Edwin amaba la tranquilidad que sentía cuando sus pasos se perdían entre los pasillos del castillo, sin nadie tirando de su mano para que permaneciera en un solo lugar o siendo arrastrado de un lado a otro. Su respiración única en el pasillo lo trasladaban a días donde las cosas eran fáciles, o así parecían serlo, con su esposa teniendo la preocupación de parecer una buena alfa en sus narices y su estómago hinchado de lo que era el bien y no el mal en persona. Esos días que parecían nunca haber existido por lo lejanos que estaban, lo llenaban lo suficiente para mantenerse un poco feliz y seguir de pie, porque alejado de todos la claridad en su mente le pinchaba con fuerza hasta casi obligarlo a accionar contra lo que sucedía por todos lados; su hijo siendo un completo loco y su esposa siendo un cuerpo desnudo en cama de los demás, menos en la suya. Tener la mente llena de lo que un día lo había hecho feliz era por lo que trataba de luchar sin herir a quienes amaba... Sin embargo, remediarlo sin perjudicar era imposible a esa altura de la vida, y lo sabía cuando no fingía no saberlo.
—Ah, ya has llegado... —Edwin torció los labios por el tono de la mujer, que dirigía todo su cuerpo hacia la única ventana enrejada de la habitación—. No te esperaba tan pronto. ¿Qué ha sucedido ahora, niño?
—Es Louis —balbuceó con torpeza, sintiendo su cuerpo pesado otra vez. Ya no se sentía ligero de preocupaciones.
—¿Cuándo no lo es? —la mujer susurró con malicia y a Edwin se le durmió la lengua sobre el piso de la boca—. ¿Qué ha hecho ahora tu pobre cachorro?
—Ha traído a alguien más, un niño que se encontró en el bosque —explicó acercándose a la anciana, que giró sobre sus talones desnudos y dejó todo su rostro cuarteado a la vista del omega; lucía sin pena alguna los agujeros en su cara donde debían estar sus ojos y sus mejillas colgando de su rostro. Y Edwin siempre alejaba la mirada de la espeluznante vista—. Lo tiene en las mazmorras...
—¿Y cuál es la diferencia? —exclamó con tanta furia que Edwin retrocedió en medio de su salto—. Vienes aquí siempre, esperando de mi ayuda cuando no tomaste mi consejo la primera vez que hablamos. Vienes y me cuentas cosas que yo ya sé. Las paredes son tan finas, niño.
—Es rizado y de ojos verdes —murmuró sin dejarse intimidar del todo, tembloroso por ser escuchado—. Tiene el color de la vida en sus ojos, Eclipsa.
Eclipsa no se mostró ningún rastro de sorpresa en sus facciones, pese a que ello era muy difícil de notar. Simplemente respiró un largo suspiro que acabó en nada.
—No es el primero ni será el último, omega. Debes dejar de venir a mí cada vez que alguien así pisa tus terrenos. —Regresó su cabeza a la ventana, donde la luz le daba de golpe en el rostro y la hacía verse menos humanas. Como un cadáver de pie, esperando ser llevado donde pertenece—. Pero quizá quieras contarme tus razones para pensar que el momento ha llegado. Te noto muy intranquilo, ¿no es así?
—Louis sigue a su lado, esperando a que despierte —Edwin se aguantó el nudo en su garganta, que amenazaba con matarlo de la sofocación. Aun así, Eclipsa permaneció igual de calmada ante las palabras del omega—. Su tribu se llama Poroqüo.
Apenas el nombre fue soltado por los labios de Edwin, Eclipsa dio reacción de haberle escuchado cuando giró el rostro con brusquedad, y el omega pudo notar con claror su frente arrugada por encima de la ausencia de sus ojos. Pero seguía sin tener una reacción que lograra apaciguarlo.
—Poroqüo —dijo con calma a pesar de lo tenso que se puso su cuerpo—. Esa maldita tribu, por supuesto... Significa mañana.
—... ¿Cómo? —Edwin parpadeó totalmente confundido.
—El nombre de la tribu significa mañana, porque son como unos conejos escondidos debajo de la tierra en cuanto la luna se posa sobre sus cabezas —Eclipsa acarició su vestido, que no era ya más que un pedazo de tela desgarrada sobre su cuerpo, con la presencia ausente mientras seguía hablando—. Le temen a nuestro Dios sin pena de sus acciones. Le rezan al fuego de noche para protección como los patéticos que son. No lamentes la muerte del niño, omega. No le llores como los has hecho con los demás.
Edwin asintió, consciente de que ella no podía verlo.
—¿Ha cambiado algo? —Edwin preguntó con apocamiento al cabo de unos segundos de sumo silencio. Eclipsa sonrió de lado ante la pregunta, encogiéndose de hombros y viéndose tan pequeña.
—¿Que si ha cambiado algo? No, nada ha cambiado. ¿Quieres saber si sigo viendo la muerte en todos aquellos que te rodean y tanto proteges sin esfuerzo? Pues sí, sigo viendo cada una de sus muertes cuando caigo dormida y veo la destrucción que dejará el fruto de tu vientre maldito a su paso. Veo los errores que cometerás y los errores que cometiste por tus caprichos —La sonrisa de dientes amarillo en lo que quedaba de sus labios hizo que la piel de Edwin se erizara y el frío le calara los huesos—. Pero tráeme a ese niño para verle y saber si estás en lo correcto una vez en tu vida. Puede que algo cambie, si nuestros Dioses quieren.
—Lo que hice —Edwin comenzó su discurso con la voz apagada y sus ojos llenándose de lágrimas, poco acostumbrado de ser acusado. Negado a la responsabilidad que Eclipsa siempre quería dejarle en las manos— fue un momento de debilidad en donde cualquier omega hubiera caído de haber tenido la oportunidad. Yo sólo...
—¿Cualquier omega? —repitió Eclipsa con burla—. Oh, es que yo conozco a una omega que tuvo una oportunidad muy parecida a la tuya... Estaba enferma de muerte con su hijo en vientre, y le estuvieron regalando la oportunidad en bandeja de plata; tener a su cachorro y sobrevivir junto a él, teniendo las mismas consecuencias que tú sabes de mano. Y prefirió morir, arriesgando todo y dejando a su hijo en este mundo sin una madre. Le sacaron al bebé después de muerta, casi moribundo. Ahora... ¿dices que cualquier omega? No, cualquier omega no hubiera hecho todo lo que tú has hecho con tu cara de Rey bueno, y ojalá hablara sólo sobre el nacimiento de tu horrible cachorro, omega. Ojalá...