Muñecas de hollín

III Debussy



 

Las piedras que adornaban el camino iban desapareciendo a medida que la carroza subía la empinada montaña. El caballo no disminuía el ritmo, estaba acostumbrado a llenarse las pezuñas con arena negra del bosque. El camino rústico era proporcional al ambiente oscuro y tormentoso, un contexto perfecto para la imaginación de un escritor de horrores y pesadillas. Levi Debussy se fascinaba con las figuras aterradoras que se imaginaba en las siluetas de los árboles.

―Joven, falta poco para llegar, pero el camino está un tanto oscuro ―advirtió el cochero, asomando la nariz por la ventana.

―Descuide, me gusta el panorama ―respondió Levi, tratando de anotar y dibujar las siluetas en la libreta.

Al cabo de unos minutos, el sendero de piedra volvió a aparecer y los característicos pasos de las pezuñas del caballo en las piedras repicaron nuevamente, indicativo de su llegada. La carroza se detuvo. El cochero tocó la ventana para avisar el final del trayecto. Animoso, Debussy bajó con rapidez, desmontando su maleta y la maravillosa vista de aquella mansión frente a sus narices lo distrajo de sus asuntos.

Una gigantesca casa pintada de un rojizo oscuro y tenebroso, la oscuridad de la noche y el brillo de la luna le daban un toque lúgubre y aterrador. Los vellos de la nuca se le erizaron de golpe, la emoción por entrar lo excitaba. Una majestuosa pieza de arquitectura victoriana, decorada con estatuas de arlequines y payasos, con piezas en oro y bronce.

―Es hermosa, lástima que este sitio está embrujado ―comentó el cochero, devolviendo a Levi a la realidad.

―Lo sé, es precisamente por eso que estoy aquí ―dijo el escritor, feliz de contestar esa pregunta.

―¿Es usted uno de esos reporteros paranormales? ―Se emocionó el cochero.

―¿Cómo los investigadores que salen en los periódicos y desvelan mentiras? ―preguntó Levi, ansioso de la respuesta de un ignorante curioso.

―Sí, esos mismos ―confirmó el sujeto―. No quiero decepcionarlo, pero yo no me quedaría en Pierrot Rouge, esta mansión está realmente maldita ―corroboraba el tipo, su seguridad confirmaba las sospechas del escritor.

―Espero con mucho fervor que lo que usted dice sea verdad. No soy un reportero, pero sí tengo pasión por lo paranormal. Soy escritor de novelas de horror ―explicó con orgullo, agitando con cuidado su libreta.

―Entonces, vino al lugar correcto, monsieur escritor. Le aconsejo que duerma con un ojo abierto, dicen que la posadera es una vieja que cocina niños y se los come ―advirtió el supersticioso hombre―. Leyendas sin duda alguna, pero uno nunca sabe ―agregó, tapándose la boca con la palma abierta para atenuar su voz.

―Con certeza, espero encontrar fantasmas y no brujas. Esas son de carne y hueso y, al igual que a los ladrones y asesinos, hay que tenerles miedo ―agregó Levi, con una risa compartida.

―En eso estamos de acuerdo, monsieur escritor. Hay que tenerles miedo a los vivos, los muertos no pueden hacernos nada ―dictaminó el hombre.

Debussy lo detalló mejor, el hombre era de contextura larga y delgada, unos centímetros más alto que él, pero el sombrero de copa lo ayudaba a verse aún más alto. Tenía orejas grandes y patillas pobladas. Vestía elegante con una bufanda verde.

Generalmente, Debussy acostumbra a tener conversaciones con extraños. Analizar a las personas en todos los sitios, era un buen ejercicio para emplearlo en su escritura a la hora de crear personajes sólidos. Este hombre le pareció simpático, a mucha gente no le apetecía el tema paranormal, se asustaban. Pero este tipo tenía la lengua suelta, dispuesto a hablar del tema, y seguramente de otras historias de interés para Debussy.

―Los muertos sí pueden dañarnos, buen amigo. Pero no son temas que puedan hablarse a estas horas de la noche, será para otra ocasión ―concluyó Levi, guardando su libreta.

―¡Oh!, mil disculpas, monsieur escritor. Lo he distraído mucho, debe estar cansado por el viaje. ―El buen hombre se disculpó extendiéndole la mano.

Ambos se despidieron e intercambiaron información, el buen cochero llevaba el nombre de Antoine. Debussy acordó llamarlo al teléfono de la central de carrozas cuando necesitara recorrer la isla.


 

La entrada a la mansión era espantosamente horrible. Un pequeño muro de unos dos metros bordeaba la zona, ladrillos grises y gruesos apilados unos encima de otros, decorados con enredaderas con espinas y una pequeña cerca de metal negro, con agujas gruesas y punzantes para evitar intrusos. La reja de la entrada comprendía el mismo parámetro: el metal negro era mucho más grueso, como si se tratara de la mismísima puerta hacia el inframundo.

Debussy levantó la cabeza acercándose a la reja, tratando de ver por las hendiduras. Una colina rodeada de árboles revelaba la casa de su estadía, la hermosa mansión Pierrot Rouge. Le temblaron las manos y las rodillas, la emoción lo excitaba. El ambiente atroz y terrorífico le proporcionaba montones de ideas. No podía esperar a sentarse a escribir. Con tan solo observar la morada, volaba su imaginación. ¿Qué cosas se le ocurrirían desentrañando sus secretos?

La reja llevaba cadenas, la emoción le había nublado la vista cuando la intentó abrir. De repente, se encontró solo en medio de la oscuridad, apenas las luces de la mansión iluminaban el sendero de la colina. Y, a lo lejos, el desolado camino por donde vino, alumbrado tan solo por un atisbo de luz de un farolito.

―¿Cómo voy a entrar? ―se preguntó quedamente.

Recordó la carta que la administradora de Pierrot Rouge le escribió para confirmar su estadía.

«Yo sabré cuando usted llegue» finalizaba, con letra cursiva, la carta. El misterio iba de la mano con Debussy, le encantaba ese aire aterrador. ¿Podría ser la posadera realmente una bruja? O una adivina en otras circunstancias, los gitanos abundaban esos días en toda Europa.




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