No Soy De AquÍ

7

Volver al hospital fue como entrar en una película que ya no me pertenecía. Todo estaba igual, pero yo no. Asia, la enfermera de recepción seguía en el mismo lugar que siempre, distraída en la computadora, siendo amable y monótona con las personas igual que siempre, Pero no tan igual. El doctor Alexis Blade, mí mentor y un amigo, también. Habíamos hablado sobre la mudanza, sobre las novedades de la guardia, sobre aquellos pacientes a los que debería prestarles un poco más de atención; su voz era la misma pero algo vibraba distinto en el ambiente. Quería convencerme de que todo seguía igual, aunque me sentía completamente ajeno, disociado.

Y observé.

El mismo zumbido de los fluorescentes, el eco hueco de pasos apresurados, los murmullos apagados de médicos, pacientes y familiares... pero debajo de todo eso, algo vibraba. Como si el aire estuviera a punto de partirse.
Una guardia leve, eso había pedido. Veinticuatro horas para reinsertarme, para intentar sentirme parte de nuevo. Pero bastó el primer paso por el pasillo central para darme cuenta de que ya no encajaba. O más bien, que algo en mí había cambiado tanto, que ni siquiera me atrevía a preguntarme cómo. Era como si siguiera existiendo y a la vez no.
Y lo peor: nadie más parecía notarlo.
Excepto las paredes.
O lo que había entre ellas.
El ala sur del hospital tenía una energía densa. No era algo que pudiera explicar con lógica médica, ni con ninguna otra. Pero era como si la atmósfera se quebrara por momentos. Como si hubiera puntos donde el aire se sentía más… liviano, casi irrespirable. Roto.
No tenía otra palabra para describirlo.
Lo sentí por primera vez cuando pasé junto al ascensor de carga. Una ráfaga de frío me rozó la nuca y, al mirar hacia el pasillo vacío, juré ver una sombra que se deshacía contra la pared, como humo negro en fuga.

«No dormiste nada anoche. Estás sugestionado», me dije. Pero sabía que no era eso.
Era como si algo, en algún punto invisible del hospital, se hubiera corrido. Una capa de la realidad, desplazada. Una fractura.

Esa palabra me volvió a la mente sin que la buscara.

Fractura.

Pagan la había mencionado. Como si no bastaran todos los secretos y las criaturas del umbral que se abrió con Denisse, ahora tenía que lidiar con un nuevo concepto que no terminaba de entender.

Por eso, cuando regresé al departamento al final del turno, lo primero que quise hacer fue preguntar. Pero no tuve tiempo.

La puerta estaba sin llave.

Y adentro, la escena me detuvo como un puñetazo en el pecho.

Verenice y Matías estaban sentados en el sofá. Muy cerca. Sus rostros apenas a centímetros.
Hablaban en voz baja.
No era una charla cualquiera.
Era conspiración.
Era secreto.
Era algo que no me habían dicho.

—¿Interrumpo algo? —pregunté desde la puerta, sin entrar del todo. La voz me salió más fría de lo que planeaba.

Verenice dio un pequeño respingo. Matías giró el rostro con lentitud, sin culpa. O al menos, fingiendo muy bien que no la tenía.

—Lucas —dijo ella, poniéndose de pie enseguida, nerviosa—. No, solo estábamos… hablando.

Cerré la puerta sin responder, colgué la mochila y los miré. Matías seguía sentado. Su rodilla casi tocaba la de ella.
No apartaban la vista de mí. Me observaban, como un par de cervatillos acorralados por un lobo.
Pero tampoco decían nada.

—¿De qué exactamente? —pregunté, aún sin moverme del hall.

—Lucas —dijo Verenice otra vez, con ese tono que usaba cuando no sabía por dónde empezar—. Le conté.

Un silencio.
Luego, como si el peso de su confesión necesitara un apoyo, añadió:

—No podía seguir guardándomelo. Me estaba volviendo loca y necesitaba hablarlo con alguien. Y bueno… Matías estaba ahí.

Pum.
Un disparo en medio del pecho.

No por lo que había dicho.
Sino por cómo lo había dicho.
Con ese "estaba ahí", como si eso justificara la traición.

Caminé hasta ellos con pasos lentos, firmes. Me detuve delante del sillón. Miré a Matías.

—¿Dónde exactamente estabas, Matías?

Y ahí se quebró algo.

Él bajó la mirada.
Verenice tragó saliva.
Y durante unos segundos, los dos parecieron niños atrapados robando en un kiosco.

— A la salida de la universidad —dijo Matías al fin, levantando la vista—. Fui a buscar a Jess y me encontré con Vee, quería saber cómo estaba. Después de todo lo que pasó… pensé que podría necesitar hablar.

—¿Hablar sobre cosas que no les corresponden? —pregunté, sin subir el tono—. ¿Hablar de lo que yo no te conté?

Matías se puso de pie entonces.

—No es eso. No fue con mala intención. Yo no sabía que ella…, bueno, no sabía lo que pasaba.

—Ya lo sé —lo interrumpí—. El problema no es que supieras. El problema es que ella eligió contártelo.

— No es su culpa, yo sólo tuve un desborde y necesitaba soltarlo, intentar sentirme menos loca —exclamó Verenice, levantando la voz por primera vez—. No podías con todo. Y yo tampoco. No sé qué es esto, ni qué me está pasando, ni qué es esa mujer… esa cosa que aparece cuando quiere y me mira como si supiera todo de mí. Y las voces...¡Necesitaba hablar!

— Lo expusiste —la miré serio. — y a Jess. Expusiste a ambos a algo sobre lo que todavía no sabemos, Vee. No estaba evitándolos, estaba cuidando de ellos.

Silencio.

Un silencio incómodo, pegajoso, denso.

El peso de mis palabras hizo que se pusiera pálida y su mirada se llenara de terror. Fue un segundo en el que se dirigió a mi amigo, y lo supe, había algo ahí.

Matías agarró su abrigo del respaldo.

— Está bien, no voy a culparla, Lucas. Ni a ti, pueden....

— ¿Confiar en ti?— solté con burla. La tensión era palpable y la estática comenzaba a amontonarse a nuestro alrededor. El rostro de Matías se torció, como si mi burla lo hiriera.

—Los dejo. Me voy. Pero vamos a hablar, Lucas. Más tarde.




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