Aunque el príncipe debía saber perfectamente dónde me encontraba, no hizo acto de presencia en las cuatro horas y media que estuvimos en la biblioteca. Tampoco envió a nadie para que me llevase de vuelta al hostal, ni mandó ninguna nota urgente en la que requiriera mi presencia. El mal presentimiento que tenía se debía a la falta de respuesta por parte del príncipe.
Esperaba, con toda sinceridad, que no le hubiese pasado nada. No podías fiarte de todo el mundo en poblados tan pobres como Urshell. Lo sorprendente, en nuestro caso, era que no nos hubiera pasado nada hasta ahora, si olvidábamos el percance con el depravado en Agrova.
Antes de volver a la posada, Aegan y yo acordamos ir a echar un vistazo a la empresa de transporte y a sus horarios. El carromato semanal salía el lunes al alba. Estábamos a sábado. Estuvimos intentando convencer al encargado de que nos dejara acompañar a la carreta. Incluso le ofrecimos nuestros servicios gratuitos de guardaespaldas. A regañadientes, nos permitió seguir a la mercancía, pero nos advirtió que, si llegábamos un solo segundo tarde el lunes, no habría acuerdo que valiese.
Intenté dos cosas en el camino de vuelta: distraer a Lebed de la necesidad que le urgía de encontrar la pulsera y retrasar como fuera el momento en el que era reprendida por el Segundo Príncipe. Le saqué temas de conversación absurdos al tiempo que ralentizaba mis pasos. El plan funcionó al principio. Fue culpa de la fina llovizna que comenzó a caer que tuviéramos que echar a correr hacia el hostal.
No me fijé en él en un primer momento. No fue hasta que estuvimos prácticamente en el interior del mesón que distinguí la silueta de Thomas y su rostro sereno. Sus ojos, en cambio, ardían con enojo. Estaba apoyado contra el marco de la puerta principal, bajo la cubierta de la entrada, a riesgo de mojarse con la lluvia. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y una de sus piernas hacía un ángulo obtuso con la rodilla al pasarla por delante de la otra.
Aegan le saludó y siguió su camino. Yo me detuve a su lado, en silencio. No quería abrir la boca y decir algo que empeorara su humor. Thomas siguió sin mirarme; su vista estaba orientada al exterior, como si todavía estuviese viendo cómo llegábamos al hostal.
La entrada estaba desierta. Los pocos huéspedes que había se habían ido a refugiar a sus habitaciones, y no había ni rastro de los dueños. Era probable que estuvieran en la cocina, ya que se acercaba la hora de la comida. La falta de sonido y personal, junto a la sombría presencia del príncipe, hizo que me recorriera un escalofrío por la columna vertebral. Me sentía peor que aquella vez que el peor profesor de la historia educativa me pilló mensajeándome con mi por entonces novio en medio de su clase de Informática Aplicada. Me requisaron el teléfono por una semana, y ni siquiera entonces me temblaba tanto el cuerpo como ahora. Quise atribuírselo a mis ropas mojadas, pero sería engañarme a mí misma.
El príncipe se giró por fin. Continuó apoyado en el marco, descansando el peso en la espalda en vez de en un hombro. Los brazos no se descruzaron, lo que me permitió admirar la forma en que los músculos de sus bíceps se tensaban. Esa visión me hubiera agradado en cualquier otra ocasión en la que no se hubiera mostrado tan amenazadora.
Lo más seguro era que estuviera pensando que las palabras sobraban. En verdad, sí que lo hacían. El Segundo Príncipe me había dado dos órdenes: no salir de la posada y no meterme en problemas. La primera la había desobedecido a la primera oportunidad que se me había presentado, lo cual significaba que, automáticamente, me había metido en un lío con el rubio, rompiendo así la segunda norma.
Tragué saliva. No quería que el príncipe me regañara otra vez. Armándome de valor –Thomas no era una persona fácil de abordar–, di dos pasos hacia delante y me acerqué a él. Mcrae no se perdía ni un solo detalle de mí, atento a todo lo que hacía y preparado por si tenía que lanzarse sobre mí. Y no de manera romántica. Elevé una mano y rocé uno de sus antebrazos con el dedo índice. La caricia fue tan leve, suave y, sin yo quererlo, sensual, que se le erizó la piel. Tanto el príncipe como yo nos sorprendimos por la reacción involuntaria de su cuerpo.
Thomas se apartó del umbral y se adentró en el mesón, pero no anduvo mucho. Se quedó estático en medio de la estancia, como si estuviera intentando calmarse. Me aproximé a él con cautela, haciendo ruido a propósito para que me detuviera si así lo deseaba. El rechazo que esperaba no llegó en ningún momento, así que seguí mi trayecto hacia él, hasta alcanzarle al fin. Volví a tocarle, esta vez con la mano al completo en su omoplato. El rubio no se giró para enfrentarme, como tampoco me dijo que apartara la palma de allí. Quería pensar que el contacto entre nuestros cuerpos, por mínimo que fuera, le gustaba por lo menos una décima de lo que me gustaba a mí. Y sólo eso ya era mucho.
—Creo que todavía no eres consciente del peligro al que te enfrentas —su voz era tan baja que sólo pude escucharla gracias a nuestra cercanía.
Mi mano, lentamente, fue despegándose de su espalda.
—Aegan Lebed es un hombre que conocimos hace dos días en Atlor —prosiguió su discurso—. Y, como si lo conocieses de toda la vida, te vas a solas con él. Te dije que esperaras a que cualquiera de los dos volviésemos porque aquí en la posada no te podía pasar nada. Pero no sólo no me haces caso, sino que te vas con él. ¿Sabes acaso lo que podría haberte hecho?