Myrmidon - La Espada Perdida [libro 1]

Capítulo IV – La afrenta de los rebeldes

Heleno

Los días se hacían largos. Los minutos tardaban toda una eternidad en correr dentro de aquel palacio. Allí estaba lejos de cualquier cosa que pudiera hacerle daño. Sin embargo, no podía soportar ver a su esposa sufriendo. Andrómaca, y su hijo Cestrino, eran lo más preciado que tenía en ese momento. Estaba tan desconsolado. Se sentía tan impotente. Cada noche recordaba todo lo que le había costado lograr que su esposa la amara. Ahora, ella tenía más razones para odiarlo, sobre todo porque había enviado a Moloso a tierras desconocidas. Eso era algo que tal vez nunca se podría perdonar. Pero lo había hecho por el bien del reino. Aunque no sabía muy bien cómo actuaría un verdadero rey.

¿Si Moloso fracasara en aquella misión? ¿Y si muriera?

Con esas preguntas se flagelaba cada noche la reina, en ausencia de su hijo.

Heleno sabía muy bien que eso no pasaría. Pero no podía consolar el dolor de aquella madre que había sido separada de su primogénito.

— Deja de pensar en él — dijo Heleno a su amada —. Tienes otros hijos que te necesitan. Yo también te necesito.

— Para ti es fácil — replicó Andrómaca —. A ti no te arrebataron tu hijo.

Heleno le tocó los hombros. Pero ella lo evitó.

— Podría estar pasando frío… hambre… sed — lloró —. Podría estar muerto. Y yo aquí encerrada como una rata en este palacio. Sin poder salir siquiera o defenderme. En poco tiempo llegarán los centauros, destruirán nuestras defensas y nos matarán a todos. Destruirán lo poco que queda de nosotros.

— Lo que Moloso hace es por el bien del reino — contestó Heleno —. Si Neoptólemo viviera…

— Neoptólemo está muerto.

— Si viviera, su decisión no sería tan diferente a la de Moloso. Él siempre decía que un rey no gobierna para sí mismo. Y sabemos que él era un gran rey. Un valiente guerrero. Él está acompañando a tu hijo en este momento. Su alma debe estar implorando a los dioses para que protejan a Moloso. Debes tener confianza.

Andrómaca recostó su cabeza sobre el hombro de Heleno. No tenía consuelo en esos momentos.

— Eres lo único que me queda, Heleno — murmuró —. Siempre pienso en nuestro pasado. Lo felices que éramos en Troya.

— Olvida Troya — respondió Heleno —. Somos felices aquí en Tesalia. ¿O no eres feliz?

— Sería más feliz si no hubiera guerra. Pero a donde voy me persigue la desgracia. ¿Sabes lo mucho que sufrí cuando nuestra gente fue masacrada, cuando nuestros suelos eran pisoteados por el enemigo y nuestros santuarios eran profanados?

Suspiró y trató de tranquilizarse. Estaba tan nerviosa que las palabras apenas salían de su boca.

— No queda nada de nuestro pasado, sólo nosotros — prosiguió la reina —. Sólo me casé contigo porque eres lo único que me recuerda todo lo que dejamos atrás. Pero sabes que en un principio me dabas asco.

— Porque fui yo quien traicionó a Troya — supuso Heleno —. Yo le di las instrucciones a los griegos para que saqueen la ciudad. No debes recordarme eso.

— Han pasado tantos años, y pude olvidar que nos hayas traicionado y entregado a los griegos. Pero no puedo olvidar a Héctor. Él era un gran esposo. Un gran padre. No puedo olvidar a los hijos que tuve con él. Los mismos que fueron lanzados desde lo alto de la muralla. No puedo olvidar lo esplendoroso que era el Cielo desde lo alto del palacio. No quiero volver a vivir aquello que pasó en Troya, ni que los centauros lleguen a nuestras puertas.

Andrómaca no podía pensar en eso siquiera. Había sufrido tanto en el pasado, y no quería volver a sufrir de nuevo. Pasaban los años y no podía sacarse aquella imagen de su primer marido, Héctor, cuando su cuerpo era arrastrado por el carro de Aquiles. Luego de eso, fue vendida como esclava a los griegos. Hasta que Neoptólemo se apiadó de ella y la hizo su esposa. Entonces se convirtió en la reina de Tesalia y Epiro. Luego de la muerte de Neoptólemo, se había casado con Heleno. El fiel sirviente y el hombre de más confianza de su difunto esposo. Al menos hasta que Moloso tuviera la edad para gobernar, el trono le correspondía al ayudante del rey. Y ese era Heleno. Con el tiempo, Andrómaca había aprendido a amarlo. Y con él, había tenido tantos años de paz.

— No quiero que tengas el mismo destino que Héctor, o Neoptólemo. No soportaría quedar viuda por tercera vez.

Heleno trató de tranquilizarla. Pero fue en vano. Ella estaba muy desesperada. Demasiadas preocupaciones invadían su cabeza. Demasiados recuerdos y nostalgias.

— Te prometo que ni bien encontremos al guerrero del oráculo, la guerra será desatada y nadie nos va a detener — susurró el rey vidente —. Ni siquiera Nesus y sus tropas de bestias salvajes.

La reina no dijo ni una palabra. Solamente soltaba gemidos y llantos ahogados mientras su rostro se empapaba en lágrimas. El abrazo de su esposo no podía consolarla, a pesar de ser tan cálido y sincero. Sus pensamientos estaban tan alejados.



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En el texto hay: mitologia griega, guerras, centauro

Editado: 07.07.2018

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