que en ti siempre concurre un elemento de incertidumbre. Quizá carezcas de seguridad en ti mismo. Lo cierto es que yo jamás estoy seguro de ti. Eres capaz de cambiar, como si no tuvieras alma. Gerald dirigió una larga y penetrante mirada a Birkin. Birkin estaba pasmado. Imaginaba que tenía más alma que nadie. Birkin miraba a Gerald. Y éste vio la increíblemente atractiva bondad que había en los ojos de Birkin, una bondad joven y espontánea que ejercía en él una atracción infinita, pero que, al mismo tiempo, le llenaba de amarga mortificación debido a lo mucho que desconfiaba de aquella bondad. Le constaba que Birkin podía prescindir de él, podía olvidarse de él sin experimentar sufrimiento alguno. Eso estaba siempre presente en la conciencia de Gerald, llenándole de amarga incredulidad. Jamás olvidaba aquella conciencia de joven, animal y espontánea independencia. A veces, más aún, a menudo, casi le parecía que Birkin se comportaba como un hipócrita y un embustero cuando hablaba con tanta profundidad e importancia.
Muy diferentes eran los pensamientos de Birkin. De repente, se había encontrado ante otro problema, el problema del amor y la eterna conjunción entre dos hombres. Desde luego, eso era necesario. Durante toda su vida había tenido la necesidad interior de amar a un hombre, pura y plenamente. Naturalmente, siempre había amado a Gerald, y siempre lo había negado. Recostado en la cama, meditaba intrigado, mientras su amigo, sentado a su lado, seguía sumido en sus propios pensamientos. Cada cual se encontraba en su mundo mental. Birkin, con el reflejo de una nueva y feliz actividad en sus ojos, dijo a Gerald: —Como sabes, los caballeros germánicos de los tiempos antiguos hacían un juramento de Blutbrüderschaft… —¿Se inferían un corte en el brazo y se frotaban el corte ensangrentado los unos con los otros? —Eso. Y se juraban fidelidad, ser todos de la misma sangre durante toda la vida. Eso es lo que deberíamos hacer. Sin cortes, claro, que están pasados de moda. Tú y yo deberíamos jurar amarnos el uno al otro, en silencio, a la perfección, con carácter definitivo, sin retractación posible. Birkin miraba a Gerald con la clara y feliz mirada del descubrimiento. Gerald miró a Birkin, atraído, tan profundamente vinculado en aquella fascinada atracción, que sentía desconfianza, le irritaba la vinculación, odiaba la atracción. Birkin insistió: —Un día prestaremos ese juramento, ¿te parece bien? Juraremos defendernos el uno al otro, ser fieles, con carácter definitivo, sin quiebra, entregados el uno al otro orgánicamente, sin posibilidad de volvernos atrás. Birkin hacía un duro esfuerzo para expresarse claramente, pero Gerald apenas le prestaba atención. Su cara resplandecía de luminoso placer. Estaba complacido. Pero mantuvo sus reservas. No cedió. Birkin alargó la mano hacia Gerald y le preguntó: —¿Haremos algún día ese juramento? Gerald tocó levemente aquella mano ofrecida, delgada y viva, y lo hizo como si quisiera reservarse, como si tuviera miedo. En tono de excusa, dijo: —Esperaremos a que comprenda un poco mejor lo que has dicho. Birkin se quedó mirando a Gerald. Sintió en su corazón un leve y punzante sentimiento de desilusión, quizá un poco de desprecio. Dijo:
—Sí, más adelante debes decirme lo que piensas. ¿Has comprendido lo que he querido decirte? No se trata de torpe sentimentalismo, sino de una unión impersonal que deje libres a los dos. Ambos guardaron silencio. Birkin no dejaba de mirar a Gerald. Ahora parecía ver, no al hombre físico y animal que solía ver en Gerald, y que, por lo general, tanto le gustaba, sino al hombre en sí mismo, completo, y predestinado, condenado, limitado. Esa extraña sensación de fatalidad que Gerald producía a Birkin, como si Gerald hubiera quedado limitado a una forma de existencia, a un conocimiento, a una actividad, a una especie de fatal naturaleza de mitad, que a Gerald le parecía integridad, siempre avasallaba a Birkin después de los momentos de apasionada aproximación y le llenaba de una especie de desprecio o de aburrimiento. Era aquella insistencia en la limitación, por parte de Gerald, lo que aburría a Birkin. Gerald jamás podía escapar volando de sí mismo, con verdadera y tranquila alegría. Gerald estaba sujeto por una traba, por una especie de monomanía. Guardaron silencio. Luego Birkin dijo, en tono más ligero, hurtándose a la tensión del contacto: —¿No podéis buscar una profesora para Winifred? ¿Una profesora excepcional? —Hermione Roddice propuso que se lo dijésemos a Gudrun, a ver si quería enseñar a dibujar y a modelar arcilla a Winnie. La niña es increíblemente hábil manejando la pasta de modelar. Hermione asegura que es una artista. Gerald había hablado en su habitual tono, un tono animado, de charla intrascendente, como si nada insólito hubiera ocurrido. Pero en Birkin se advertía claramente el peso de los recuerdos. Birkin dijo: —¿De veras? No lo sabía. La verdad es que sería magnífico si Gudrun accediera. Difícilmente se puede encontrar una solución mejor en el caso de que Winifred tenga temperamento artístico. Todo artista verdadero representa la salvación para los demás artistas. —Yo pensaba que los artistas se llevaban muy mal entre sí, por lo general. —Es posible. Pero sólo los artistas pueden producir, para los otros artistas, el mundo en que pueden vivir. Si pudieras poner en práctica esta solución, en el caso de Winifred, creo que sería algo perfecto. —¿Y crees que Gudrun aceptará? —No lo sé. Gudrun es una chica muy suya, no se dedica a actividades menores. Y , si lo hace, pronto se vuelve atrás. En consecuencia no sé si llegará a condescender a dar clases particulares, nada menos que aquí, en Beldover.
Pero sería, tal como te he dicho, la solución perfecta. Winifred tiene un carácter muy especial. Y lo mejor para ella es poner a su disposición los medios necesarios para que pueda desenvolverse por sí misma. Jamás se adaptará a la vida normal y corriente. Tú mismo tropiezas con dificultades en este asunto, y Winifred es mucho más compleja que tú. Es horrible pensar en lo que puede llegar a ser la vida de Winifred si no se le dan medios de expresión, un camino para que se realice. Sabes perfectamente lo que sucede cuando se confía todo al destino. Has podido comprobar la poca confianza que el matrimonio merece, en este aspecto. Basta con que te fijes en tu madre. —¿Crees que mamá es anormal? —¡No! Creo que quería algo más que aquello que da la vida normal, o quizá algo diferente. Y , al no conseguirlo, su vida se ha vuelto insatisfactoria. Con tristeza, Gerald advirtió: —Después de haber puesto en el mundo a un buen número de hijos insatisfactorios. Birkin replicó: —No más insatisfactorios que los demás. Las personas más normales tienen las más raras personalidades soterradas, a poco que te fijes individualmente en ellas. En un brusco arrebato de rabia nacida de la impotencia, Gerald dijo: —A veces pienso que vivir es una condena. —Bueno, pues sí, ¿por qué no? Dejemos que, de vez en cuando, vivir sea una condena… También hay momentos en que es cualquier cosa menos una condena. A ti, vivir te interesa mucho, en realidad. Revelando, en la mirada que dirigía a Birkin, una extraña pobreza, Gerald dijo: —Menos de lo que imaginas. Hubo un silencio durante el cual ambos quedaron sumidos en sus propios pensamientos. Por fin, Gerald dijo: —Realmente, no sé qué diferencia puede haber para Gudrun entre dar clases en la escuela primaria y venir a casa a darlas a Winnie. —La diferencia que media entre prestar servicios públicos y prestar servicios privados. En la actualidad, el único aristócrata, el único noble, el único rey, es el público. Cualquiera está dispuesto a servir al público, pero ser profesor particular… —No, no me gustaría.
—¡No! Y Gudrun probablemente pensará lo mismo. Gerald meditó durante unos instantes. Dijo: —De todas maneras, mi padre impedirá que Gudrun tenga la sensación de ser una empleada en casa. Le estará tremendamente agradecido, se preocupará por ella, por las clases… —Así debe ser. Y así deberíais reaccionar todos vosotros. ¿Crees que puedes contar con los servicios de Gudrun Brangwen sólo mediante dinero? Es igual a ti en todo, quizá superior. —¿Tú crees? —Sí, y si no tienes el valor suficiente para reconocerlo, espero que Gudrun rechace la oferta, y deje que soluciones el problema por tus propios medios. —Sin embargo, si Gudrun es realmente igual a mí, desearía que no fuera maestra de escuela, porque, generalmente, no estimo que los maestros de escuela sean mis iguales. —Tampoco yo lo estimo, maldita sea. Pero ¿acaso soy maestro debido a que doy clases, y acaso cura porque predico? Gerald se echó a reír. Cuando se abordaban estos temas, siempre se sentía inseguro. No quería afirmar su superioridad social, pero era incapaz de ejercer una intrínseca superioridad personal, debido a que jamás basaría su escala de valores en el puro ser. En consecuencia, se mantenía en inestable equilibrio sobre una tácita presunción de categoría social. Ahora, Birkin quería que Gerald aceptara la intrínseca diferencia que media entre los seres humanos, lo cual Gerald no estaba dispuesto a hacer. Esto infringía su sentido del honor social, sus principios. Gerald se levantó, dispuesto a irse. Sonriendo, dijo: —Durante esta temporada no he prestado a mis negocios la atención debida. Riendo, con acento burlón, Birkin dijo: —Hubiera debido recordártelo antes. También riendo, aunque inseguro, Gerald repuso: —Sabía que dirías algo parecido. —¿De veras? —Sí, Rupert. Nosotros no podemos ser como tú, ya que si lo fuéramos, no tardaríamos en hundirnos. Cuando esté por encima de todos los mundanales problemas, me olvidaré de los negocios. Sarcástico, Birkin observó:
—Y ahora no estamos hundidos, claro. —No tanto como imaginas. De todas formas aún tenemos lo suficiente para poder comer y beber… Birkin remató la frase de Gerald: —Y para vivir satisfechos. Gerald se acercó a la cama, y bajó la vista para mirar a Birkin, con el cuello al descubierto, y el cabello alborotado cayéndose atractivamente sobre la frente cálida, encima de los ojos tranquilos y quietos, en la cara con expresión satírica. Gerald, recios sus miembros, rebosante de tensas energías, estaba allí, en pie, remiso a irse. La presencia de Birkin le retenía. Gerald carecía de la fuerza precisa para irse. Birkin dijo: —Bueno, adiós Gerald. Y le ofreció la mano que había sacado de dentro de la cama, sonriendo, con mirada chispeante. Gerald cogió firmemente la cálida mano de su amigo, y dijo: —Adiós. Volveré a visitarte pronto. Te echo de menos en el molino. —Dentro de pocos días volveré a estar allí. Las miradas de los dos hombres volvieron a encontrarse. La mirada de Gerald, penetrante como la de un halcón, desprendía ahora una luz cálida, expresando un sentimiento de amor no reconocido. Birkin le miraba como si se encontrara sumido en tinieblas, insondable e ignoto, pero con una calidez que parecía comunicarse al cerebro de Gerald como un fértil sueño. Gerald dijo: —Bueno, adiós, ¿quieres algo? —Nada, gracias. Birkin contempló cómo la figura de Gerald, vestida de negro, salía por la puerta. Cuando la cabeza rubia hubo desaparecido, Birkin dio media vuelta, disponiéndose a dormir.