Tanto para Úrsula como para Gudrun se produjo un intermedio en Beldover. Úrsula tenía la impresión de que Birkin había desaparecido de su vida por el momento. En su mundo, Birkin había perdido importancia, había perdido su significado. Úrsula tenía sus propios amigos, sus propias
actividades, su propia vida. Se entregó a sus viejas costumbres con renovadas energías, apartándose así de Birkin. Y Gudrun, después de haber sentido en todo momento, y en todas sus venas, la presencia de Gerald Crich, relacionado incluso físicamente con ella, reaccionaba casi con indiferencia cuando pensaba en él. Gudrun forjaba nuevos planes para irse e intentar emprender una nueva vida. En todo momento algo en su interior la impulsaba a evitar la formación de una definitiva relación con Gerald. Estimaba que lo mejor y más prudente era tener sólo una amistad superficial con él. Gudrun albergaba el proyecto de ir a San Petersburgo, donde tenía una amiga, escultora como ella, que vivía con un acaudalado ruso dedicado, por afición, a diseñar joyas. La vida emotiva y un tanto desarraigada de los rusos gustaba a Gudrun. No quería ir a París. Era una ciudad seca y esencialmente aburrida. Prefería ir a Roma, Munich, Viena, o a San Petersburgo o Moscú. Tenía una amiga en San Petersburgo y otra en Munich. Escribió a las dos para que la informaran en lo tocante a viviendas o habitaciones en alquiler. Gudrun tenía algo de dinero. En parte, había regresado a su casa con el fin de ahorrar, y además, había vendido varias obras, había expuesto y sus esculturas habían sido elogiadas. Le constaba que podía ponerse de «moda» si iba a vivir a Londres. Pero conocía Londres y deseaba otra clase de vida. Había ahorrado setenta libras esterlinas, lo cual nadie sabía. Y estaba dispuesta a partir pronto, tan pronto recibiera contestación de sus amigas. Su personalidad, a pesar de su aparente placidez y calma, era profundamente inquieta. Un día las dos hermanas fueron a una casita de labradoras a comprar miel. La señora Kirk, mujer robusta, pálida y de nariz puntiaguda, astuta, con modales de falsa dulzura que ocultaban cierta manera de ser gatuna y perversa, invitó a las dos muchachas a entrar en su cocina, excesivamente acogedora y ordenada. Imperaban allí una comodidad y una limpieza gatunas. En voz levemente quejosa e insinuante, la señora Kirk preguntó: —¿Y qué me dice, señorita Brangwen? ¿Le gusta estar de nuevo en el pueblo? Gudrun, que era a quien la señora Kirk había dirigido la pregunta, odió a aquella mujer al instante. Bruscamente repuso: —Este pueblo no me gusta. —¿No le gusta? Claro, claro, esto no es Londres. Le gusta vivir allí, le gustan los lugares grandes y lujosos. Pero algunos tenemos que contentarnos con Willey Green y Beldover. ¿Y qué piensa de la escuela primaria? Ahora se
habla mucho de ella. Gudrun dirigió una lenta mirada a la señora Kirk. —¿Qué pienso? ¿Quiere decir si considero que es buena? —Sí. ¿Qué opina? —Pues opino que sin duda es una buena escuela. Gudrun había contestado muy fría y secamente. Le constaba que las gentes de las clases bajas odiaban aquella escuela. —¿Sí? Vaya, vaya… He oído hablar mucho de esa escuela, y cada cual opina a su manera. Por eso me interesaba saber lo que piensan los que trabajan en ella. En fin, cada cual tiene su opinión en este mundo… El señor Crich está totalmente a favor de la escuela. Pobrecillo, temo que no seguirá mucho tiempo más en este mundo. Está muy mal. Úrsula preguntó: —¿Ha empeorado? —Sí… desde que perdieron a la señorita Diana. El pobre ha quedado como una sombra. Pobrecito, ha sufrido mucho en este mundo. Con leve ironía, Gudrun preguntó: —¿Usted cree? —Sí, sí, ha tenido muchos problemas. Y es el señor más amable y más bueno que se pueda imaginar. Sus hijos no han salido a él. Úrsula preguntó: —¿Habrán salido a su madre entonces? La señora Kirk bajó un poco la voz: —En muchos aspectos, sí. Era una señora muy orgullosa cuando vino a este lugar… ¡Y tanto que lo era! No se la podía ni mirar, y hablar con ella era un gran honor. La mujer esbozó un gesto seco y astuto. Gudrun preguntó: —¿La conoció de recién casada? —Sí, la conocí. Y fui ama de tres de sus hijos. Y eran terribles los tres, tres diablos… Y Gerald era terrible, un verdadero demonio a los seis meses. La mujer había pronunciado las últimas palabras en un curioso tono de maliciosa astucia. Gudrun dijo: —¿Sí?
—Era un niño voluntarioso y dominante, que a los seis meses ya quería imponerse al ama. Pateaba y chillaba y luchaba como un demonio. Muchas veces tuve que pellizcarle el culito cuando era un niño de cuna. Y más le hubiera valido que se lo hubieran pellizcado a menudo. Pero la madre no quería que se corrigiera a sus hijos. No, no, ni hablar. Todavía recuerdo las discusiones que la señora tenía con el señor Crich. Cuando el señor Crich se enfurecía, cuando estaba realmente tan enfurecido que ya no podía aguantar más, se encerraba en su estudio y azotaba a los niños. Pero, entretanto, ella paseaba arriba y abajo, ante la puerta, como una leona, igual que una leona, con una mirada que parecía dispuesta a cometer un asesinato. Se le ponía una cara capaz de asustar a la misma muerte. Y cuando se abría la puerta, entraba con las manos levantadas, y decía: «¿Qué has hecho a mis hijos, cobarde?». Se ponía como loca. Creo que el señor Crich le tenía miedo, por eso, antes de atreverse a levantar un dedo contra sus hijos, tenía que ponerse furioso. ¡Menuda vida daban aquellos niños a la servidumbre! Y solíamos dar gracias a Dios cuando uno de ellos recibía su merecido. Eran el tormento de nuestra vida. Gudrun dijo: —¿De veras? —Eran un tormento en todo. Si una no los dejaba estrellar las tazas contra la mesa, si no se les permitía arrastrar al gato con un cordel atado al cuello, si no se les daba lo que pedían, y no hacían más que pedir, entonces chillaban, lloraban y pataleaban, y venía su madre y preguntaba: «¿Qué le pasa al niño? ¿Qué le ha hecho al niño? ¿Dime, pequeño, qué te han hecho?». Y la madre se volvía hacia una como si estuviera dispuesta a patearla. Pero no, a mí no me pateaba, no. Yo era la única que podía tener a raya a aquellos diablillos, sus hijos, sí, porque ella no se ocupaba de sus hijos. No se molestaba en absoluto por ellos. Pero los niños tenían que hacer lo que les diera la gana, y no se les podía decir nada. Y el señorito Gerald era el mimado. Me fui cuando él tenía un año y medio; no podía aguantar más allí. Pero cuando el señorito Gerald era un niño de cuna, tenía que pellizcarle el trasero, si no, no había manera de dominarlo, y no me arrepiento de haberlo hecho. Gudrun salió de allí rebosante de furia y aborrecimiento. La frase «Le pellizcaba el culito» había provocado en ella una furia blanca y pétrea. No podía tolerarla, y sentía deseos de que la mujer fuera arrastrada fuera de su casa y ahorcada. Pero la frase había quedado grabada en su mente para siempre, y no había manera de borrarla. Gudrun pensó que algún día tendría que repetírsela a Gerald, para ver cómo reaccionaba. Y se odió a sí misma por haber tenido semejante idea. Pero, en Shortlands, la lucha que había durado toda una vida tocaba a su
fin. El padre estaba enfermo y pronto moriría. Padecía dolores internos que absorbían toda su energía vital, y sólo dejaban en él algunos restos de conciencia. El silencio fue dominándole más y más, y de esa manera la percepción de cuanto había a su alrededor fue haciéndose menos y menos aguda. El dolor parecía absorber su actividad. Sabía que llevaba el dolor en su cuerpo, y sabía que volvería a atormentarlo. El dolor era como una realidad que le acechaba en las tinieblas, dentro de su cuerpo. Y el padre carecía del poder o de la voluntad de ir en busca del dolor en su escondrijo, y conocerlo. Allí estaba el dolor, en la oscuridad, el gran dolor que de vez en cuando le desgarraba y que luego guardaba silencio. Y cuando el dolor le atacaba, se quedaba encogido, en silenciosa sumisión, y cuando le dejaba, se negaba a estudiarlo y conocerlo. El dolor se hallaba envuelto en tinieblas, y el padre permitía que siguiera allí, ignoto. Jamás reconocía su existencia, salvo en un secreto rincón de su fuero interno, donde se acumulaban sus temores y secretos jamás revelados. En resumen, sentía un dolor, el dolor desaparecía, y casi no había diferencia. Eso incluso le estimulaba, le excitaba. Pero, poco a poco, el dolor absorbió su vida. Poco a poco, le quitó todas sus fuerzas, le desangró sumiéndolo en la oscuridad, le apartó de los manantiales de la vida y le sumergió en las tinieblas. En aquel ocaso de su vida pocas eran las cosas que el viejo Crich podía ver. Los negocios, su trabajo, eso había desaparecido totalmente. Sus intereses en los asuntos públicos habían desaparecido asimismo, como si jamás hubieran existido. Incluso su familia se había transformado en algo ajeno a él, y sólo podía recordar, en una zona leve y no esencial de su propio ser, que éste, aquél y el otro eran hijos suyos. Pero se trataba de un hecho histórico, en modo alguno vital para él. Tenía que efectuar un esfuerzo para saber la relación que tenía con sus hijos. Ni siquiera su esposa existía realmente. Su esposa era como las tinieblas, como el dolor en su interior. Gracias a una extraña asociación, las tinieblas que contenían el dolor y las tinieblas que contenían a su esposa eran idénticas. Toda su comprensión y todos sus pensamientos adquirieron un carácter confuso y borroso. Su esposa y el voraz dolor formaban un mismo poder oscuro hostil a él, con el que jamás se enfrentaba. Jamás expulsó al temor de la guarida en que se había alojado, en su interior. Sólo sabía que había una guarida que era un lugar oscuro, y que algo vivía en aquella oscuridad, algo que de vez en cuando salía para atormentarle. Pero no se atrevía a penetrar en aquella oscuridad y expulsar de ella a la bestia para situarla a la luz. Prefería ignorar su existencia. Pero, de la manera vaga que le era propia, el temor era su esposa, la destructora, y era el dolor, era la destrucción, unas tinieblas que eran cada uno y los dos, al mismo tiempo. Rara vez veía a su esposa, que apenas salía de su cuarto. Muy de vez en cuando salía, con la cabeza inclinada hacia delante, y con su voz baja y segura de sí misma, y le preguntaba cómo se encontraba. Y él, siguiendo la costumbre
observada durante más de treinta años, contestaba: «Bien, me parece que no he empeorado». Pero temía a su esposa, bajo la defensa de la costumbre, la temía casi tanto como a la muerte. Pero el padre había sido toda la vida fiel a sus criterios y jamás los había quebrantado. Y moriría sin quebrantarlos, sin saber cuáles eran los sentimientos que albergaba con respecto a su esposa. Toda su vida había dicho: «Pobre Christiana, tiene un carácter tan duro…». Con inquebrantable voluntad se había mantenido en esa postura con respecto a su esposa y había sustituido toda la hostilidad que hacia ella sentía por la piedad: la piedad había sido su escudo y su salvaguarda, su arma infalible. Y en su conciencia seguía apiadándose de ella, por tener una personalidad tan violenta, tan impaciente. Pero la piedad se iba extinguiendo juntamente con su propia vida, y el miedo, que casi era terror, cobraba más y más vida. Pero antes de que la armadura de su piedad quedara realmente hecha añicos, él moriría igual que un insecto con el caparazón quebrado. Ésa era su última defensa. Los otros seguirían viviendo y sabrían lo que es la muerte en vida, y el subsiguiente proceso de caos sin posible esperanza. Él no. Él negaba a la muerte su victoria. Había sido siempre fiel a sus criterios, fiel a su caridad, fiel a su amor al prójimo. Quizá había amado al prójimo más que a sí mismo, lo cual significa ir más allá del mandamiento. Esta llama, la llama de procurar el bienestar al prójimo, había ardido siempre en su corazón, sosteniéndolo en todos los trances. Tenía muchos trabajadores a sueldo, era un gran propietario de minas. Y en su corazón siempre había sentido que él era, en Cristo, uno con sus trabajadores. E incluso se había sentido inferior a ellos, como si, mediante la pobreza y el trabajo, ellos estuvieran más cerca de Dios que él. Siempre había manifestado la creencia de que sus trabajadores, los mineros, eran quienes tenían en sus manos el medio de la salvación. Para acercarse a Dios tenía que acercarse a sus mineros. Su vida debía gravitar hacia sus trabajadores. Inconscientemente, éstos eran su ídolo, eran su Dios hecho carne. En ellos rendía culto a la más alta, grande, comprensiva y monótona deidad de la humanidad. Y su esposa se había opuesto sistemáticamente a sus criterios, como uno de los grandes diablos del infierno. Extraña, como un ave de presa, con la fascinante belleza y abstracción del halcón, su esposa había golpeado las rejas de su filantropía e, igual que un halcón enjaulado, se había sumido en el silencio. Gracias a las circunstancias, debido a que el mundo entero se confabulaba para que la jaula fuera inquebrantable, él había sido más fuerte que su esposa y la había mantenido en aquella prisión. Siempre la había amado, la había amado intensamente. En el interior de la jaula, ella jamás había visto que le negaran algo, y gozaba de todo género de libertades.
Pero su esposa casi había enloquecido. Mujer de temperamento salvaje y dominante, no pudo soportar la humillación que para ella significaba la suave y casi suplicante amabilidad de su marido con todo el mundo. Los pobres no engañaban al viejo Crich. Sabía que acudían a él precisamente los individuos de peor especie, para pedirle dinero, para abusar de su bondad. Afortunadamente para él, la mayoría tenía el orgullo preciso para no pedir nada, la independencia necesaria para no llamar a su puerta. Pero, en Beldover, al igual que en todas partes, había también aquellos individuos dados al lamento, parasitarios, innobles, que se arrastraban pidiendo limosna y que vivían de la sangre de la comunidad, como piojos. Del cerebro de Chistiana Crich surgían llamas cuando veía a otras dos mujeres, de cara pálida, serviles, vestidas con ropas negras de dudosa limpieza, avanzar por el sendero, con aire lúgubre, camino de la puerta. De buena gana hubiera azuzado a los perros contra ellas: «¡Rip! ¡Ring! ¡Ranger! ¡A ellas! ¡Echadlas, muchachos!». Pero Crowther, el mayordomo, así como el resto de la servidumbre, estaba de parte del señor Crich. Sin embargo, cuando su marido no se encontraba en casa, la señora Crich se lanzaba como una loba sobre los mendicantes: «¿Qué queréis? Aquí no tenemos nada para vosotras. Y no volváis a entrar en esta casa. Simpson, llévalos fuera y no dejes que entren más». Los criados tenían que obedecerla. Y Christiana Crich se quedaba allí, en pie, mirando con expresión de águila, mientras el lacayo, confusa y torpemente, llevaba a las lúgubres mujeres por el sendero, camino de la puerta, como si fueran sucios pavos de Navidad, andando deprisa ante él. Pero, por el guardián, pronto llegaron a saber las horas en que el señor Crich estaba fuera, y comenzaron a hacer esas visitas en los momentos más favorables para ellos. Durante los primeros años, muchas fueron las veces en que Crowther golpeaba suavemente la puerta: —Visitas para el señor. —¿Qué nombre han dado? —Grocock, señor. —¿Qué quieren? Esta pregunta era formulada en tono un poco impaciente y un poco gratificado. Al señor Crich le gustaba que recurrieran a sus caritativos sentimientos. —Se trata de un niño, señor. —Hágale pasar a la biblioteca y dígale que no deben venir después de las once de la mañana. Bruscamente, su esposa decía:
—¿Por qué te levantas de la mesa? —Debo hacerlo. No representa molestia alguna escuchar lo que tengan que decirme. —¿Cuántos han venido hoy? ¿Por qué no pones la casa a su disposición? Si sigues así, pronto me echarán de casa a mí y a mis hijos. —Sabes perfectamente, querida, que puedo escuchar todo lo que tengan que decirme. Y si tienen verdaderos problemas, mi deber es ayudarlos en lo que pueda. —Sí, tu deber es invitar a todas las ratas del mundo a que vengan a roerte los huesos. —Vamos, Christiana, vamos. No es eso. Ten un poco más de caridad. Pero su mujer a menudo salía bruscamente de la estancia e iba al estudio. Y allí encontraba a los desmejorados pedigüeños, con aspecto de hallarse en la sala de espera de un médico, y les decía: —El señor Crich no puede verles. A esta hora no puede. ¿Creen que el señor Crich está a su servicio? ¿Creen que pueden venir cuando les dé la gana? Váyanse, no hay nada para ustedes aquí. La pobre gente se levantaba aturdida. Pero el señor Crich, pálido, con barba negra, conciliador, aparecía detrás de su esposa, y decía: —Sí, no me gusta que vengáis tan tarde. Escucharé siempre lo que tengáis que decirme a primera hora de la mañana, pero después ya no puedo hacerlo. ¿Qué te pasa, Gittens? ¿Cómo sigue tu esposa? —Muy mal, señor Crich, se está acabando, señor Crich… A veces, la señora Crich tenía la impresión de que su marido fuera una sutil ave de carroña que se alimentara con las miserias ajenas. Le parecía que su marido jamás estaba satisfecho si alguien no le contaba alguna historia sórdida, que se tragaba con cierta fúnebre y comprensiva satisfacción. Su marido no tendría raison d’être si en el mundo no hubiera lúgubres miserias, igual que el empresario de pompas fúnebres carecería de sentido en un mundo sin entierros. La señora Crich se replegó sobre sí misma, se alejó de aquel mundo de reptante democracia. Con una prieta y dura faja de exclusión alrededor de su corazón, la señora Crich vivía en un aislamiento feroz y endurecido, animada por una hostilidad pasiva pero terriblemente pura, como la de un halcón preso en una jaula. Con el paso de los años, tuvo cada vez menos y menos noción del mundo, parecía absorta en cierta esplendente abstracción, casi puramente inconsciente. Solía vagar por la casa y por los campos de alrededor, mirando
vivamente, y sin ver nada. Apenas hablaba. No mantenía relaciones con el mundo. Y ni siquiera pensaba. Vivía consumiéndose en una feroz tensión de hostilidad, como el polo negativo de un imán. Y tuvo muchos hijos. Sí, ya que, con el paso del tiempo, llegó a no contradecir en nada a su marido, ni con palabras, ni con actos. Desde el punto de vista externo, ni se fijaba en él. Se sometía a él, dejaba que tomara lo que quisiera tomar, que hiciera con ella lo que quisiese. Era como un halcón que, con indiferencia, se somete a todo. La relación entre la señora Crich y su marido era una relación sin palabras, desconocida, pero profunda y terrible. Era una relación de suma destrucción recíproca. Y el señor Crich, hombre que triunfaba en el mundo, que iba perdiendo más y más vitalidad, vaciándose de ella, como si escapara de su interior en algo parecido a una hemorragia. La señora Crich permanecía arrinconada como un halcón en su jaula; pero, aunque su mente había quedado aniquilada, en su interior el corazón seguía altivo e intacto. Por eso, hasta el último instante, el señor Crich iba al encuentro de su esposa, y, hasta que perdió totalmente las fuerzas, la estrechaba en sus brazos. La terrible luz blanca y destructiva que ardía en los ojos de la señora Crich solamente servía para excitar y provocar mayormente a su marido. Hasta que quedó desangrado y medio muerto, y entonces temió a su mujer más que cuanto en su vida había temido. Pero siempre se decía a sí mismo lo muy feliz que había sido, y lo mucho que había amado a su esposa, con un amor puro que le consumía desde el instante en que la conoció. La consideraba pura y casta. La blanca llama que sólo él conocía, la llama de la sexualidad de su mujer, era una blanca flor de nieve en su mente. Christiana era una maravillosa y blanca flor de nieve, a la que él había deseado infinitamente. El señor Crich agonizaba, con todas sus ideas e interpretaciones intactas. Sólo se derrumbarían cuando soltase su último aliento. Hasta ese instante, serían puras verdades para él. Sólo la muerte revelaría cuán perfectamente completa era la mentira. Hasta la muerte, Christiana sería la blanca flor de nieve del señor Crich. La había subyugado, y la subyugación de Christiana representaba para el señor Crich una infinita castidad, una virginidad que él jamás podría quebrantar y que le dominaba como un hechizo. La señora Crich había dejado que el mundo exterior huyera de ella; pero, en su interior, la señora Crich seguía íntegra y con todas sus facultades. Se limitaba a estar sentada en su gabinete, como un meditativo y maltrecho halcón, quieta, sin pensar. Sus hijos, de los que tan orgullosa había estado en su juventud, ya no significaban casi nada para ella. Todo eso lo había perdido, y estaba totalmente sola. Únicamente Gerald, el esplendente, tenía cierta existencia para ella. Pero en los últimos años, desde que Gerald se puso al frente de los negocios, la señora Crich también se había olvidado de él.
Contrariamente, el padre, en su trance de muerte, recurría a Gerald en busca de compasión. Siempre había existido cierta oposición entre los dos. Gerald había temido y despreciado a su padre, y, en mayor grado todavía, había evitado el trato con él durante la adolescencia y la juventud. Y el padre había sentido muy a menudo verdadera antipatía hacia su hijo mayor, antipatía que se negó a reconocer, debido a que no quería manifestarla. En la medida de lo posible, había hecho caso omiso de Gerald, sin apenas tratarle. Sin embargo, Gerald regresó al hogar y asumió responsabilidades en la empresa, demostrando ser un director tan maravilloso que el padre, cansado y asqueado de las preocupaciones que los asuntos comerciales le reportaban, confió la dirección de todos ellos a su hijo, dejándolo todo, implícitamente, a su arbitrio; poniéndose, de manera un tanto conmovedora, a merced de su enemigo. Eso inmediatamente suscitó agudos sentimientos de lástima y de lealtad en el corazón de Gerald, quien siempre se había sentido bajo una sombra de desprecio y de enemistad no reconocida. Por otra parte, Gerald era contrario al ejercicio de la caridad, en reacción contra su padre, a pesar de lo cual vivía dominado por ella, ya que ocupaba un lugar predominante en la vida interior de la familia, por lo que no podía rechazarla. Por eso, Gerald estaba en parte dominado por aquello que su padre preconizaba aun cuando reaccionaba en contra de ello. Gerald no tenía manera ya de liberarse de esas ataduras. Se sentía avasallado por cierta lástima, dolor y ternura, a pesar de la profunda y dura hostilidad que su padre provocaba en él. El padre se ganó la protección de Gerald gracias al sentimiento de compasión que en él provocaba. Sin embargo, la fuente del amor del padre era Winifred. Ésta, la pequeña de la casa, era el único hijo del señor Crich a quien éste había amado intensamente. La amaba con el gran amor, el amor avasallador, el amor de protección propio del hombre que se encuentra próximo a la muerte. Deseaba protegerla infinitamente, infinitamente, envolverla en calor de protección y amor perfectos. Quería evitar que Winifred llegara a conocer siquiera un dolor, una pena, una ofensa. El señor Crich había sido toda la vida un hombre recto y sin tacha, siempre constante en el ejercicio de la bondad. Y su amor por la niña, por Winifred, era su última pasión de rectitud. Sin embargo, había cosas que preocupaban al señor Crich todavía. El mundo se había alejado de él a medida que sus fuerzas menguaban. Ya no había gente pobre, ofendida y humilde a la que proteger y socorrer. El señor Crich había perdido a esa gente. Ya no había más hijos o hijas causantes de preocupaciones que pesaran sobre él como una responsabilidad anormal. También habían quedado borrados de la realidad. Todas esas cosas se le habían escapado de las manos, dejándole libre. Quedaba el miedo oculto, el horror, que su mujer le inspiraba, tanto si ésta se encerraba, extraña y sin pensamiento, en su cuarto, como si iba a su
encuentro con paso lento y furtivo, con la cabeza inclinada hacia delante. Pero el señor Crich apartaba esto de su mente. Sin embargo, ni siquiera aquella rectitud observada durante toda su vida podía liberarle del horror interior que sentía. De todas maneras, aún podía tener a raya este horror. Jamás le atacaría abiertamente. La muerte llegaría antes. Pero ¡estaba Winifred! Si al menos pudiera tener la seguridad de dejarla bien encauzada… Desde la muerte de Diana y la agravación de su enfermedad, las ansias de seguridad del señor Crich con respecto a Winifred llegaron a constituir casi una obsesión. Parecía que, incluso en la agonía, el señor Crich tuviera que padecer otra ansiedad, otra responsabilidad de amor, de caridad, en su corazón. Winifred era una niña extraña, sensible, que se dejaba llevar por arrebatos, con el cabello negro y el aire reposado de su padre, aunque independiente y espontáneo. Era inconstante, mudable, hasta el punto que parecía que sus propios sentimientos carecieran de importancia para ella. A menudo hablaba y jugaba como la más alegre e infantil de las niñas, y daba muestras del más cálido y delicioso afecto hacia ciertas cosas, de manera especial hacia su padre y hacia los animales que la niña se complacía en tener. Pero si le decían que su querido gato Leo había sido atropellado por un automóvil, volvía la cabeza a un lado y, con una leve contracción de sus facciones, como si la noticia hubiera provocado en ella una reacción de resentimiento, decía: «¿Ah, sí?». Y luego se olvidaba del asunto. Solamente sentía antipatía hacia el criado que le hubiera dado la mala noticia y que deseaba que ella se entristeciera. No quería enterarse, y ése era el factor dominante de su reacción. Evitaba el trato con su madre y con casi todos los miembros de la familia. Pero amaba a su padre, porque éste siempre quería que fuese feliz, y porque, cuando su padre se encontraba ante ella, parecía rejuvenecerse y comportarse con cierta irresponsabilidad. Sentía simpatía por Gerald, debido a la impresión de dominio de sí mismo que causaba. Le gustaban las personas que convertían la vida en un juego. Tenía una pasmosa capacidad crítica instintiva, y era una pura anarquista y aristócrata al mismo tiempo. Aceptaba a sus iguales donde fuera que los hallara, y hacía caso omiso, con beatífica indiferencia, de sus inferiores, tanto si se trataba de sus hermanos como de opulentos invitados a la casa, de gente humilde o de criados de la familia. Era una personalidad absolutamente propia e individual, sin influencias ajenas. Parecía que careciera de todo género de propósitos, que careciera del sentido de la continuidad, y que viviera sencillamente instante tras instante. Debido a cierta extraña y última ilusión, el padre creía que todo su destino dependía de proporcionar la felicidad a Winifred, de aquella Winifred que jamás podía sufrir, porque jamás establecía relaciones vitales, capaz de perder lo que más quería en la vida y no dar muestras del menor cambio al día
siguiente, olvidada de lo ocurrido de manera que parecía deliberada, cuya voluntad era tan extraña y fácilmente libre, anarquista, casi nihilista, que como un pájaro sin alma revoloteaba de acuerdo con su libre voluntad, sin adquirir vinculaciones o responsabilidades que no fueran las del instante presente, que en todas sus actividades rompía los hilos de las relaciones serias con manos beatíficamente libres, en realidad nihilistas; a causa de que jamás experimentaba preocupaciones, aquella Winifred era quien debía ser objeto de la última pasión del padre. Cuando el señor Crich se enteró de que cabía la posibilidad de que Gudrun Brangwen fuera a la casa para enseñar a Winifred a dibujar y a modelar, vio en ello el camino de salvación de la niña. Estaba convencido de que Winifred tenía talento artístico, había visto a Gudrun y le constaba que era una persona excepcional. Confiaría Winifred a Gudrun, en la seguridad de que depositaba su confianza en una persona que la merecía. En Gudrun la niña encontraría una dirección y una fuerza positiva, y el señor Crich albergaba el convencimiento de que así no dejaría a la niña sin dirección ni defensa. Si conseguía injertar a la niña en un árbol de expresión antes de morir, habría cumplido con su deber. Y , gracias a Gudrun, esa posibilidad podía convertirse en realidad. El señor Crich no dudó ni un instante en llamarla. Mientras el padre se acercaba más y más a la muerte, Gerald experimentaba una creciente sensación de riesgo. Después de todo, su padre se había enfrentado con el mundo en beneficio de Gerald. Mientras su padre vivía, Gerald no tuvo responsabilidades ante nadie. Pero como su padre estaba próximo a desaparecer, Gerald se encontraba indefenso ante los riesgos, carente de la preparación precisa frente a la tormenta de la vida, igual que el primero de a bordo que, habiéndose amotinado, quedando sin capitán, sólo ve ante él un caos terrible. Gerald no había heredado un orden establecido, ni una idea viva. La idea unificadora de todo parecía que fuera a morir juntamente con su padre, la fuerza centralizadora que mantenía unido el conjunto parecía desaparecer a la par que su padre, y las diversas partes se separaban en terrible desintegración. Gerald tenía la impresión de hallarse a bordo de un buque que se desintegraba bajo sus pies, de estar al mando de una embarcación cuyo maderamen se desprendía pieza a pieza. A Gerald le constaba que, durante toda su vida, había dado tirones al marco de la vida para quebrarlo. Y con algo parecido al terror que siente el niño destructor, se veía al borde de heredar sus propias destrucciones. Y en el curso de los últimos meses, bajo la influencia de la muerte cercana, de las conversaciones con Birkin y de la penetrante personalidad de Gudrun, Gerald había perdido aquella mecánica seguridad en sí mismo que había sido su triunfo. A veces, experimentaba espasmos de odio contra Birkin, contra Gudrun y contra todo el grupo que rodeaba a éstos. Deseaba regresar al más
aburrido conservadurismo, tratar a la gente más estúpida, entre aquella que vivía apegada a los convencionalismos. Quería volver a la más estricta vida conservadora. Pero ese deseo duraba lo suficiente como para moverlo a la acción. Durante su infancia y su adolescencia, Gerald había querido vivir con cierto salvajismo. Los tiempos de Homero eran su ideal, tiempos en que un hombre era el jefe de un ejército de héroes, o en que ese hombre pasaba años viviendo una maravillosa odisea. Odiaba implacablemente las circunstancias que condicionaban su vida, hasta tal punto que apenas conocía Beldover y el valle de las minas de carbón. Apartaba la vista de la ennegrecida región minera que se extendía a la derecha de Shortlands, para mirar los campos y los bosques, más allá del lago de Willey Water. Cierto era que los jadeos y el ajetreo de las minas siempre podían oírse en Shortlands. Pero, desde su más tierna infancia, Gerald no había prestado atención a ese sonido. Había ignorado aquel mar industrial cuyas olas ennegrecidas por el carbón lamían los límites de la finca. Para él, el mundo era un territorio salvaje en el que cazar y nadar y cabalgar. Se rebelaba contra todo género de autoridad. La vida era salvaje libertad. Luego fue enviado a la escuela en régimen de internado, lo cual fue como la muerte para él. Se negó a ir a Oxford, eligiendo, en sustitución, una universidad alemana. Pasó cierto tiempo en Bonn, en Berlín y en Frankfurt. Allí, cierta curiosidad inquietó su mente. Quiso ver y saber de una manera curiosamente objetiva, como si ello fuera una diversión para él. Después tuvo que conocer la guerra. Y luego viajó por aquellas zonas selváticas que tanto le habían atraído. El resultado de todo lo anterior fue que Gerald descubrió que la humanidad era muy parecida en todas partes, y, para una mentalidad como la suya, curiosa y fría, el salvaje resultó más aburrido, menos excitante que el europeo. De esta manera concibió todo género de ideas sociológicas y de reforma. Pero siempre fueron superficiales, y jamás pasaron de ser una diversión intelectual. El interés de estas ideas radicaba principalmente en la reacción contra el orden positivo, en la reacción destructiva. Por fin, descubrió la aventura verdadera en las minas de carbón. Su padre le pidió que trabajara en la empresa. Gerald había estudiado minería, pero jamás le había interesado. Sin embargo, entonces, casi exultante, se hizo cargo de aquel mundo. La gran industria quedó fotográficamente impresa en su alma. De repente, pasó a ser real, y él formaba parte de ella. Por el valle corría el ferrocarril minero uniendo mina con mina. Por los rieles circulaban los trenes, cortos convoyes de vagones con pesada carga, largos convoyes de vagones vacíos, y
todos los vagones llevaban en grandes letras blancas pintadas las iniciales: C. B. AND CO. Había visto desde la primera infancia estas letras blancas en todos los vagones, y tan conocidas le eran que había llegado a no recordarlas, como si no existieran. Pero por fin consiguió ver su propio nombre escrito en la pared. Así tenía la visión del poder. Muchos eran los vagones que recorrían el país con sus iniciales. Gerald, al llegar a Londres en tren, había visto aquellos vagones. Los había visto en Dover. Hasta esos puntos se ramificaba su poderío. Visitó Beldover, Selby, Whatmore, Lethley Bank, las grandes poblaciones mineras que vivían exclusivamente de las minas. Eran feas y sórdidas. Durante su infancia habían sido como llagas en su conciencia. Pero las contemplaba con orgullo. De él dependían cuatro nuevas poblaciones desangeladas y muchos feos villorrios industriales. Veía las multitudes de mineros, como corrientes, discurriendo por los caminos, procedentes de las minas, al terminar el día; millares de seres humanos ennegrecidos y levemente deformes, con labios rojos, todos ellos viviendo sometidos a su voluntad. Gerald avanzaba despacio en su automóvil por el pequeño mercado de Beldover, la noche del viernes, hendiendo una densa masa de seres humanos dedicados a las compras y gastos de la semana. Todos ellos eran sus subordinados. Eran feos y rudos, pero eran también sus instrumentos. Él era el Dios de la máquina. Despacio, automáticamente, aquella gente dejaba paso a su automóvil. Poco importaba a Gerald el que le cedieran el paso con presurosa deferencia o con desgana. Nada le importaba lo que pensaran de él. De repente, su visión había quedado cristalizada. De repente había aprehendido el carácter instrumental de la humanidad. Se había hablado demasiado de humanitarismo, de sentimientos y sufrimientos. Era ridículo. Los sentimientos y los sufrimientos del individuo carecían de toda importancia. Se trataba de simples circunstancias, como el sol. Lo que importaba era simplemente el carácter instrumental del individuo. Del hombre como del cuchillo sólo se debía preguntar: ¿Corta bien? Lo demás no importaba. En el mundo todo tiene su función, y cada cosa es buena o no es buena según cumpla mejor o peor su función. ¿Era un minero buen minero? Si lo era, debía considerársele un ser sin defectos. ¿Era un gerente buen gerente? En caso afirmativo, no había más que pedir. En lo tocante a él mismo, que dirigía la industria en su totalidad, debía preguntarse si era o no era un buen director. Si lo era, su vida se convertía en una vida lograda. Lo demás era secundario. Allí estaban las minas. Eran viejas. Y se estaban agotando. No rendían. Se hablaba de cerrar una o dos. Ése fue el momento en que Gerald entró en escena.
Miró alrededor. Allí estaban las minas. Eran viejas, estaban anticuadas. Eran como viejos leones, ni más ni menos. Volvió a mirar alrededor. ¡Bah…! Aquellas minas no eran más que esfuerzos de mentes impuras. Allí estaban, como abortos de mentes mal preparadas. Debía apartar de su cabeza la idea de aquellas minas. Se olvidó de ellas y pensó únicamente en el carbón que había debajo de la tierra. ¿Cuánto había? Mucho. Pero las viejas instalaciones no podían extraerlo. En consecuencia, había que retorcer el pescuezo a esas instalaciones. Allí estaba el carbón, formando vetas, aunque éstas eran pobres. Allí estaba, materia inerte, como siempre había sido, desde el principio de los tiempos, supeditada a la voluntad del hombre. La voluntad del hombre era el factor determinante. El hombre era el supremo dios de la tierra. Su mente obedecía a su voluntad. La voluntad del hombre era el absoluto, el único absoluto. Y la voluntad de Gerald quería someter la Materia, para ponerla al servicio de sus propios fines. La sumisión en sí misma era lo importante, la lucha sería total, los frutos de la victoria serían meros resultados. Gerald no asumió la dirección de las minas animado por ansias de conseguir dinero. Básicamente, el dinero no le interesaba. No era hombre dado a lujos ni a ostentación, y, a fin de cuentas, la posición social tampoco le interesaba. Quería la pura realización de su voluntad en la lucha con las circunstancias naturales imperantes. Su voluntad quería extraer provechosamente carbón de la tierra. Los beneficios eran simplemente el fruto de la victoria, y la victoria, en sí misma, consistía en llevar a cabo la hazaña. Ante aquel reto, Gerald vibraba de celo. Todos los días iba a las minas, observaba, efectuaba pruebas, consultaba con especialistas, y, poco a poco, concibió un mapa mental de la situación, tal como un general concibe su plan de campaña. Hacía falta imponer un cambio total. Las minas se explotaban por un viejo sistema, sobre la base de una idea caduca. La idea inicial había consistido en sacar de la tierra el dinero preciso para que los propietarios de las minas gozaran de la riqueza suficiente para vivir con comodidad, para que los trabajadores cobraran un salario suficiente y vivieran en condiciones aceptables, y para incrementar la riqueza del país, considerada en términos generales. El padre de Gerald, perteneciente a la segunda generación de propietarios, teniendo ya la fortuna suficiente, sólo había pensado en los obreros. Para él, las minas eran primordialmente grandes campos para producir pan y abundancia para los centenares de seres humanos congregados alrededor. Había vivido y se había esforzado, junto con sus copropietarios, constantemente, en beneficio de sus obreros. Y éstos, en cierto modo, habían recibido esos beneficios. Había pocos pobres, pocos necesitados. Había abundancia, debido a que las minas eran buenas y de fácil explotación. Y los mineros, en aquellos tiempos, al ver que disponían de más dinero de lo que
habían esperado, estaban contentos y se sentían triunfantes. Se consideraban en situación desahogada, se felicitaban por su buena suerte, recordaban que sus padres habían sufrido y pasado hambre, consideraban que los tiempos habían mejorado. Estaban agradecidos a aquellos hombres, los pioneros, los nuevos propietarios, que habían abierto las minas, sacando de ellas aquel caudal de riqueza. Pero el ser humano nunca está satisfecho, y los mineros dejaron de sentir gratitud hacia los propietarios y comenzaron a murmurar. Su contento disminuyó al aumentar sus conocimientos. Querían más. ¿Por qué el amo tenía que ser tan desproporcionadamente rico? Cuando Gerald era todavía un muchacho, hubo una crisis debida a que la Federación de Propietarios cerró las minas cuando los obreros no aceptaron una reducción de los salarios. Ese cierre reveló a Thomas Crich las nuevas condiciones imperantes en la industria. Por ser miembro de la Federación de Propietarios, su sentido del honor le obligó a cerrar las minas en perjuicio de sus trabajadores. Él, el padre, el patriarca, tuvo que negar los medios de vida a sus hijos, a su gente. Él, el hombre rico que tendría dificultades para entrar en el cielo a causa de sus riquezas, tenía que revolverse contra los pobres, contra aquellos que estaban más cerca de Cristo que él, contra los humildes y los ofendidos, contra los que estaban más cerca de la perfección, contra quienes eran nobles y viriles en su labor, y debía decirles: «No trabajaréis y no tendréis pan». Comprender este estado de guerra fue lo que verdaderamente quebrantó el corazón de Thomas Crich. Quería que el amor gobernara su industria. Sí, quería que el amor fuera el poder directivo incluso en las minas. Y luego, bajo la capa del amor, salía a relucir cínicamente la espada, la espada de la necesidad mecánica. Eso fue lo que verdaderamente quebrantó su corazón. Necesitaba aquella ilusión, y la ilusión había quedado destruida. Los trabajadores no estaban contra él, pero estaban contra los patronos. Era una guerra, y, sin quererlo, se encontró en el bando en que, según su conciencia, no hubiera debido hallarse. Airadas masas de mineros se reunían a diario, llevadas por un nuevo impulso religioso. Una idea había prendido en ellos: «Todos los hombres de la tierra son iguales». Y estaban dispuestos a imponer materialmente esta idea. Después de todo, ¿no era enseñanza de Cristo? ¿Y para qué sirve una idea como no sea para constituir el germen de la actuación en el mundo material? «Todos los hombres son espiritualmente iguales, todos son hijos de Dios. ¿De dónde nace, pues, esa evidente desigualdad? Se trataba de un credo religioso encaminado a llegar a su conclusión material. Ante esto, Thomas Crich al menos no podía responder. De acuerdo con sus sinceras creencias, tenía que reconocer que la desigualdad era injusta. Y los trabajadores estaban dispuestos
a luchar en defensa de sus derechos. Eran los últimos impulsos de la última pasión religiosa que quedaba en la tierra. Los trabajadores luchaban inspirados en su pasión por la igualdad. Airadas muchedumbres de trabajadores desfilaban en los pueblos mineros. Iban con el rostro iluminado como si se dirigieran a una guerra santa, y también iban envueltos por la neblina de la codicia. ¿Cómo es posible separar la pasión por la igualdad de la pasión por la codicia, cuándo comienza la lucha por la igualdad en la posesión de bienes? Pero Dios era la máquina. Cada trabajador reclamaba la igualdad en la deidad de la gran máquina de la producción. Y cada hombre era asimismo parte de esa deidad. Cuando la máquina es la deidad, y la producción o el trabajo es el culto, la mente más mecánica es la más pura y la más alta, la representante de Dios en la tierra. Y todos los demás son subordinados, cada cual en su medida. Se produjeron disturbios. Las instalaciones de superficie de la mina de Whatmore ardieron. Era la mina más alejada, junto a la zona de bosques. Vinieron los soldados. Aquel día aciago, desde las ventanas de Shortlands podía verse el resplandor del fuego en el cielo, no muy lejos, y el trenecillo minero con los vagones destinados a transportar a los obreros, cruzaba el valle transportando soldados. Luego se oyó el lejano sonido de los disparos, más tarde se supo que la multitud de trabajadores había sido dispersada, que habían matado a un hombre a tiros, que el incendio había sido extinguido. Gerald, que por entonces era todavía un niño, enloqueció de excitación y de placer. Quería ir con los soldados a matar mineros. Pero no le dejaron salir de la finca. En la puerta había centinelas con fusiles. Sumamente complacido, se quedó junto a los centinelas, mientras grupos de mineros, despreciativos e insultantes, pasaban una y otra vez, gritándole burlones: «Valiente soldado, sin fusil y sin cojones». Escribieron insultos en el muro y en las vallas. Los criados de Shortlands abandonaron la casa. Y , entretanto, Thomas Crich, con el corazón destrozado, donaba centenares de libras esterlinas con fines caritativos. En todas partes se distribuía comida gratuitamente, la comida gratuita sobraba. Cualquiera podía conseguir pan con sólo pedirlo, y una hogaza sólo costaba penique y medio. Todos los días se distribuía una merienda gratuita en uno u otro sitio. Nunca los niños habían merendado mejor. El viernes por la tarde se distribuían a las escuelas grandes cestos repletos de panecillos y pasteles, y grandes jarras de leche. Los colegiales tenían cuanto podían desear. Enfermaron de tanto comer pasteles y de tanto beber leche. Todo terminó y los obreros volvieron al trabajo. Pero nada volvió a ser como antes. Se había creado una nueva situación. Se había impuesto una
nueva idea. Incluso en la máquina debía imperar la igualdad. Ninguna pieza podía estar subordinada a otra pieza; todas debían ser iguales. Se iba camino del caos. La igualdad mística se encuentra en el mundo de lo abstracto, y no en el tener y en el hacer, que, a fin de cuentas, son procesos. En las funciones y en los procesos, un hombre debe estar forzosamente subordinado a otro hombre, una pieza a otra pieza. Es uno de los imperativos del ser. Pero había nacido el deseo del caos, y la idea de la igualdad mecánica era el arma de quebrantamiento que impondría la voluntad de los trabajadores, la voluntad de caos. Gerald era un muchacho en los tiempos de la huelga, pero deseaba ser mayor para luchar contra los mineros. Sin embargo, el padre se encontraba atrapado entre dos medias-verdades, y dividido por ellas. Deseaba ser un cristiano puro, igual a todos los hombres. Incluso estaba dispuesto a dar cuanto tenía a los pobres. Pero, al mismo tiempo, era un gran promotor industrial, y, por eso, sabía perfectamente que debía conservar sus bienes y su autoridad. Esto era, para él, una necesidad divina, igual que su necesidad de dar cuanto poseía. Pero la primera tenía un carácter todavía más divino que la segunda, puesto que era aquella en que basaba su actuación. Sin embargo, debido precisamente a que no actuaba de acuerdo con el otro ideal, éste le dominaba, y padecía mortales torturas por no cumplir con lo que estimaba su obligación. Quería ser un padre de amante dulzura y sacrificada benevolencia. Los mineros le echaban en cara los miles de libras esterlinas que ganaba todos los años. No se dejaban engañar. Cuando Gerald creció y adquirió conocimientos, alteró su posición. La igualdad le importaba muy poco. La actitud cristiana de amor y sacrificio le parecía una antigüedad. Sabía que la jerarquía y la autoridad debían imperar en el mundo, y que de nada servía mentir al respecto. Y debían imperar por la sencilla razón de que eran funcionalmente necesarias. No, no eran un fin en sí mismas. Podían compararse a la pieza de una máquina. Él mismo era una pieza rectora, básica, y las masas de hombres formaban las piezas regidas, de una manera u otra. Se trataba de un hecho simple. Era inútil excitarse debido a que un eje central mueve cien ruedas periféricas, o debido a que el universo entero gira alrededor del sol. A fin de cuentas, sería una tontería decir que la luna y la tierra, Saturno, Júpiter y Venus tienen tanto derecho, cada uno de ellos por separado, como el Sol, a ser el centro del universo. Semejante afirmación sólo puede hacerse con el deseo de que se produzca el caos. Sin tomarse la molestia de pensar una conclusión, Gerald la encontró. Olvidó el problema de la igualdad democrática en su integridad, por considerarlo una tontería. Lo importante era la gran máquina social de producción. Importaba que funcionara perfectamente, que produjera la cantidad suficiente de todo, que todo hombre recibiera una porción racional,
mayor o menor según fuera su gradación o magnitud funcional, que todo hombre se divirtiera y diera satisfacción a sus apetitos a su manera, siempre y cuando no causara daño a los demás. En esta disposición de ánimo, Gerald se puso a trabajar para imponer orden en la gran industria. Gracias a sus viajes y a sus lecturas, había llegado a la conclusión de que el esencial secreto de la vida era la armonía. Sin embargo, no definió ante sí mismo qué era esa armonía. La palabra le gustaba, y estimaba que había llegado a conclusiones propias. Procedió a poner en práctica su filosofía a través de la imposición de un orden en el mundo establecido, traduciendo la mística palabra «armonía» en la práctica palabra «organización». Tan pronto como vio la empresa, se dio cuenta de lo que podía hacer. Tenía que librar una batalla contra la Materia, contra la tierra y el carbón que albergaba. Ésta era la única idea: enfrentarse con la materia inanimada del subsuelo y someterla a su voluntad. Y , para librar esa lucha contra la materia, necesitaba tener perfectos instrumentos en una organización perfecta, un mecanismo tan sutil y tan armonioso en su funcionamiento que fuera equivalente a la mente de un solo hombre, y que, gracias a la implacable repetición de determinado movimiento, cumpliera su finalidad de manera irresistible, inhumana. Este inhumano principio del mecanismo que quería construir era lo que infundía en él una exaltación casi religiosa. Él, el hombre, podía interponer un medio perfecto, inmutable, divino, entre su propia persona y la Materia que tenía que someter. Había dos términos opuestos: su voluntad y la resistente Materia de la tierra. Y , entre los dos, podía situar la mismísima expresión de su voluntad, la encarnación de su poder, una máquina grande y perfecta, un sistema, una actividad de puro orden, de pura repetición mecánica, de repetición ad infinitum, y, en consecuencia, eterna. Encontró Gerald su infinitud y su eternidad en el puro principio maquinal de la perfecta coordinación en un puro, complejo e infinitamente repetido movimiento, semejante al rodar de la rueda. Pero sería un rodar productivo, del mismo modo que el rodar del universo puede llamarse un rodar productivo, una repetición productiva en la eternidad, en lo infinito. Y esto último es el movimiento de Dios, esa productiva repetición ad infinitum. Y Gerald era el Dios de la máquina, Deus ex Machina. Y la voluntad productiva del hombre, en su integridad, era el Ente Divino. Había descubierto la misión de su vida, consistente en tender sobre la tierra un grandioso y perfecto sistema, en que la voluntad humana funcionara suavemente, sin limitaciones, intemporal, como una divinidad viviente. Tenía que comenzar con las minas. Allí estaban los elementos: en primer lugar, la resistente materia del subsuelo; luego, los instrumentos para dominarla, instrumentos humanos y metálicos; y, por fin, su propia voluntad pura, su
mente. Sería preciso llegar a un maravilloso acoplamiento de miríadas de instrumentos, humanos, animales, metálicos, energéticos, dinámicos, una maravillosa fusión de miríadas de minúsculas entidades formando un todo grande y perfecto. Y entonces se habría alcanzado la perfección, la voluntad del altísimo quedaría perfectamente realizada, la voluntad de la humanidad perfectamente cumplida, pues ¿acaso la humanidad no estaba místicamente contrapuesta a la materia inanimada? ¿Acaso la historia de la humanidad no consistía en la historia de la conquista de la Materia por la propia humanidad? Los mineros quedaron atrás. Mientras se hallaban todavía en sus luchas por la divina igualdad del hombre, Gerald los había rebasado, les había dado, en esencia, toda la razón, y había emprendido el camino, en su calidad de ser humano, de imponer la voluntad de la humanidad, globalmente considerada. Solamente pensaba en los mineros, con superior altura de miras, cuando estimaba que la única manera de realizar la voluntad del hombre radicaba en construir una máquina perfecta e inhumana. Pero pensaba en ellos de una manera sumamente abstracta, por cuanto los mineros quedaban muy atrás, anticuados, peleando por su igualdad material. El deseo de igualdad ya se había transformado en aquel nuevo y más grandioso deseo, el deseo de un mecanismo perfecto interpuesto entre el hombre y la Materia, el deseo de traducir la Divinidad en un puro mecanismo. Tan pronto como Gerald comenzó a actuar en la empresa, las convulsiones de la muerte estremecieron al viejo sistema. Durante toda su vida había sido torturado por un demonio furioso y destructivo que, a veces, le poseía como una locura. Ese talante penetró como un virus en la empresa y produjo violentas erupciones. Terribles e inhumanos eran los exámenes que Gerald efectuaba de todos los detalles. No había intimidad que quedara a salvo, no había viejos sentimientos que fueran respetados, Gerald lo atacaba todo. Fijó su atención en los viejos y grises directores, en los viejos y grises oficinistas, en los viejos jubilados medio chochos, y se desprendió de ellos como si se tratara de trastos. La empresa entera le parecía un hospital de empleados inválidos. Gerald no tuvo problemas emotivos que obstaculizaran su trabajo. Dispuso las jubilaciones y la concesión de pensiones que estimó necesarias, buscó sustitutos eficientes, y, cuando los encontró, los colocó en los puestos de los viejos empleados. Sostenía con su padre conversaciones como la siguiente. En tono de súplica y como pidiendo disculpas, el padre le decía: —He recibido una carta conmovedora de Letherington. ¿No crees que el pobre podría continuar un tiempo más en su puesto? Siempre estimé que era muy bueno en su trabajo. —Otro ocupa su lugar ahora, padre. Puedes tener la seguridad de que
Letherington será más feliz fuera de la empresa. Su pensión no es mala ni mucho menos. —No es la pensión lo que el pobre hombre quiere. Es que le mortifica la idea de que se le considere inútil. Dice que estaba convencido de que aún podría trabajar veinte años más. —No es ésa la clase de trabajo que necesito. No comprende la situación. El padre suspiraba. Y llegó el momento en que no quiso saber lo que ocurría en la empresa. Estimaba que era preciso revisar la explotación de las minas si se pretendía proseguir su explotación. A fin de cuentas, a la larga sería peor para todos tener que cerrar las minas. De todas maneras, el caso era que el padre no podía complacer a sus viejos y fieles servidores cuando recurrían a él, y se limitaba a repetir: «Gerald dice…». De esta manera, el padre fue retirándose más y más a las sombras. Todo su esquema de la vida real había quedado roto. Había sido un hombre justo, de acuerdo con su criterio. Y sus opiniones habían sido las de la Gran Religión. Pero al parecer habían quedado anticuadas, superadas por la marcha del mundo. El padre no podía comprenderlo. Se limitó a retirarse, con su criterio, a un lugar de oscuridad y silencio. Las hermosas velas de la fe, que ya no servían para iluminar el mundo, aún ardían dulcemente y con luz suficiente en aquel oscuro lugar de su alma, en el silencio de su aislamiento. Gerald procedió inmediatamente a reformar la empresa, comenzando por las oficinas. Era preciso efectuar draconianas reducciones de los gastos, a fin de que fuera posible llevar a cabo las grandes alteraciones que se proponía imponer. Gerald preguntó: —¿Qué son esas cargas de carbón