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Despertar con el sonido de los gallos no era algo a lo que estuviera acostumbrada. En la ciudad, mi alarma era un tono suave, una melodía relajante que me hacía abrir los ojos lentamente, pero aquí… aquí era diferente. El gallo cantaba justo antes de que el sol comenzara a asomarse, y los primeros rayos se colaban por la ventana de la pequeña habitación que me habían asignado en la granja. Me tomó un par de días acostumbrarme a esta rutina, pero poco a poco mi cuerpo comenzó a adaptarse a este nuevo ritmo.
Al principio, todo me resultaba incómodo, ajeno. El colchón era más duro de lo que estaba acostumbrada, y la tranquilidad del campo era tan profunda que, en lugar de relajarme, me hacía sentir inquieta. Cada crujido de la madera, cada susurro del viento entre los árboles, me parecía un recordatorio constante de que estaba fuera de lugar, en un mundo que no era el mío.
Pero con el tiempo, empecé a encontrar un extraño consuelo en esa tranquilidad. Las mañanas eran frescas, el aire estaba limpio, sin el olor a asfalto y gasolina que siempre había en la ciudad. Y aunque no lo admitiría fácilmente, había algo en este lugar que comenzaba a hacerme sentir… conectada. No podía explicarlo. Era como si la granja misma, con sus campos abiertos y su naturaleza indomable, estuviera empezando a aferrarse a mí, a enraizarme de una manera que nunca había experimentado antes.
Los gemelos, Tomás y Sebastián, fueron una prueba desde el primer día. Al principio, sus travesuras me sacaban de quicio. Parecían tener una energía inagotable y una habilidad especial para encontrar las debilidades de cualquier adulto que intentara controlarlos. Pero poco a poco, a medida que pasaba más tiempo con ellos, empecé a entender sus dinámicas. Era como si hubieran desarrollado un lenguaje propio, una complicidad que les permitía comunicarse con una simple mirada o un gesto. Y aunque me sacaban de mis casillas más veces de las que podía contar, también empezaba a sentir un afecto por esos pequeños diablillos.
No podía evitar sonreír cuando Tomás me hacía una de sus preguntas ingeniosas o cuando Sebastián intentaba mostrarme algo que había encontrado en el bosque, con esa mezcla de orgullo y curiosidad que solo un niño podía tener. A pesar de mi reticencia inicial, esos momentos comenzaron a abrirse paso en mi corazón, ablandando las capas de frialdad que había construido a lo largo de los años.
La rutina en la granja era simple, pero agotadora. Me encontraba haciendo cosas que nunca antes había hecho: preparar desayunos que no fueran de un menú ejecutivo, limpiar pequeñas heridas que los gemelos se hacían durante sus interminables juegos al aire libre, e incluso ayudar en algunas tareas menores de la granja. No era algo que hubiera imaginado hacer, pero había una especie de satisfacción en el trabajo físico, en ver resultados tangibles al final del día. Era un contraste total con el mundo empresarial donde todo era abstracto, medido en cifras y proyecciones.
Y entonces estaba Mateo.
Desde que llegué, había algo en él que no podía dejar de notar. Su presencia era fuerte, pero silenciosa. No era un hombre de muchas palabras, pero cuando hablaba, cada frase tenía peso. Había una intensidad en su mirada que me desarmaba, como si pudiera ver a través de mis paredes, de mis mentiras. Y aunque intentaba mantener las cosas profesionales, no podía ignorar la tensión que flotaba en el aire cada vez que estábamos cerca. Era como si hubiera una cuerda invisible entre nosotros, tensada al máximo, a punto de romperse, pero que a la vez nos mantenía atados, incapaces de alejarnos del todo.
Cada vez que lo veía trabajar en la granja, su camisa arremangada, sus manos ásperas y fuertes manejando con facilidad las herramientas, sentía una punzada en mi estómago que no entendía. Era diferente a cualquier hombre que hubiera conocido. No tenía el porte elegante ni el refinamiento de los hombres con los que había salido en la ciudad. Pero había algo en su carácter, en su manera de ser, que despertaba en mí una curiosidad que no podía ignorar.
Y, sin embargo, no podía olvidar el propósito de mi estancia aquí. No estaba en la granja para disfrutar del campo ni para jugar a ser niñera. Estaba aquí para conseguir ese terreno para la empresa de mi padre. Pero cada día que pasaba, me encontraba más inmersa en este mundo, enredada en los lazos invisibles que la vida en la granja estaba tejiendo a mi alrededor.
Las tardes eran mi momento favorito. Cuando el sol comenzaba a ponerse y el cielo se pintaba de naranjas y rosados, me encontraba en el porche, observando cómo la luz se desvanecía lentamente, cubriendo todo con una paz que solo el campo podía ofrecer. Los gemelos solían correr a mi alrededor, su risa resonando en el aire, mientras Mateo terminaba sus tareas del día. Era en esos momentos cuando sentía una extraña mezcla de nostalgia y pertenencia, como si, por un breve instante, este lugar fuera realmente mi hogar.
Pero sabía que no podía bajar la guardia. Marta, la hija del alcalde, no dejaba de rondar. Cada vez que la veía, podía sentir sus ojos examinándome, buscando cualquier fisura en mi fachada. Sabía que sospechaba algo, y eso solo hacía que me mantuviera aún más alerta. No podía permitir que nada ni nadie se interpusiera en mi plan. Y aunque estaba empezando a sentir una conexión con este lugar y sus habitantes, tenía que recordar que no podía dejarme llevar por esos sentimientos.
La granja, con su belleza y su encanto, podía atraparme si no tenía cuidado. Y lo último que necesitaba era perderme en una vida que no era la mía. Porque, al final del día, yo era Valeria, la hija de un poderoso empresario, y mi misión era clara: conseguir ese terreno, a cualquier costo.
Así que, mientras los días pasaban y la nueva rutina se asentaba en mi vida, sabía que tenía que mantenerme firme. La granja podía ser encantadora, los gemelos podían ser adorables, y Mateo podía ser... Mateo. Pero yo no podía olvidar quién era y por qué estaba aquí. Porque aunque el campo estaba comenzando a dejar su marca en mí, no podía permitirme olvidar mi verdadero objetivo.
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Editado: 31.08.2024