Clera arrastró su incómodo vestido por las afueras de su carpa, sintiéndose inútil como alfa. Estaba rodeada de su pueblo, que había sido despertado en medio de la madrugada cuando el frío a lado de ella fue notable como para hacerla levantar rápido y llamar a los guardias. Cada carpa de cada persona que la habían acompañado a la lucha fue revisada, y cada esclavo fue interrogado con su sangre derramándose por los calabozos que guardaron sus gritos hasta que sólo fueron unos susurros que nadie más que ellos escucharon. Terminó mandando a sus hombres al pueblo más cercano, al que había quemado y saqueado en busca de comida, armas y todo lo que podría servir.
Cuando la carruaje se dejó ver, Clera no sintió tranquilidad hasta que estuvo cerca. Su lazo le hizo erizar la piel, acelerar su pecho y supo que algo no estaba bien. Él no estaba bien. Y corrió hacia él, no dejando que llegaran para cuando estuvo delante de los caballos. Pararon, y la alfa corrió hacia la parte trasera en busca de su omega, encontrándolo rodeado de sábanas que no pertenecían a las del nido que le había hecho.
—Edwin —le llamó, y él alzó la mirada con ojos llenos de dolor y sudor rodando por los costados de su cabeza—, amor mío, ¿qué sucede?
Miró a la mujer que le secaba la frente, al hombre que le sostenía la mano con una expresión de espanto. Miró a su estómago hinchado con la sorpresa aparecieron en él. Edwin se sostuvo el vientre, seguramente temiendo igual que Clera por lo que estaba por suceder.
—¿Qué es? —Se subió al carruaje, quedando al lado del omega y besando sus labios sin que le importara nada—. Hay que llamar a alguien, a algún maestro...
Se miraron entre sí, nerviosos casi igual que Edwin.
—Está teniendo un bebé —dijo el omega que antes le estaba sosteniendo la mano—, también...también hay que llamar a los parteros.
Clera miró a su omega, recordando lo que había sucedido el día anterior. Se habían besado y Edwin se había recostado en la cama improvisada que habían hecho para ambos, y Clera lo había dejado mientras visitaba las demás cabañas de tela que se habían plantado alrededor de ellos, donde los hombres y mujeres que luchaban a su lado dormirían y descansaría para regresar a casa. Pero se habían retrasado con los gritos de Edwin, que salió de la carpa con sangre manchando la pálida piel de sus manos y piernas. Se había tirado al suelo de la desesperación y del dolor, sosteniendo su panza donde había estado el bebé que había procreado junto a Clera, que llevó demasiado tarde como para intentar hacer algo.
—¿Cómo es posible? —le preguntó sorprendida. Edwin apretó los ojos y soltó un fuerte quejido, sacudiendo su cabeza—. Pero...
—No lo sé —lloró, tomando la mano de Clera y entrelazando sus dedos—. Me duele, alfa... Me duele demasiado.
Clera no se lo pensó tanto para tomarlo en sus brazos, cargarlo y pasar frente a los ojos de todos aquellos que soltaron un jadeo de sorpresa cuando pudieron ver lo que Edwin sostenía con fuerza; su panza elevada, como si nunca hubiera perdido al cachorro. Pero todos lo había visto. Todos lo habían escuchado y habían tenido la oportunidad de comprobar que era cierto por la sangre que vieron.
Lo llevó hasta su cabaña, con personas siguiéndole detrás de ella. Lo dejó sobre la misma cama donde había estado antes cuando había comenzado a sangrar, nuevas sábanas siendo manchadas.
—Lo voy a revisar. —El maestro de hierbas pasó a lado de Clera, que seguía sin creer lo que estaba viendo.
No se lo creyó, ni siquiera cuando la ropa de Edwin fue retirada totalmente y su desnudez se dejó ver. No era posible, porque Clera lo había limpiado mientras le susurraba que estaba bien, que volvería a quedar en estado más adelante. Había visto su vientre caído por falta de un bebé, no inflamado como lo estaba en ese instante. Y Edwin pujó con sus piernas abiertas, demostrando una vez más que todo realmente estaba sucediendo.
El parto duró más de diez horas para que todos terminaran de digerir el milagro frente a sus ojos. Clera casi terminaba de creerlo, detrás de Edwin que se veía demasiado cansado como para seguir pujando. Le habían dado de beber agua de hierbas muchas veces para acelerar el parto, pero nada lograba que el supuesto bebé naciera. Los parteros miraban ya con brazos cruzados mientras el maestro miraba entre las piernas de Edwin.
—Sólo se ha dilatado muy poco desde la última vez —informó, mirando a los demás en la carpa—. No creo que se trate de un bebé. Que el cachorro se haya venido seguro dejó...
Calló cuando Edwin se sentó y gritó con fuerza. Antes de procesarlo, él había caído desmayado sobre los brazos de Clera, que lo aferró a su pecho con los ojos abiertos y el rostro pálido del susto por lo que había sucedido. Cuando la poca luz dejó de ayudar, las velas fueron encendidas. Nadie dijo nada durante varios minutos, hasta que la luna salió y ofreció muy poca ayuda. Sus rayos, no comparados con los del sol, reflejaban sombras oscuras por todos lados. Y le hizo compañía el llanto de un bebé, que volvió a asustar a todos.
Los parteros corrieron un poco tarde, llegando al mismo lugar donde estaban antes cuando Edwin había estado pujando por horas. Entre las piernas del desmayado omega, un cuerpo se sacudía y chillaba con tanta fuerza que fue lo único que se escuchó en todo el bosque. Uno de los parteros, un omega de cabellos rojos, recogió al bebé con ojos tan grandes que se veían totalmente circulares.
—Un bebé —susurró tembloroso. El maestro sostuvo al cachorro, analizándolo por todo su pequeño cuerpo.
—Hay... Hay algo allí —Otra partera señaló al mismo lugar de donde habían recogido al primer cachorro—. Es...
No lo dijo. Clera se inclinó por su cuenta, su corazón latiendo tan fuerte que temía morir de dolor de pecho, pero lo que vio le demostró que no moriría por ello.
—Es otro bebé —alguien dijo, Clera nunca supo quién—. Es otro cachorro... La mitad de un cachorro.