Detrás del palacio de Blenheim, Alec dejaba los aposentos reales para adentrarse a un portal. Las opacas vistas de la tierra son reemplazadas por la claridad que los tres soles pueden otorgar, diversas construcciones en blanco y oro permanecen flotando por los aires mientras varios arquideos vuelan de un lugar a otro.
Alec parece volver a recobrar energías con solo admirar Aneghend, su hogar. Habían pasado tan solo tres décadas desde que el rey Charles Elvard le fue encomendado. El tiempo podría ser insignificante para los arquideos, pero, convivir con los humanos le había hecho apreciarlo más. Para ellos no era más que una estrella girando a gran velocidad, en un suspiro podrían pasar centenar de cosas.
Quizás es lo que su abuelo intentó enseñarle cuando era más pequeño, a valorar el tiempo.
Utilizó sus blancas alas para poder avanzar entre las estructuras que podría saber de memoria. Cuando se acercó a la estructura más reluciente entre todas, dos custodios le abrieron paso al palacio de Aneghend. Sus alas quedaron acogidas mientras se dispuso a avanzar entre los pasillos, habían esculturas de oro que retrataban a cada arquideo que había sido designado al dominio entre todos. No siempre fueron parte de la descendencia de Ezequiel, pero fue su abuelo quien había permanecido durante más tiempo sobre aquel trono de entre los arquideos.
Pasó al lado de la escultura de su padre, el intachable guardián que obtuvo la primogenitura cuando desterraron a su hermano. En Aneghend era conocido como Fhorax, el intangible. Alec no podía dejar de lado la admiración por su progenitor, pero seguía dudando de si las historias del pasado eran completamente certeras. También observo la escultura de sus dos hermanos: Malik y Delroy, sintió una incomodidad cuando vio su propia escultura.
Continuó avanzando por aquellos relucientes pasillos mientras pensaba que no faltaría mucho para que colocasen a sus sobrinos entre ese museo. El honor podía ser concebido a una acción valerosa, como salvar a un humano o enfrentarse a un cruel enemigo.
Habían hecho la suya al convertirse en guardián del rey Elvard y permanecer al cuidado del estigma para impedir el regreso de Heregón. Lo que querría decir que era la escultura más reciente y aún no se acostumbraba a verse entre el noble pasillo.
Sin embargo, había una escultura que siempre había llamado su especial atención desde que era un crío. Aquella que permanecía oculta bajo el manto blanco.
—Señor Alec, nuestro valeroso supremo lo espera en el círculo dorado —musitó el custodio que había aguardado a su llegada.
Alec siguió al custodio que ofrecía su innecesaria guía hasta el lugar. Luego, dos arquideos más le abrieron la puerta dorada que daba paso a una amplia habitación reluciente en mármol. Habían candelabros bañados en oro que ampliaban la luz, también un enorme círculo dorado bajo sus pies.
Observó un poco más arriba para dar con el trono dorado en donde un apacible arquideo cuya cabellera había sido adornada por la blancura de los ciclos y las iris azuladas habían sido cubiertas por la sabiduría le dieron la bienvenida.
Su abuelo, Ezequiel, poseía una frondosa barba igual de blanca que le hacía notar los siglos de vida que poseía. Portaba una vestimenta elegante y el blanco con dorado parecían ser sus tonalidades preferidas.
—Alec, nieto mío —musitó con apacible voz—. Que agradable sorpresa.
Alec flexionó una rodilla para mostrarle el debido respeto. Cuando Ezequiel se lo pidió, se puso de pie.
Entre las facciones de su abuelo, había heredado varios rasgos que le asemejaban. Alec esperaba algún día alcanzar la supremacía de su querido abuelo, dar tanto honor y gloria a la sangre que corría por sus venas.
—Lamento no haber venido antes —dijo con sinceridad.
—No hay de que preocuparse, estoy al tanto de tu deber para con los humanos —agregó inmediatamente Ezequiel—. Dime, ¿el estigma está creciendo?
Ezequiel tomó un par de frutas que se asemejaban a las uvas, pero de unos tonos mucho más pálidos a lo que era habitual en la tierra.
—Lo hace, aunque demasiado lento a mi temer.
La sonrisa que le dio su abuelo le advirtió de lo que podría proceder.
—Has aprendido el valor del tiempo —musitó aún con la insinuante sonrisa—. Solo recuerda: así como les llega la adultez el beso fugaz de la muerte los estará esperando.
Alec lo sabía bien, después de todo, los humanos poseían un corto período de vida, lo que antes le parecía un sonoro suspiro, con la princesa Haydeé lucía como una eternidad. No deseaba que muriese tan pronto, razón por la que le protegía con gran esmero. Pero, esa constante responsabilidad estaba acabando con su cordura. Algunas partes más hostigantes que otras.
—Lo sé, es solo que... de haber aportado, de haber estado presente en aquella batalla, seguramente hubiésemos podido acabar con él de una vez por todas.
La melodiosa sonrisa de su abuelo rompió la tensión que sentía.
—No tiene caso preocuparte por algo que ya sucedió, quizás hubiera sido así, pero serías mucho mayor que tu propio padre, querido.
Alec sintió sus mejillas arder, sus pensamientos habían sido ridiculizados con unas sabias palabras.
—Tienes toda la razón, debo enfocarme en el presente —musitó pensando si era prudente preguntarle respecto al exiliado de su tío.
—Pero no te dejes consumir, tan pronto como la humana pueda contraer matrimonio, el poder de los ocres la protegerán lo suficiente hasta que su tiempo en la tierra termine.
Las palabras de aquellos seres aún recorrían por su mente, las había memorizado de tal manera que no pudiese olvidar ningún detalle. Solo así aseguraría la protección a la princesa.
Ezequiel dejó a un lado la exquisites de las frutas y volteó de nuevo hacia su nieto.
—¿Hay algo más que te atormente?
Alec aún recordaba las reprimendas de su padre durante la infancia al preguntarle por aquella escultura oculta bajo el manto. También la enfurecida mirada de su querido abuelo al intentar hablar del tema, nadie parecía querer mencionar al arquideo que fue exiliado al Sheol, cuya sangre compartían, cuyo pasado había quedado marcado en la historia de los arquideos.