No me digas adiós

Capítulo 4

Sábado 1 de septiembre

Karolina se levanta como de costumbre antes de las siete de la mañana. Es sábado, pero no es de esas hijas de papi y mami que duermen hasta que la lámina caliente. Aunque a decir verdad, ese sábado en particular el sol se ha despegado un dedo de levante y anuncia un día soleado y de mucho calor. El calor la agobia, pero qué se la va a hacer.

Se levanta temprano porque tiene que ayudar a su madre con el quehacer casero: fregar el piso y los trastos del desayuno, barrer el patio y lavar su ropa. Tiene que terminar antes de las diez porque ha quedado con Alejandra a esa hora. Podría quedar más tarde y hacer todo con calma, pero confía en tener la tarde para ir a dar una vuelta por allí, quizá con Miguel, si es que el chico se digna en aparecer siquiera en un mensaje.

¡Miguel!

Anoche le dio muchas vueltas al asunto pero no ha llegado a ninguna conclusión.

Al momento de empezar a lavar los trastos, su madre se despide desde la puerta de la casa.

―¿Vendrás a la iglesia un rato? ―Carolina hace la misma pregunta los sábados y domingos. La mujer pasa los mediodías de los fines de semana en la iglesia y no se rinde respecto a su hija.

―Tengo muchas tareas ―la respuesta de Karolina es un calco de la del fin de semana anterior.

Es prácticamente un ritual entre madre e hija, la primera pregunta y la segunda responde, casi siempre la misma pregunta y casi siempre la misma respuesta. La hija ayuda a la madre con las ventas y actividades para recaudar fondos que organiza la iglesia (siempre que el instituto no la agobie), sobre todo porque mantiene contenta a la madre y se divierte con los demás jóvenes de la iglesia, nada más. No se considera una miembro en la fe de su progenitora. Menos mal que Carolina no es fanática obcecada y se conforma. Es una especie de acuerdo tácito. Ni una es exigente ni la otra le da la espalda cuando necesita ayuda.

―De acuerdo. Vendré a tiempo para preparar el almuerzo a tu padre. ―Su padre se ha ido a trabajar a primera hora de la mañana.

―Muchas gracias. ―Sino, esa tarea le habría correspondido a ella.

―¿Por qué Karol sí se queda y yo no?

Claro, no podía faltar otra típica pregunta de los fines de semana. Quién la hace es Joselyn, la hermana pequeña. Tiene seis años y preferiría quedarse a ver dibujos animados que ir a pelear con los niños de otras señoras. Porque eso es lo que hacen, riñen más que juegan.

Karolina sonríe con dulzura, lo que únicamente sirve para molestar más a la pequeña. «Y encima la tonta de mi hermana se ríe», piensa con rabia.

―Porque tú eres pequeña y Karol no tiene tiempo para cuidarte ―responde la madre por enésima vez.

Como si necesitara que la cuiden. No discute, sabe que será inútil. En cambio le da una patada a un juguete que dejó por allí la noche anterior y sale a la calle.

―Pues vamos ya ―exige.

Ya tiene en mente qué niño va a pagar los trastos rotos. Para colmo ve a su hermana mayor esconder una sonrisa con la mano. También su madre. Las odia en esos momentos.

―Anda pues, vamos ―dice la madre y le ofrece la mano. La niña se cruza de brazos, aunque camina al lado de Carolina―. Todavía tenemos tiempo de pasar a Helados Sarita.

Bueno, ya no la odia tanto. Al final le da la mano. Diez minutos más tarde, cuando sale de Sarita con un cono pequeño en la mano (que porque es temprano para uno mayor) todo enfado ha quedado atrás.

Karolina espera madre e hija se pierdan de vista antes de quitar la mano de su boca y reír con más libertad. Sabe que si se reía frente a Joselyn la pequeña se echaría a llorar. Es una pequeñaja muy orgullosa. Agradece que se la lleve su madre. Es cierto que la niña no necesita que la cuiden, no es muy traviesa para su edad, pero cómo molesta con todo tipo de exigencias, como una pequeña ama. Espera no la dejen con ella hasta dentro de mucho tiempo. A Karolina no dejaron de llevarla a la fuerza a la iglesia hasta la edad de diez años, cuando su madre estuvo segura de que no incendiaría la casa si se quedaba sola.

Enciende el televisor, busca el canal de música Beat, le sube el volumen al televisor hasta cincuenta y se abandona a las tareas domésticas. Es sábado de música alegre y pegajosa, la mayoría en inglés. No entiende nada pero el ritmo le alegra la mañana hasta que llegue Alejandra. Pasará las siguientes tres horas invocando demonios (como le dicen al hecho de tararear o intentar cantar canciones en inglés sin idea de lo que dicen ni en inglés ni en español) mientras friega los platos y el piso, barre el patio y lava las mudas de ropa de la semana. De suerte que sólo le corresponde lavar la ropa de ella.




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