El primer pensamiento que tuve cuando escuché hablar al Segundo Príncipe fue que su voz era menos grave de lo que me había imaginado. Me esperaba la típica voz que se tiene cuando uno se acaba de despertar, está medio dormido y lleva horas sin utilizar las cuerdas vocales.
Pero no, la voz del príncipe no era así. Era la voz de un hombre normal, uno que, además, estaba acostumbrado a hablar durante bastante tiempo. Un hombre versado en el arte de la persuasión, como su madre, la reina Soleil.
Sí, quizás su voz estaba mejor catalogada como 'voz persuasiva'.
Nos presentaron oficialmente un día antes de partir, en el evento que la reina personalmente organizó para mi despedida. Por primera vez en dos años, el Segundo Príncipe hizo su aparición, llevándose toda la atención por parte de los nobles.
Había vuelto con veintitrés años y con muchísima más masa muscular que la que tenía con veinte. También habían desaparecido sus granos y su largo pelo rizado, el cual ahora llevaba peinado en una especie de tupé hacia atrás. El color rubio de su cabello se había aclarado, rozando el dorado. Incluso las expresiones de su rostro no eran las mismas. Ahora era capaz de adoptar una máscara sonriente, lo suficientemente agradable como para que la gente se le acercara a saludar, aunque cuando creía que nadie le estaba mirando –nadie excepto yo, que estaba llevando a cabo un arduo estudio sobre mi acompañante– su cara volvía a cambiar y esbozaba una mueca seria y aburrida, como si todo este jolgorio no fuera con él.
Creo que su impresión sobre mí no fue muy buena. O, al menos, no le interesé más que el resto de damas. La única diferencia entre ellas y yo era que yo iba a viajar con el príncipe, mientras que ellas se iban a quedar en sus casas, a salvo. Quitando ese detalle, para el príncipe yo era igual que ellas.
Me pregunté si me comparó en algún momento con las chicas a las que ya había acompañado –un total de dos, tres contándome a mí. Seguramente, todas le habían parecido iguales: ricas, mimadas, quejicas, delicadas y cabeza huecas. Bueno, esa era la imagen que yo también daba, así que no debí de sorprenderle mucho. El único destello de disconformidad que pude encontrar en sus ojos fue cuando se enteró del cambio de planes que yo había medio exigido a hacer.
Y eso que se pensaba que íbamos a fingir ser un matrimonio. Estaba segura de que, al proponerle aparentar ser hermanos, su actitud hacia mí cambiaría, aunque no sabía si hacia bien o hacia mal. Porque lo cierto era que en lo único en lo que nos parecíamos era en el blanco de los ojos.
Como si la intención de esta fiesta fuera volvernos cercanos, el Segundo Príncipe se vio obligado a pedirme un baile, al igual que antes hizo Raiden y que más tarde haría Caspian. Se notaba desde lejos que ninguno de los tres quería bailar, no sabía si conmigo o, directamente, con ninguna dama, pero es que además, se notaba que al Segundo Príncipe no le gustaba nada hacerlo. Sus movimientos eran muy rígidos, aunque se sabía los pasos a la perfección. Lo más probable era que se debiera a la falta de práctica. Viajar de un lugar a otro no daba tiempo para este tipo de celebraciones.
No obstante, debía destacar que no era para nada arrítmico. Era sólo que los pasos del vals no le pegaban, como si no estuviese hecho para este tipo de bailes. Sus movimientos estaban limitados por su tensión, pero casi podía notar cómo su cuerpo temblaba a la espera de que la música cambiara y pudiese bailar otro tipo de danza, una un poco más dinámica y menos estirada. Lo sabía porque yo era igual cuando en la discoteca ponían una canción que no me sabía y estaba esperando a que cambiaran a una que sí para poder cantarla y bailarla.
Siempre había pensado que se me daba bien conversar, ya que parecía ser lo único para lo que servíamos las mujeres de la alta sociedad en este reino. Solían considerarme una chica agradable y simpática, con elocuencia a la hora de hablar. Sin embargo, se me estaba haciendo muy difícil hablar con un hombre que no parecía estar muy dispuesto a ello. El Segundo Príncipe era un libro cerrado con candado, dentro de una caja fuerte encerrada en una cámara acorazada en el fondo del mar.
La primera vez que había intentado mantener una conversación civilizada con él le había preguntado por su experiencia en viajes de este tipo. Su contestación había sido simple, concisa y con muy poca información.
—Mucha.
Al principio pensé que me estaba tomando el pelo, que se burlaba de mí. Pero al no ver ningún signo de sorna en su rostro, concluí que de verdad iba a responderme sólo con esa palabra.
La segunda vez que intenté hablar con él, recibí un asentimiento de cabeza. La pregunta que le hice –"¿Habéis estado alguna vez en donde se supone que debemos ir?"– podía ser contestada con un sí o un no, pero la había formulado en un tono lleno de curiosidad para que, una vez me respondiera, yo pudiera sacarle más información. Nuevamente, hablar con él era como intentar hablar con una pared. Inútil y estúpido. Si tenía intención de seguir así durante todo el tiempo que estuviéramos juntos, el viaje iba a ser muy aburrido y silencioso.