Una vez más, ese bonito y familiar color azul se reflejó en mis ojos y fluyó con el oleaje juguetonamente pasando de mi. Mi tembloroso brazo no logró alcanzarlo, prefería ignorar que el paraguas navegaba solo, sin una mano que lo detuviera. Me pareció que había más agua, no ha caído del cielo, pero es más miserable y me congela los huesos. Me fue imposible ubicar qué me dolía más, mi perímetro se tiñó de rojo y mi vista se oscureció, pero sus últimos atisbos de luz me dejaron observar a la lluvia llevando el paraguas azul lejos, muy lejos de mí, se llevó mi sangre y se llevó mi vida.
Qué vacío tan extenuante el que mi cielo ahogaba, entonces comprendí que fui yo quien borró los rostros y sepultó a quienes agregaron su nombre a la historia de mi vida. Como en una inquietante tienda, los vi como envases marchitos y las etiquetas empaquetaron mi ser entero. Si por cualquier razón, en algún momento, tengo la oportunidad de contemplar este paisaje una vez más, y me percato de que las nubes perdieron la fuerza para gritar, suspendieron sus feroces soplidos, y se vaciaron de tanto llorar, tendré por seguro que me habré equivocado de cielo, porque aquí, en el mío, no para de llover, y, ahora que su tenue resplandor se ha ido, no parará de llover nunca.